La banalización de la corrupción

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El de la corrupción fue un discurso muy útil en tiempos de campaña, lo fue también como concepto articulador de las políticas públicas, de la distribución del gasto del gobierno federal y como criterio para justificar la austeridad. Aún más, el compromiso de eliminar la corrupción ha sido uno de los factores principales que ha permitido a la 4t, y en particular al presidente Andrés Manuel López Obrador, mantener altos porcentajes de aceptación en las encuestas. Para decirlo rápidamente: la lucha contra la corrupción es uno de los principales argumentos que cohesionan, legitiman e impulsan a la 4t.

Sin embargo, y aunque el discurso anticorrupción se mantiene vigoroso y bien podría sostenerse hasta el final de la actual administración, también acusa signos de debilidad, quizás pequeñas fracturas que, de no corregirse, podrían terminar por revertirse en contra de la misma lucha contra la corrupción. Estaríamos en un escenario en el que el combate a la corrupción termina por morderse la cola, por devorarse a sí mismo, y, por consiguiente, sus efectos y alcances quedarían reducidos a nada. La banalización del discurso de la corrupción es la vía para que esta práctica estructural en la vida institucional del país permanezca y se reproduzca, al mismo tiempo que se le “combate”.

Señalo tres expresiones, vinculadas entre sí, de lo que considero es la banalización de la corrupción, o, mejor dicho, la banalización del combate o la lucha en contra de la corrupción: i) la metáfora con la que se le piensa; ii) la individualización de la corrupción; iii) la inacción penal sobre señalamientos de corrupción.

  1. En primer lugar, la metáfora de las escaleras, de la que me he ocupado en una anterior entrega de esta columna es indebida para pensar un fenómeno de enorme complejidad. A mitad del sexenio, es evidente que la metáfora del barrido de las escaleras ha sido insuficiente para acabar, o al menos para acotar, la corrupción institucionalizada en el país. Si bien es cierto que los niveles de grosera y cínica corrupción que se registraron en anteriores administraciones no existen más, también es verdad que estamos muy lejos de que la corrupción haya sido extinguida en la práctica cotidiana de muchas instancias de los gobiernos federal, estatales y municipales, así como en los diferentes órdenes de gobierno, en el Poder Judicial (por cierto, el que mayores sospechas levanta) y en general en las instituciones del país. Ojalá fuera tan sencillo como barrer escaleras de arriba hacia abajo; ojalá que la jerarquía en la administración pública posibilitara que la ausencia de corrupción en los altos niveles tuviera su correspondencia en los niveles inferiores. Desgraciadamente, erradicar de la administración pública toda traza de corrupción (si eso es posible) es mucho más complejo que barrer unas escaleras, de tal suerte que la metáfora, al banalizar las acciones e iniciativas contra la corrupción, es posible que produzca exactamente el efecto contrario: la fortalece.
  2. La metáfora de las escaleras es débil por cuanto parte de una premisa esencialmente falsa: la corrupción es un problema de índole exclusivamente individual, es decir, son los “malos” funcionarios quienes prohíjan las prácticas corruptas; en este tenor, basta colocar “buenos” y “honestos” funcionarios para que la corrupción tienda a desaparecer, es decir, barrer las escaleras de arriba a abajo. Sin negar en lo absoluto que las personas en las instituciones importan, y mucho, resulta ingenuo suponer que basta con que la alta jerarquía sea incorruptible para que el resto de la estructura organizacional de una dependencia automáticamente también lo sea, o sustituir a los deshonestos elementos por probos colaboradores. La perspectiva individualista de la corrupción impide concebirla en su justa dimensión: como un fenómeno que “se genera y florece en el mundo de las relaciones sociales, donde los individuos, su agencia, su comportamiento, están íntimamente vinculados y afectados por las interacciones y contextos donde se mueven y construyen su propia imagen, su propia voluntad... La anterior referencia, del profesor del CIDE David Arellano Gault, permite comprender a la corrupción en un contexto organizacional en el que en un rejuego de reglas (normatividad), actores con intereses diversos, uso y control estratégico de la información, solicitud y pago de retribuciones y favores, adhesiones -formales e informales- a grupos e ideologías y negociaciones constantes, la corrupción encuentra un nicho perfecto para anidar, crecer y reproducirse. En pocas palabras: la corrupción no es un problema de individuos, sino de interacciones sociales. No comprenderla en esta dimensión significa banalizarla, y apelar a la moralización de la vida pública como criterio fundamental para acabar con la corrupción, favorece a la impunidad.
  • La banalización de la corrupción se complementa con la inacción penal para castigar a quienes hayan incurrido en actos corruptos; sin castigo, conforme a derecho, el combate o la lucha contra la corrupción se queda en un plano exclusivamente declarativo o, cuando más, simbólico. Asimismo, para ajustar o modificar los contextos organizacionales e institucionales que favorecen los actos de corrupción, es imprescindible que las personas responsables, ya sea por voluntad propia, coacción u omisión, sean sancionadas conforme a la normatividad establecida; señalar la corrupción sin que los culpables sean castigados, es más, ni siquiera investigados, no solamente es sumamente irresponsable sino además puede ser un estímulo para que otras personas incurran en actos indebidos, toda vez que las estructuras organizacionales los posibilitan y la inacción de la justicia los anima.

 

De poco, o nada, sirve saber que en el Fondo de Desastres Naturales (FONDEN) imperaba la corrupción, si no se presentan las denuncias a efecto de que las instancias correspondientes (órganos internos de control, la Secretaría de la Función Pública, Fiscalía General, entre otras) realicen las investigaciones que conduzcan a la sanción de los responsables. Lo mismo ocurre con los desaparecidos fideicomisos para ciencia, tecnología e innovación, señalados por desvío de recursos y corrupción, sin que hasta el momento se conozcan las investigaciones al respecto, ni mucho menos, a las personas implicadas y las sanciones a las que se han hecho acreedoras. Podríamos seguir enlistando áreas de la administración pública en las que la 4t ha hecho señalamientos de corrupción, sin que se haya procedido legalmente a sancionar a los responsables y sin que se hayan hecho las transformaciones institucionales, políticas y legales necesarias para evitar la repetición de los actos corruptos. Es necesario reiterar: la inacción jurídica estimula la impunidad y, por ende, permite que la corrupción se reproduzca e inclusive, se expanda.

Erradicar la corrupción en tanto práctica institucionalizada, es decir, no ocasional ni incidental sino endémica, sistemática, es una tarea de largo plazo que requiere concebirla en toda su complejidad. Reducirla a un problema de manzanas podridas, de escaleras barridas de arriba a abajo (con la basura acumulada en todos los peldaños, por cierto), sin efectos jurídicos ni transformaciones organizacionales, políticas y normativas, significa banalizar este fenómeno y, por lo mismo, perpetuarlo. En el horizonte de los tres años que restan a la actual administración, el de la corrupción parece que seguirá siendo un discurso relevante, pero nada más. De continuar por el mismo camino de banalización, la corrupción será otro de los saldos que dejará la 4t.

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