Los límites de los símbolos

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Es imposible gobernar sin símbolos, de allí que sea necesario -para el poderoso, para el gobernante- acudir a la historia, al deporte, al arte, a la tecnología, a la literatura o a la cultura en general para dotarse de los referentes que, por una parte, emocionen, conciten adhesiones y lealtades y, por otra parte, señalen, excluyan y estigmaticen a los enemigos y/o a los adversarios. Lo que no es sencillo dilucidar es si es posible gobernar solo con símbolos, esto es, exclusivamente a través de representaciones que remiten a algo diferente a ellas y que movilizan afectos y emociones colectivas. Gobernar exclusivamente, o al menos fundamentalmente, a través de símbolos y de sus capacidades evocatorias y convocatorias parece una tarea arriesgada si la analizamos a la luz de las evidencias y los resultados de las decisiones asumidas, de las iniciativas impulsadas, de los proyectos realizados o en proceso; gobernar con símbolos y con escasos resultados entraña el riesgo de resbalar en la pronunciada pendiente de la demagogia.

No hay gobierno sin símbolos, pero gobernar solo con ellos no parece una tarea posible: las acciones de gobierno deben dar resultados tangibles, mensurables, evaluables. Cumplir con metas y objetivos es una obligación de todo gobierno democrático, por lo que apelar a la movilización emocional a través de los símbolos, jamás y bajo ninguna circunstancia podrá sustituir a la ineludible responsabilidad de entregar resultados tangibles tanto a los electores de la opción gobernante, como a quienes optaron por otras propuestas: hay que gobernar para todas y todos. Se necesitan los símbolos, sin duda, pero no como sustitutos de las evidencias, de los datos duros, de las experiencias empíricas y de los conceptos que dan sentido a las decisiones de gobierno asumidas. Para decirlo rápidamente: los símbolos, por muy poderosos, flexibles y trascendentes que sean, tienen límites.

Y mire usted que nuestro México está rebosante de símbolos. Pongamos por caso la (supuesta) fundación de Tenochtitlán en 1321, la celebración del inicio de la Independencia de México o el debate en torno al monumento que sustituya al Colón de la avenida Reforma. En el primer caso y de acuerdo a los expertos, no hay evidencia arqueológica, histórica, antropológica o de cualquier tipo que indique que la fundación de Tenochtitlán ocurrió en el año 1321, más bien la coincidencia de los estudiosos es que la fecha fue en 1325, si bien incluso ese año hay que tomarlo con mucha reserva debido a las inconsistencias documentales. No obstante, el gobierno de la 4T se sacó de la manga una “fundación lunar” ocurrida hace 700 años para hacerla coincidir con otros acontecimientos que permiten movilizar un conjunto de símbolos, como la conmemoración de los 200 años de la independencia o los 5 siglos de la “resistencia” indígena luego del triunfo de Hernán Cortés en 1521. Insisto en el punto: olvídese del rigor científico detrás de la fecha que sitúa la fundación de la hoy ciudad de México en 1521, lo importante es la movilización de emociones a través de los símbolos.

De igual forma, la conmemoración del inicio de la independencia de México es ya una fiesta ampliamente asimilada en la cultura popular, de allí que no hay reparo alguno en celebrar con vestimenta revolucionaria lo sucedido cien años antes, o en ensalzar a los “héroes que nos dieron patria”: Hidalgo, Morelos, Aldama, Allende, Guerrero, Leona Vicario o Guadalupe Victoria, dejando completamente en el olvido a quién entró triunfal a la Ciudad de México al frente del Ejército Trigarante, en 1821: Agustín de Iturbide, quien antes había enfrentado a los insurgentes. Curiosidad histórica: se evoca el año de 1821, fecha de culminación de la guerra de independencia, celebrando a los héroes de la Patria (así, con mayúsculas) que iniciaron la lucha 11 años antes. Nuevamente, olvide usted el apego a los datos y las evidencias históricas, tratándose de los símbolos patrios y nacionalistas lo que impera son las emociones, mucho más que los argumentos y las razones.

Y qué decir de la discusión en torno a la escultura, monumento o lo que se decida que sustituirá al Colón de Reforma. Al parecer, Tlalli, la cabeza estilizada de una mujer indígena, no será la opción debido a las críticas que recibió la obra del artista Pedro Reyes, por lo que la Jefa de Gobierno de la Ciudad de México decidió que sea el Comité de Monumentos y Obras Artísticas en Espacios Públicos quien decida qué estatua, escultura o monumento ocupe el lugar del cruce de Reforma y Morelos. Tal vez lo más interesante de la discusión suscitada por Tlalli fue la incongruencia entre el intento de reivindicación de la mujer indígena a través de un símbolo y la realidad de millones de mujeres de los pueblos originarios que padecen el colonialismo interno y el patriarcado expresado en las condiciones de pobreza, exclusión y machismo en que viven. En este caso, la utilización de un símbolo chocó con la dura realidad actual, vigente, de las experiencias palmarias que padecen millones de mujeres. Así, ante las críticas por reconocer la importancia de la “mujer indígena” (concepto muy discutible, por cierto) al mismo tiempo que millones de ellas padecen condiciones de vida inaceptables, se optó por renunciar al símbolo, o al menos, se transfirió la responsabilidad hacia un abstracto Comité. Con tiento, Claudia Sheinbaum prefirió que otros carguen con el costo político del símbolo que habrá de ocupar el espacio del desalojado Cristóbal Colón.

Los límites de los símbolos son relativos pero, en términos generales, podemos decir que se establecen por las evidencias que las investigaciones, la ciencia y la experiencia proveen. Las evidencias, las pruebas, las demostraciones, las argumentaciones pueden -o no- poner límites a los símbolos, en el entendido de que “hablan idiomas diferentes”, por así decirlo. Mientras los símbolos apelan a las emociones, las evidencias (sobre todo si las aportan investigaciones científicas) interpelan al juicio construido con argumentos, al debate de ideas, a la razón. Estos dos registros -el de las emociones y el de la razón- suelen impedir que las discusiones en torno a los símbolos de los gobiernos sean fructíferas, incluso que sean posibles. Las emociones movilizadas por los símbolos evocan y convocan a través de las creencias, de la fe, del convencimiento sin argumentos; en este escenario, es prácticamente imposible debatir ideas, contrastar argumentos, discrepar con datos (siempre habrá otros).

Los símbolos son importantes, pero inhiben la discusión pública, de allí la necesidad de acotarlos, de limitarlos, de ponerlos en contexto. Mientras la discusión pública transite en escenarios paralelos, en el universo de los símbolos y las emociones movilizadas, por una parte, y por la otra, en el de los datos y la contrastación racional de evidencias, es imposible construir un diálogo fructífero que nos enriquezca a todas y todos. Y eso es justamente lo que en gran medida ocurre en nuestro país: un diálogo que no es tal puesto que se apuesta o a los símbolos sin límite alguno, o a las evidencias a rajatabla.

Veamos otros ejemplos. En una anterior entrega de esta columna me referí a la banalización de la corrupción. Es posible que la lucha contra la corrupción, bandera de la 4t, sea mucho más un símbolo que una eficaz estrategia de gobierno, o por lo menos eso se desprende de las muy pocas denuncias presentadas en contra de funcionarios de anteriores administraciones y de los procedimientos judiciales para castigarles. Se habla mucho del combate a la corrupción, pero por los funcionarios denunciados y procesados no se pueden albergar muchas esperanzas sobre el éxito de las acciones emprendidas y, por ende, es difícil asegurar que ese delito ha sido eliminado de la administración pública federal, no se diga en los ámbitos estatales y municipales. La impunidad de que siguen gozando incontables corruptos de anteriores administraciones, no sabemos de esta, es la mejor evidencia de que la lucha contra la corrupción es mucho más un símbolo que una acción de gobierno eficaz, con resultados a la vista y en la perspectiva de reparación del daño y no repetición del delito.

Otro ejemplo más. El lema “por el bien de todos, primero los pobres”, loable, legítimo y con amplia convocatoria, de acuerdo con las evidencias registradas es posible que sea más un símbolo que una eficaz política pública. Eso se desprende de los datos recabados por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL): “Entre 2018 y 2020, el porcentaje de la población en situación de pobreza aumentó de 41.9% a 43.9%, mientras que el número de personas en esta situación pasó de 51.9 a 55.7 millones de personas”. Por supuesto, hay que tomar en consideración el impacto de la pandemia, no obstante, los datos permiten observar que los apoyos dirigidos a los deciles más pobres no están llegando a su destino, lo que se ha traducido en que “el porcentaje de la población en situación de pobreza extrema presentó un incremento de 7.0% a 8.5% entre 2018 y 2020 y el número de personas en situación de pobreza extrema aumentó de 8.7 a 10.8 millones de personas”. Como observamos, no es suficiente proclamar “primero los pobres” si el símbolo no se acompaña de las técnicas para focalizar adecuadamente a esos pobres y canalizar los recursos destinados a ellos.

Sí, desde luego, puede que existan “otros datos” pero si no se ponen en diálogo, junto con la metodología para construirlos, con los aportados por el CONEVAL seguiremos instalados en pistas paralelas: por un lado, en el ámbito de los símbolos y las creencias, por el otro, en el de las evidencias y los argumentos. En estas condiciones, dialogar es imposible.

Hay muchas otras expresiones de que no hay correspondencia entre los símbolos y las evidencias empíricas: la reivindicación y el orgullo de “nuestro” pasado indígena, al mismo tiempo que a los pueblos originarios se les estigmatiza, se les segrega, se les discrimina; o el compromiso con los derechos humanos, por una parte, y por la otra, la violación sistemática de los derechos de miles de personas migrantes que están de paso en nuestro país. O la presencia, simbólica por supuesto, de la Guardia Nacional, a pocos metros de cruentos enfrentamientos de grupos organizados de delincuentes.

En fin, los ejemplos abundan pero basten los señalados para dar cuenta de la necesidad de que el gobierno de la 4t pase de su muy exitoso uso de los símbolos al plano de la contundencia política traducida en iniciativas eficaces, evidencias incuestionables y datos contundentes.

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