El miedo a la irrelevancia

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Alejandro Saldaña Rosas

 

Quizás el miedo a la irrelevancia es el temor más propagado socialmente. Por supuesto, en México hay miedos más angustiantes y profundos, como al asesinato o la desaparición, o al acoso y el feminicidio, en el caso de las mujeres. Pero en términos globales, mundiales, tal vez el miedo a insignificancia, a la irrelevancia, sea el más extendido. Ese miedo es el resorte que ha impulsado la expansión de las redes sociales en las que buscamos que nuestras pequeñas y maravillosas vidas tengan algún tipo de reconocimiento, ya sea por los logros alcanzados, por el dolor compartido, por la agudeza de nuestros comentarios, por el desayuno de hoy o por la lindura de nuestros hijos, nietos, sobrinos o perros.

En las redes sociales es el Yo que expresa su necesidad de ser visto, escuchado, admirado, criticado, reconocido, fustigado, elogiado o simplemente presente, siempre en la búsqueda de una mirada que le ratifique su relevancia, así sea mínima, así sea por rechazo. La obtención de seguidores o el seguimiento de determinadas cuentas se convierte en la ratificación de un sentido de pertenencia, en un signo de identidad, en un rasgo de participación en algo que nos rebasa, pero cuyo funcionamiento depende de que le hagamos visible y contribuyamos a su expansión. Seguir, o ser seguido por alguien, quizás es la expresión más contundente de nuestro temor a la irrelevancia.

Buscamos generar reacciones, las que sean, en las otras personas: algún comentario interesante, absurdo o banal, alguna emoción expresada con emojis o palabras, inclusive algún tipo de insulto, lo que sea, menos la indiferencia; en tiempos digitales una de las máximas ofensas es “dejar en visto” a alguien porque corremos el riesgo de la irrelevancia.

En las pantallas de la laptop, de la tableta y, sobre todo, del celular, se revela nuestra naturaleza cíborg: somos personas en un mundo plano cuya existencia depende de obtener un like, un emoji sonriente, una crítica implacable, alguna respuesta, pero nunca la irrelevancia. Como lo he escrito anteriormente: “el Yo-Pixel se siente retribuido por la mirada del otro (a través de las interacciones, sean del tipo que sean) y con ello conquista un reconocimiento de orden narcisista…” (El Yo Pixel).

Las redes sociales son la mejor vía y la más expedita para obtener algún tipo de relevancia y con ello, hacer de cada persona, antes que un sujeto social, un consumidor. El temor a la irrelevancia no es en tanto sujetos de derechos sociales, sino en tanto consumidores: para existir socialmente y obtener algún reconocimiento, necesitamos, antes que nada, una laptop, una tableta, un celular, un servicio de telefonía con o sin Wifi y las aplicaciones que nos hagan visibles: correo electrónico, Facebook, X, Instagram, Youtube, TikTok, WhatsApp, Signal, Amazon, Netflix, entre otras. Las redes son el espacio por antonomasia para vender y para comprar y, sobre todo, para ocupar un espacio social, un sitio, una pertenencia, un reconocimiento. La tecnología digital, expresada en miles de aplicaciones nos hace clientes antes que ciudadanos, consumidores antes que sujetos, productos antes que personas, mercancías antes que colectividades.

Poco importa si ese reconocimiento lo obtenemos por nuestras publicaciones o simplemente por asomarnos a ver lo que otras personas publican: el hecho es que nuestra condición cíborg requiere que pongamos en funcionamiento las pantallas de nuestros dispositivos, y de esta manera, desencadenamos los miles de procesos y negocios que se necesitan para que nuestro Yo sea reconocido. Sin pantallas somos personas incompletas, sujetos invisibles, individuos irrelevantes.

Y por supuesto, lo que permite que encendamos las pantallas es una amplia red de empresas y organizaciones, con lo que nuestras subjetividades quedan irremisiblemente subordinadas al capital. Piense por un momento en el dispositivo que está en sus manos y en las empresas que le permiten ver la pantalla: fabricantes de chips y componentes electrónicos, firmas armadoras de celulares o laptops, proveedores de telefonía celular y de internet, proveedores de energía eléctrica, empresas propietarias de redes sociales (Meta, X, Alphabet), entre las que podemos identificar fácilmente. Sin estas firmas, privadas en su mayoría, las pantallas de nuestros aparatos no funcionan, es más, ni existen, por lo que el reconocimiento social a través de los dispositivos digitales es simplemente imposible. De esta manera un miedo de orden subjetivo, el temor a la irrelevancia, está por completo supeditado a una compleja y amplia red de empresas y organizaciones. A eso me refiero con la subordinación de nuestras subjetividades al capital.

Las implicaciones de esta subordinación son muchas y complejas. En primer lugar, quizás sea necesario reconocer que el poder del capital en gran medida se finca en la pulverización de las identidades colectivas y las resistencias sociales, al tiempo de la acentuación del individualismo como nunca había ocurrido; el temor a la irrelevancia proviene de individuos esencialmente atomizados, aislados, en búsqueda del reconocimiento que no pueden proveer grupos y colectivos (o al menos no completamente).

Una segunda consideración es que la subordinación de las subjetividades al capital permite la reproducción del sistema con relativa tersura; a pesar de las enormes desigualdades, de la explotación, de la exclusión social en todas sus formas, de la depredación ambiental y del riesgo de toda forma de vida en el planeta, el capitalismo logra reproducirse sin que las resistencias y oposiciones logren generar alternativas viables y con aceptación social. Esta condición va mucho más allá de ser una ideología dominante (que lo es) para insertarse como un proceso imaginario de reproducción subjetiva a partir de la explotación de los deseos inconscientes de miles de millones de personas. De esta manera, el miedo a la irrelevancia es parte fundamental de la reproducción del capitalismo global.

Derivada de las dos anteriores, una tercera consideración es el reto que representa el miedo a la irrelevancia para la construcción de proyectos sociales autónomos, sostenibles y alternativos a la racionalidad explotadora, excluyente y depredadora del capitalismo. Por lo pronto, no deja de ser irónico que en las redes sociales se pretendan organizar formas de lucha y resistencias al capital: la organización comunitaria y la economía social coordinadas desde el WhatsApp, el escrache promovido en Instagram, las luchas libertarias y anarquistas presumidas en Facebook, las expresiones contraculturales divulgadas (y monetizadas) a través de YouTube, las deconstrucciones y los diálogos de saberes difundidos por TikTok. No digo que no sea posible, simplemente señalo la paradoja que implica resistir al capital a través de las grandes empresas del mismo capital.

Y señalo también la ironía de que este texto haya llegado a sus manos a través de alguna red o aplicación. Y por supuesto, que usted me lea, para regocijo de mi narcisismo.

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