Los costos de las elecciones: preguntas abiertas

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Los procesos electorales en México son muy caros, esto es bien sabido, pero el económico no es el único alto precio que debemos pagar. Además del costo en dinero, al menos hay otras tres dimensiones que es necesario estimar para valorar cabalmente los costos electorales en México: la calidad de las campañas; la violencia electoral, particularmente, los asesinatos de candidatas, candidatos, dirigentes políticos y funcionarios; y el socavamiento o la erosión de la política, entendida como participación en la toma de las decisiones que competen a la colectividad. Exploremos en breve cada una de esas dimensiones.

El presupuesto asignado al Instituto Nacional Electoral (INE) y a los partidos políticos para las elecciones del próximo 6 de junio, ajustado por la pandemia y los recortes al gasto público, es de poco menos de 20 mil millones de pesos: $19,593, 797, 958. Si consideramos que el padrón electoral es de 93.9 millones de personas, tenemos entonces que el costo por voto sería, en el improbable caso de que vote el 100% del padrón, de 20.84 pesos por voto. Habrá que esperar los resultados finales de la elección para poder estimar el costo unitario de cada sufragio emitido, pero desde ya podemos inferir que la democracia electoral mexicana es excesivamente cara e incluso disfuncional en tiempos en los que la digitalización abre las puertas a posibilidades confiables y menos onerosas. Tal vez el anacronismo del sistema electoral está asociado, al menos parcialmente, a la dispersión de ingentes recursos para las campañas políticas, la organización de la jornada de votación y para los días posteriores al día de la elección. De cualquier forma, resulta incomprensible, y quizás injustificado, que no se haya avanzado en el voto electrónico (salvo para el voto desde el extranjero), cuando prácticamente todas las personas en México tienen un teléfono celular o acceso al mismo. No se entiende por qué no transitar al voto electrónico o digital, blindado a través de mecanismos altamente confiables, como blockchain o similares.

A los costos oficiales de las elecciones, habría que añadir la enorme cantidad de recursos que gobiernos de todos los ámbitos y de todos los partidos transfieren (ilegalmente) para apoyar a sus correligionarios, o a los aliados en turno. Desde personal del servicio público “comisionado” (no necesariamente mediante oficio) para labores de campaña, hasta desvío de recursos en apoyo a candidatos, pasando por uso de instalaciones, equipo de cómputo, material de oficina, vehículos, viáticos, peajes y un larguísimo etcétera que hace muy difícil estimar la cifra, en pesos y centavos, de los recursos públicos canalizados al proceso electoral. Aunque se afirme lo contrario y los golpes de pecho abunden, lo cierto es que los usos y costumbres de la política electoral en México siguen vigentes y los gobiernos, de todos los ámbitos (federal, estatal y municipal) y de todos los partidos, utilizan los aparatos y los recursos de la administración pública para apuntalar a partidos, coaliciones, candidatos y candidatas. La compra del voto con recursos públicos está a todo lo que da y el que sea inocente que aviente el primer tinaco.

Asimismo, es complicado estimar la cantidad de dinero proveniente de la delincuencia organizada vertido en las campañas electorales, pero sería sumamente ingenuo pensar que no hay tal flujo y que no se trata de sumas menores, a pesar de la legislación y los mecanismos establecidos para evitar este tipo de prácticas. Es un hecho que las campañas están anegadas de dinero sucio, lo que inevitablemente impacta en la confiabilidad del proceso electoral y en la violencia incesante que deja ver la mano de la delincuencia organizada. Es un hecho que el crimen organizado ha logrado colocar en congresos, presidencias municipales y gobernaturas a sus alfiles y la elección en puerta no apunta en una dirección contraria.

Por otra parte, es necesario estimar el costo económico del proceso electoral con relación a su calidad, valorada no sólo en la confiabilidad de los resultados (de enorme importancia, por supuesto) sino también en función de las campañas desplegadas por partidos, coaliciones, candidatos y candidatas. Permítame hacerle una pregunta: ¿Merecemos estas insufribles campañas? Salvo su mejor opinión, me parece indignante que recursos públicos, escasos de por sí, se destinen a financiar bailecitos triviales, espectaculares infames, promocionales inicuos, jingles absurdos y toda la frívola parafernalia que despliegan partidos y candidatos, sin distinción de colores, siglas ni mucho menos “proyecto” político. En función de la relación entre el costo financiero y la calidad de las campañas, es claro que el sistema electoral, en su conjunto, es muy caro y es muy malo.

Como se evidencia en cada elección, pareciera que partidos, coaliciones y candidatos(as) independientes tan solo tienen capacidad para convocar a la estridencia, a la fanfarria, al aplauso fácil, al grito desgañitado y al insulto como único argumento. Salvo muy raras, rarísimas excepciones, la mayor parte de las y los candidatos a ocupar un cargo de elección se solazan en la diatriba y el insulto, antes que en la escucha de las demandas de los electores y la exposición de sus propuestas para atenderlas y resolverlas. Eso sí, abundan las fotos y videos de candidatos y candidatas besando bebés, paleando tierra, pintando bardas, aplanando pisos, plantando arbolitos, rescatando perros, comiendo garnachas, cambiando llantas, empacando bolsas, abrazando viejitas o con el agua hasta la cintura en labores de “apoyo a damnificados” por las inundaciones de la temporada. Le pregunto a usted, que amablemente sigue estas líneas: ¿este triste espectáculo, es lo que el país necesita?

Por cuanto a la violencia política se refiere, y a dos semanas de distancia de la jornada electoral, es altamente probable que las actuales sean las elecciones en las que más ha habido asesinatos, desapariciones, amenazas (abiertas y veladas), y en general un ambiente de encono y de miedo como nunca antes lo habíamos vivido en el país. Incide, por supuesto, el hecho de que esté en marcha un esfuerzo de transformación institucional de México, sin embargo, todo parece indicar que esta iniciativa ha sido insuficiente, o errada, para cerrar el paso a los cárteles del narco, a las mafias de trata de personas, a los grupos dedicados al lavado de dinero, al robo de gasolina, al atraco de transportistas o a cualquier otra forma de delincuencia organizada. Los hechos y evidencias apuntan a que en este proceso electoral el crimen organizado es un actor de primerísimo orden; las cifras son elocuentes, y atemorizantes: de acuerdo con información de Integralia Consultores (de Luis Carlos Ugalde), hasta el 10 de mayo habían sido asesinadas 143 personas, entre candidatos, dirigentes políticos, funcionarios municipales, estatales y federales, periodistas, militantes de partidos, presidentes municpales, etc.; Veracruz, Jalisco y Oaxaca son las entidades con mayor número de personas asesinadas en el contexto electoral. Preguntas: ¿es posible que la democracia electoral tenga cabida en escenarios de violencia, muerte y amenazas continuas? ¿Cuáles son los costos políticos, económicos, sociales y humanos de que la nuestra sea una democracia electoral bajo amenaza?

Paradójicamente, las elecciones, en tanto ejercicio democrático, a la vez son un medio que agota, o empequeñece, la vida democrática del país. Al menos dos circunstancias coinciden en hacer de las elecciones una expresión democratica, al mismo tiempo que socavan el ejercicio de nuestros derechos fundamentales y la participación ciudadana en la conducción del país: por una parte, concebir que la democracia es básicamente (si no es que en exclusiva) una actividad que ocurre solamente en tiempos electorales. Esta idea, de raíz profunda, está en la base del sistema de partidos, lo que les ha permitido acceder a ingentes recursos, gobernar (en su caso) sin la suficiente observancia ciudadana a través de auditorías, rendición de cuentas, transparencia y otros mecanismos democráticos de fiscalización popular. Para decirlo rápidamente: el sistema electoral es una fuente de exclusión democrática, hecho que implica una paradoja difícil de superar.

Por otra parte, el sistema electoral no sólo ha sido incapaz de evitar que cacicazgos y prácticas corruptas sean erradicados, sino que inclusive los ha prohijado. En el ámbito municipal, por ejemplo, tenemos innumerables casos en los que integrantes de algunas pocas familias (si no es que la misma) se han relevado desde hace décadas en los cargos principales (presidencias municipales, sindicaturas, regidurías); de igual forma, los “apoyos” brindados en tiempos de campañas se pagan con cargos y chambas en la administración (municipal, estatal o federal), con contratos a modo para la realización de obras públicas (caminos, calles, puentes, etc.), con contratos para diversas proveedurías, entre muchas otras formas de retribución por los “favores” recibidos en campaña. Por esta vía, la intromisión de la delincuencia organizada en la administración pública, ya sea de manera directa (cargos) o indirecta (contratos), es prácticamente ineludible.

Asimismo, el sistema electoral y la legislación vigente posibilita que se reproduzcan prácticas sociales estigmatizantes y de muy dudoso cariz democrático, como la sustitución de candidatos hombres por “sus” hijas o esposas, las llamadas “Juanitas”. En esta tesitura, no hay ninguna diferencia sustancial en el nombramiento como candidata por MORENA a la gubernatura de Guerrero de Evelyn Salgado Pineda, “La Torita” (hija del impresentable Félix Salgado Macedonio), y el de Patricia Lobeira Rodríguez, esposa de Miguel Ángel Yunes Márquez, quien es la candidata de Acción Nacional a la presidencia municipal de Veracruz. En ambos casos se presenta el mismo fenómeno: la utilización de mujeres para “representar” los intereses y aspiraciones de hombres. Que sean sus familiares (hija y esposa, respectivamente) no excusa el tufo patriarcal, por el contrario, lo convalida.

Un sistema electoral muy oneroso, campañas ridículas -y hasta esperpénticas-, una violencia política desatada y prácticas que reproducen asimetrías sociales, hacen que la próxima jornada del 6 de junio nos ofrezca, antes incluso de conocer los resultados finales, un déficit democrático preocupante. Como lo he escrito en anteriores entregas, México es mucho más grande y complejo que las elecciones y sus instituciones, por lo que el cómputo final de los votos no nos conducirá a ningún desastre, ni la calamidad se aposentará en el país. El problema que tenemos enfrente es de naturaleza política y rebasa, por mucho, al ámbito electoral. Presento el problema a través de algunas preguntas: ¿Cómo hacer efectiva la participación popular en la toma de decisiones de los asuntos públicos? ¿Cómo transformar el sistema electoral para ajustarlo a las necesidades democráticas del país? ¿Es posible -y deseable- transformar el sistema electoral?

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