La caída del Yo-Pixel

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El pasado 4 de octubre las aplicaciones Facebook, Instagram y WhatsApp dejaron de funcionar durante 6 horas aproximadamente; hasta el momento no se conocen con certeza las causas del fallo generalizado, aunque no han faltado quienes han pretendido colgarse las medallas del derrumbe momentáneo, como el Colectivo Anonymous. Si el colapso digital fue provocado, fue por un error (hipótesis más sólida) o un mero accidente, o una combinación de varias causas, es algo que quizás permanezca en el misterio, lo único cierto es que las repercusiones no han sido menores.

De la misma manera en que durante los eclipses es posible ver lo que normalmente escapa a la observación, con la caída de las aplicaciones referidas pudimos ver -y padecer- la enorme dependencia que hemos desarrollado hacia ellas. Hasta donde sé no se han estimado las pérdidas indirectas provocadas por la falla del 4 de octubre, es decir, las pérdidas sufridas por miles de empresas que dirigen a sus clientes (potenciales y/o efectivos) hacia sus páginas en Facebook, o las mermas derivadas de millones de mensajes de WhatsApp que no llegaron a sus destinatarios, o que llegaron muchas horas después. Lo dicho: la caída de estas aplicaciones mostró la dependencia que hemos desarrollado hacia ellas, en particular, hacia WhatsApp y Facebook.

Lo que sí se sabe es que, para los propietarios de las aplicaciones, encabezados por Mark Zuckerberg, la pérdida económica fue del orden de 6-7 mil millones de dólares: unos mil millones de dólares por hora. La cifra es simplemente monstruosa, difícilmente imaginable y hasta insultante: ¿cómo es posible perder mil millones de dólares por hora? Porque es inevitable conjeturar que, si es posible perder tanto dinero a esa velocidad, quizás es debido a que también se puede ganar a ese mismo ritmo, no lo sabemos, lo único que se sabe es que esa fortuna perdida pronto será recuperada. ¿Qué clase de economía es esta que permite ganar y perder enormes fortunas en unas cuantas horas? ¿Zuckerberg y compañía, pagan los impuestos acordes a su fortuna? ¿Qué economía es esta que genera inmensas cantidades de dinero sin que haya productos o servicios tangibles? ¿Qué vende Facebook? ¿Cómo genera ingresos WhatsApp? ¿Cómo vende sus servicios Instagram? ¿Por qué el valor de estas aplicaciones es tan alto? (Se estima que el valor de Facebook ronda los 150 mil millones de dólares). En fin, ¿cuál es el “modelo de negocio” que permite ingresos de tal magnitud, cuando los servicios de las aplicaciones son “gratuitos”?

Es sabido que la fuente de ingresos más importante de estas aplicaciones es la extracción y comercialización de los datos de los usuarios, pero esa es apenas una parte de la enredada madeja del negocio. La otra parte es quién compra esa información y para qué, qué se hace con esas ingentes cantidades de datos que alimentamos, literalmente, cada segundo a través de los “me gusta”, de nuestras fotografías (desde los chilaquiles del desayuno hasta la selfie o la foto de boda), de nuestras interacciones o de simples visitas para checar qué nuevos mensajes hay. Nada es gratis y cada vez que usted abre su “Feis”, su “Insta”, el “Whats”, Twitter o cualquier otra red social, contribuye a incrementar las ya de por sí inmensas fortunas de los accionistas de estos corporativos. De allí que sea paradójico, por ejemplo, que se emprendan furibundas campañas en redes sociales en contra de la vacunación, bajo el pueril argumento de no hacerles el caldo gordo a las farmacéuticas, al mismo tiempo que engrosamos las de por sí nutridas cuentas de Zuckerberg, Zhang Yiming (propietario de Tik-Tok), Dorsey (CEO de Twitter) o cualquier otro multimillonario.

En días pasados se reveló lo que ya se sabía, o al menos se suponía: para la consecusión de sus intereses económicos, Facebook no tiene ética ni reparo alguno en promover políticas de odio y desinformación; en otras palabras, sus algoritmos están muy lejos de ser neutrales y objetivos, por el contrario, han sido diseñados para que las interacciones se conduzcan en una dirección que permita generar mayores dividendos. Frances Haugen, ex empleada de Facebook, ha evidenciado que la movilización de emociones de los usuarios de la aplicación es clave para la generación de ingresos “y cuanto más ira a la que se exponen, más interactúan y más consumen”. La apodada “garganta profunda” de Facebook extrajo miles de documentos de la empresa con los cuales evidenció que los famosos algoritmos están diseñados para sembrar discordia, incrementar el consumo y crear dependencia. Esos documentos ratifican la hipótesis de que el “modelo de negocio” de Facebook, Instagram, WhatsApp, Twitter, Google y en general de las firmas que controlan el capitalismo digital, está en la comercialización de los datos de las personas usuarias. Esto significa que las enormes ganancias de estas plataformas se erigen sobre la base de la extracción de información a partir de la dependencia de nuestras subjetividades, es decir, el Yo-Pixel como fuente de utilidades.

Shoshana Zuboff ha caracterizado a este capitalismo neoliberal digital como “capitalismo de la vigilancia”. A propósito de la dependencia que hemos desarrollado hacia estas aplicaciones y plataformas digitales y su relación con la comercialización de nuestra información, Zuboff señala:

“Nuestra dependencia es un elemento básico del proyecto de la vigilancia comercial, en el que las necesidades que sentimos de aumentar la eficacia en nuestra vida compiten con nuestra inclinación a resistirnos a tan osadas incursiones por parte de aquel. Este conflicto produce un entumecimiento psíquico que nos habitúa a la realidad de ser monitorizados, analizados, explotados como minas de datos y modificados. Nos predispone a racionalizar la situación con resignado cinismo y a crear excusas que funcionan como mecanismos de defensa («tampoco tengo nada que ocultar»), cuando no hallamos otras formas de esconder la cabeza y optar por la ignorancia para afrontar la frustración y la impotencia. Por esa vía, el capitalismo de la vigilancia nos impone una decisión fundamentalmente ilegítima que los individuos del siglo XXI no deberíamos tener que tomar, y cuya normalización hace que, finalmente, no solo estemos encadenados, sino que también vivamos contentos de estarlo.”

Estamos encadenados, y contentos de estarlo, debido a este “entumecimiento psíquico”, al que alude Zuboff. Este entumecimiento quedó de manifiesto en la caída del 4 de octubre y se observó, como en los eclipses, a la luz de la oscuridad digital. Podemos decir que, al menos durante el lapso de tiempo en que las aplicaciones estuvieron fuera de uso, el Yo-Pixel también se vino abajo. Le pregunto a usted, que amablemente sigue este texto, ¿cuántas veces consultó su cuenta de Facebook? ¿Cuántas veces entró a WhatsApp para ver si tenía mensajes nuevos? Cuando se regularizó el servicio: ¿cuántos mensajes tenía en su Whats? Y más allá de la cantidad de veces que entró a verificar sus cuentas, ¿cómo resolvió -o no- los “problemas de comunicación” derivados del colapso digital? Quizás incluso hasta se atrevió a usar el celular como teléfono, práctica irónicamente ya muy poco común.

Para ampliar un poco la idea del Yo-Pixel le invito a leer la columna que publiqué en febrero de este año en este mismo espacio. En ese artículo decía que “El Yo-pixel es una propuesta para intentar dar cuenta de las subjetividades que, si bien no son nuevas, se han precipitado aceleradamente a partir del confinamiento (parcial o radical, voluntario o no) derivado de la pandemia. Nuestro día a día es un ir y venir de una pantalla a otra: del celular a la tablet, de la laptop a la SmarTV, de una reunión en Zoom a un like en Facebook, de una discusión interminable en Twitter a un acuerdo vecinal en WhatsApp”. Si tiene usted a bien, le invito a releer el texto de hace unos meses, disponible en el hipervínculo de arriba.

El derrumbe del 4 de octubre de WhatsApp, Instagram y Facebook fue también la caída (momentánea, parcial) del Yo-Pixel. Durante unas horas quedamos a expensas de nosotros mismos (si bien Twitter fue la tabla de salvación para muchas personas), sin la posibilidad de ratificar nuestro lugar en el mundo (digital) a través de una reacción, un emoji o, aún mejor, un insulto. Durante seis horas, nuestro encadenado, y feliz, Yo-Pixel se vio obligado a buscar asidero y bálsamo en otras aplicaciones: googleando para saber qué sucedía, buscando (en Mercado Libre, por ejemplo) algún producto que súbitamente se presentó como una necesidad urgente, tuiteando una queja abstracta o un dardo bien dirigido, o bien, corriendo a Telegram en busca del mensaje perdido. El 4 de octubre millones de personas experimentamos una suerte de angustia digital al ver fundido, literalmente, a nuestro Yo-Pixel: volvimos a ser anónimos durante largas seis horas. Lección de la caída del Yo-Pixel: nuestra psique se juega cada vez más en las pantallas de los escenarios virtuales en los que tiempo y espacio han sido compactados, transgredidos, licuados, evaporados. El celular y sus aplicaciones se ha revelado como tecnología digital, sin duda, pero también como posibilidad de extensión emocional, como recurso de seducción, como objeto transicional, y por supuesto, como instrumento de control.

Si, como decía Foucault, la vida es un objeto político, ¿qué tipo de transformaciones políticas están ocurriendo en nuestras vidas por la acción de las plataformas digitales? ¿Cómo resistir a ello? Francamente, no lo sé. Cierro esta colaboración con una cita de Paula Sibilia, de su libro “El hombre postorgánico”:

“Las subjetividades y los cuerpos contemporáneos se ven afectados por las tecnologías de la virtualidad y de la inmortalidad, y por los nuevos modos de entender y vivenciar los nuevos límites espaciotemporales que estos recursos inauguran. En la coyuntura del capitalismo postindustrial, ..., esas mutaciones están llegando muy lejos, al punto de redefinir radicalmente al ser humano, a la naturaleza y a la vida.”

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