Las campañas electorales y la producción institucional del miedo

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Han dado inicio las campañas electorales de cara a las elecciones del 6 de junio que, como se ha insistido, será la elección más grande (por el número de cargos en juego) en la historia del país. Para muchas personas, las campañas electorales son una especie de dolor de muelas con duración de varias semanas, para otras y en particular en este año, son la posibilidad de resarcir un poco su alicaída economía, para algunas más (tal vez la mayoría), las campañas pasan sin pena ni gloria. Para las y los candidatos (que se cuentan por miles), las campañas son el aparador para mostrarse ante el electorado, sobre todo en aquellos distritos electorales, estados y alcaldías en los que quienes buscan ganar un cargo a través de la voluntad popular, son personas sin arraigo y hasta desconocidas. Desde otra perspectiva, las campañas son piedra angular en la producción institucional del miedo.

Las campañas electorales inician en un escenario de pandemia que tal vez poco modifique los usos y costumbres dictados por la tradición política nacional: mítines a reventar de algunos adeptos y muchos acarreados, gigantescos espectaculares con la cara sonriente o en pose “inteligente” del candidato/a, bardas masacradas a punta de consignas recicladas y promesas imposibles, millones (19.5) de  machacones e insulsos spots por radio y televisión, cargadas digitales en redes sociales con los previsibles linchamientos al primer tuit, jingles políticos difíciles de digerir... en fin, la parafernalia electoral a todo lo que da. Quizás las únicas variantes por la presencia del COVID-19 sean los cubrebocas convertidos en espacios de promoción política (la candidata o candidato, ¿habla a través de mi?), los esfuerzos que deberán hacer los matraqueros profesionales para que los acarreados guarden la “sana distancia” (sí, cómo no) y el oportunismo de partidos y coaliciones para colgarse los méritos de la vacunación.

Además del escenario pandémico, lo que distingue a estas campañas electorales y a la jornada del 6 de junio, es la carga catastrofista asociada a los resultados. No es la primera vez que ocurre, desde luego (la elección de 2018 está fresca en la memoria), pero en esta elección pareciera que el país se hundirá irremediablemente si gana MORENA y sus aliados, o, por el contrario, si pierde, la 4T será interrumpida y con ello, se abrirá el paso para que los corruptos vuelvan al gobierno. Como si el futuro del país dependiera exclusivamente de cruzar una boleta electoral por tal o cual candidato o candidata; como si la posibilidad de que México siga siendo México estuviera en función de que pierda, o gane, una u otra opción política. En la producción institucional del miedo, los discursos catastrofistas son fundamentales.

Es de esperar que en las campañas los partidos y coaliciones hagan del miedo uno de sus principales instrumentos de agitación política, con la expectativa de que la estridencia asuste lo suficiente al votante para inclinar la elección en una u otra dirección. La plataforma política importa, sin duda, las promesas de campaña son ineludibles, el prestigio del candidato o candidata pesa (muy poco, a la luz de varios impresentables que aparecerán en las boletas), los “apoyos” (ilegales) entregados juegan fuerte, pero si hay algo que signa a la elección es el miedo. A los discursos fatalistas en un sentido o en otro, se suma el miedo al contagio del SARS-COV-2 (que tendrá algún peso en la asistencia a mítines y reuniones); el miedo al crimen organizado, que en algunas regiones del país tiene fuerte presencia y que sin duda está presente en el financiamiento de candidaturas de todos los partidos; el temor a la estigmatización y a las agresiones en las redes sociales que, hasta el momento, se han mantenido en el ámbito digital, pero no se puede descartar que brinquen a las calles; y el miedo a la violencia política que ha cobrado la vida de más de 60 candidatos y candidatas (https://www.infobae.com/america/mexico/2021/03/24/elecciones-2021-van-61-politicos-asesinados-durante-el-proceso-electoral/).

Si el miedo es el principal catalizador de la elección del 6 de junio, entonces quien logre movilizar y gestionar mejor esta emoción será el que obtenga mayores dividendos electorales. Caracterizo a la producción y gestión del miedo como un proceso institucional porque son los partidos políticos y los gobiernos de todos los ámbitos (el federal, sobre todo) los principales agentes de esta emoción; no son los únicos, por supuesto, participan también los medios de comunicación, las redes sociales, las organizaciones empresariales y las iglesias, entre otros.

En la producción y administración del miedo, las diferencias políticas e ideológicas tienden a desvanecerse, en un claro proceso de isomorfismo institucional facilitado, además, por el traspaso entre uno y otro partido de propagandistas, cuadros, agitadores y dirigentes, los llamados chapulines. Esta tendencia isomorfa quizás es lo que lleve a mucha gente a pensar que todos los partidos son iguales; en sentido estricto, no lo son, pero ¡cómo se parecen!

Las ideologías, las plataformas políticas, las propuestas de campaña, el prestigio de los partidos y coaliciones, inclusive las más de 20 mil personas en campaña para ocupar un cargo de elección popular, palidecen ante la agitación de emociones como el miedo. Esta emoción coloca a la ciudadanía en una situación de subordinación e incluso de impotencia, ya que los actores y los factores atemorizantes escapan por completo al control de las y los electores, de allí que el voto sea concebido, en el imaginario, con una carga cuasi mágica capaz de conjurar los peligros inminentes si gana tal o cual partido o coalición. Agitando las banderas del miedo, se busca atraer los suficientes votos exorcistas que acaben con el mal, o al menos que lo posterguen hasta la siguiente elección.

Estamos en tiempos de gritos y aspavientos, de petates del muerto agitados en calles, plazas y redes sociales, de advertencias del fin del país el día 7 de junio si gana, o pierde, tal partido o tal otro. Sin embargo, como lo hemos constatado una y otra vez, México se ha repuesto de funestos (y tramposos) resultados electorales, por lo que esta elección no puede ser, no será la excepción. Los agoreros de fatalidades irremediables olvidan que este país es mucho más que sus partidos políticos y sus procesos electorales. Los resultados de las elecciones son importantes, sin duda, pero no más que la construcción, desde abajo y en horizontal, de organizaciones autónomas capaces de incidir en la vida de barrios, pueblos, comunidades y ciudades.

Ante la producción institucional del miedo, realizada por partidos y gobiernos, fundamentalmente, pero también por medios y redes, por intelectuales orgánicos e inorgánicos, por empresarios grandes y pequeños, resulta un tanto ocioso esperar campañas electorales de altura, de reflexión y análisis de perfiles, de debate político, de discusión de plataformas y confrontación ideológica. Lo que viene, lo que ya ha iniciado, es un intercambio de insultos, de acusaciones con o sin fundamento, de agresiones a quien corresponda, de denostaciones a mansalva y escupitajos hacia arriba. Lo que viene, lo que ha iniciado ya, no está en el terreno de la razón y los argumentos, sino en el del miedo y la fe.

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