Imaginación y conocimiento: una breve historia de la cosmología en el paleolítico

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Sinhué López Rivera

 

La cosmología, tal y como la entendemos actualmente, es una ciencia reciente. Nació con la publicación de la Teoría general de la relatividad de Albert Einstein y las observaciones del astrónomo norteamericano, Edwin Hubble. Gracias a ellos se pudieron teorizar el origen del universo, su posterior evolución y su posible futuro. Así, la cosmología se define como la rama de la astrofísica que estudia al universo en su conjunto, así como su origen y evolución.

Pero más allá de su definición formal, la cosmología, entendida como el estudio del cosmos, es una de las muchas formas en que la humanidad ha volcado su imaginación y curiosidad; es una tradición construida a partir las respuestas que numerosos investigadores y pensadores han dado a múltiples preguntas sobre el universo. Como un cúmulo progresivo de conocimientos, es también un fenómeno histórico y social. Para entenderla en este aspecto, no basta con hacer un inventario de todo lo que se conoce sobre esta área del saber humano, es importante conocer también qué pensaron, a través del tiempo, los grupos sociales sobre el cosmos. Así, la reconstrucción del pensamiento cosmológico es también la reconstrucción de una parte de la historia de la curiosidad y de la imaginación.

 

Fuimos niños frente al cosmos

Desde niños aprendimos a observar, a hacernos preguntas; aprendimos lo que es la curiosidad. Es posible que alguna vez, siendo aún muy pequeña o pequeño, hayas observado las estrellas y, como Timón, en la película de Disney, El rey león, las hayas imaginado como luciérnagas pegadas en aquello negro y azul, allá arriba. Durante la infancia, es más sencillo armar imágenes a partir de asterismos, esto es, conjuntos de estrellas; imaginar fuerzas sobrenaturales dándole forma a nuestro mundo; dioses observándonos y comunicándose a través de nuestros sueños; seres legendarios ocultos a simple vista.

De la misma manera, el ser humano fue alguna vez como niño, mirando y describiendo por primera vez el cúmulo de puntos brillantes anclados a la noche. ¿Qué son esas luces de arriba?, quizá se preguntó. Descubrimos patrones en el cielo, otros los inventamos, proyectamos nuestra imaginación en el firmamento. A lo largo de nuestra larga historia, desarrollamos la impresionante capacidad de encontrar patrones con relativa facilidad.

Esa imaginación nos permite mirar la bóveda celeste y descubrir figuras que nos son familiares; una nube, a nuestros ojos, puede convertirse en un blanco caballo que galopa en las alturas y, en un conjunto de astros, podemos ver un oso gigante asomando sus fauces desde el horizonte. Pero como a menudo se dice en ciencia, dos eventos correlacionados no necesariamente están vinculados como causa y efecto y, en algunos casos, cualquier correlación es ficticia; un engaño de nuestra mente haciéndonos creer que encontramos un patrón trascendente. Es decir, aunque la nube y el grupo de estrellas puedan asemejarse a ciertas figuras, lo cierto es que su forma y posición se deben a muchos factores aleatorios. Enfocarnos en un patrón engañoso, puede provocar que ignoremos todos los fenómenos y causas que explican el porqué de la forma de una nube, o la posición aparente de un astro con respecto al resto de objetos celestes.

Pero, al unir la imaginación con una suma de saberes, surge la posibilidad de llegar a un nuevo descubrimiento. Así, se necesitó de un acervo extenso de conocimientos para que existieran las primeras personas en concebir, desde la ciencia, estrellas de neutrones, agujeros negros, ondas gravitacionales, planetas gigantes orbitando soles inmensos; o bien, plantearse que el espacio y el tiempo se deforman por la materia o que existen ínfimas partículas que constituyen todo lo anterior.

¿Cuántas veces el universo ha superado con creces a nuestras más extrañas fantasías? La historia de la cosmología está llena de estas sorpresas, así como de extraordinarios descubrimientos.

 

En busca del origen

Mucho antes del método científico, la curiosidad, la imaginación y la observación fueron las herramientas que usamos para darle sentido al universo. En algún momento de nuestro pasado, inició la búsqueda de lo que hoy entendemos por cosmología. Si volteamos atrás, la historia conocida del pensamiento humano sólo puede llevarnos al paleolítico, el punto donde hay registro de posibles ideas, inquietudes y sueños de nuestros antepasados.

Este periodo prehistórico coincide con la etapa final de la última glaciación. Los profundos cambios que experimentó nuestra especie vinieron acompañados de una serie de alteraciones en el clima de la Tierra. Así también fue, en esta época, cuando el Homo sapiens subsistió como la única especie humana del planeta. Su expansión coincidió con la extinción de otros miembros del género Homo. La evidencia paleontológica señala a las especies Homo erectus, Homo denisoviensis, Homo floresiensis u Homo neanderthalensis que se encontraron con nuestros antepasados en distintos puntos del planeta. Llama la atención que en este periodo el Homo sapiens sobreviviera como la única especie, de la cual somos descendientes.

Los humanos de este periodo no solo eran más parecidos a nosotros, sino que desarrollaron diversos objetos culturales como herramientas, marcas en cuevas y en piezas óseas. La evidencia arqueológica deja constancia de que eran capaces de entender patrones complejos. El arte rupestre permite que los especialistas nos sugieran que el ser humano de este tiempo era dueño de un pensamiento simbólico y, como seres creativos y curiosos, capaces de mirar y entender la realidad, posiblemente como nunca antes se había hecho.

En el paleolítico, nuestra especie plasmó su mundo físico. El arte rupestre, los adornos corporales, los instrumentos musicales, las piedras y los huesos marcados intencionalmente, son las representaciones físicas más antiguas de nuestros pensamientos. En estas expresiones, aquellos seres humanos reflejaron su imaginación y los primeros conocimientos sobre el cosmos. Acercarnos a este pasado requiere del análisis riguroso de otra disciplina, la arqueología, para reconstruir apenas parcialmente el pensamiento de las personas de esa época; una historia de la imaginación humana.

 

El arte y el tiempo

Abri Blanchard es un yacimiento arqueológico ubicado en Dordoña, Francia. Entre los diversos descubrimientos del lugar, se encuentra la Placa de Blanchard, la cual fue datada en aproximadamente 30,000 años de antigüedad. La placa es un omoplato con 69 marcas que han sido minuciosamente analizadas al microscopio. De acuerdo al antropólogo estadounidense Alexander Marshack, las incisiones en la placa representan las fases de la luna, durante 69 días. Las marcas guardan similitud con cada una de las fases lunares: luna llena, media, nueva y creciente.

En otra zona arqueológica, en Francia, la cueva de Tai, se encontró lo que podría tratarse de un calendario solar. La pieza en cuestión es una placa de hueso de aproximadamente 9 cm de largo y con una antigüedad estimada de unos 12,000 años. Sobre su superficie, están marcadas casi 2,000 incisiones agrupadas en filas, y algunas de estas agrupaciones suman 29 incisiones. Este número de marcas agrupadas ha sido ampliamente considerado como una evidencia del registro del mes lunar (29.5 días). Marshack conjeturó que la placa podría tratarse de un calendario solar, dividido en meses lunares, y el conjunto de incisiones, representa el registro de los días durante varios años.

Un hallazgo más, que es posible vincular con el mes lunar, es el Hueso de Lebombo, pieza hallada en la cueva de Border, en las montañas de Lebombo entre Sudáfrica y Swazílandia. El Hueso es un peroné de babuino con 29 marcas paralelas a lo largo de la pieza.

Los descubrimientos enlistados se encuentran, probablemente, entre las evidencias más antiguas de la existencia del pensamiento abstracto y complejo en los seres humanos del paleolítico superior. Identificar el patrón entre el día y la noche no es una labor demasiado complicada, incluso antes de que nuestros antepasados empezaran a llevar una cuenta del paso de los días. Sin embargo, documentar el patrón entre los cambios periódicos de las fases de la Luna, o la llegada de las estaciones, requiere de una capacidad de registro superior a la de nuestra memoria. Así, aprendieron a hacer registros, inventarios de distintos objetos y fenómenos materiales de su entorno.

El pensamiento abstracto y la necesidad de registrar, contribuyeron a que aparecieron las cuentas y los números. Es decir, surgieron métodos, procedimientos y conceptos: un ciclo es un concepto y el día es un ciclo reconocido. Distintas personas y grupos en el paleolítico superior, descubrieron que se podía contabilizar un número de ciclos con los mismos símbolos que usaban para inventariar sus objetos. Con la capacidad de representar ideas en rocas y huesos, así como la actividad de llevar un registro contable de objetos y sucesos, el ser humano encontró un nuevo cauce. Así empezó a registrarse el transcurrir del tiempo: nos hicimos sujetos históricos de nuestra naturaleza.

Con los calendarios se crearon herramientas predictivas del tiempo. Los ciclos del Sol, la Luna y las estrellas, les indicaban cuando había más vegetación, cuando había noches con más luz, cuando llegaban la lluvia, el calor, el viento, el frío y la nieve. Su cosmos, su mundo, era ahora periódico y cognoscible a través de patrones. Así dio inicio una comprensión intelectual del universo.

 

La imaginación y el cosmos

En el presente, entendemos por cosmología un conocimiento muy alejado de la mitología y la cosmogonía primitivas, pero las motivaciones para crear a una y a las otras, esencialmente son las mismas y el estudio del cosmos es un asombroso recuento de cómo el ser humano ha dejado rastro de grandes procesos de abstracción relacionadas con el conocimiento del universo y otras actividades como aprender a contar o generar registros de objetos y eventos.

Las herramientas cognoscitivas se han sofisticado con el paso de los milenios, pero sus bases biológicas y culturales han estado presentes en nosotros desde un pasado remoto. Somos seres curiosos, exploramos nuestro mundo, nos lanzamos a los océanos, miramos a las estrellas y nos preguntamos por ellas, deseamos llegar hasta donde están; no sólo buscamos entender el resto del cosmos, también queremos entendernos a nosotros mismos, nos aventuramos al profundo universo de nuestras ideas; creamos teorías y modelos que nos acercan a entender la realidad.

La ciencia es una actividad creativa, por lo tanto, la imaginación es una facultad fundamental para ejercer toda actividad científica. Pero cuando imaginamos no creamos algo de la nada, utilizamos la realidad, la experiencia y los conocimientos y las personas que nos rodean. De esta manera, la imaginación está limitada por todo lo anterior, pero también es la posibilidad que nos permite pensar y generar nuevo conocimiento, nuevas preguntas y sus posibles respuestas.

Parece probable que los hombres y las mujeres del paleolítico también usaran su imaginación y curiosidad para describir los fenómenos del universo. Fueron pioneros en la comprensión del cosmos. No nos es posible probar que estos humanos fueron los primeros cosmólogos, pero sí señalar que muchas de sus inquietudes contenían ya una importante comprensión del cosmos y que es parte del gran acervo de conocimiento con el que contamos. Nuestras dudas quizá no son tan ajenas a las de otros tiempos y lugares: ¿cómo surgió todo?, ¿de qué estamos hechos nosotros y todo lo que vemos?, ¿por qué ocurre lo que no entendemos?

La idea del cosmos cambió con las épocas y los pueblos. Quizás se perdieron para siempre muchas de sus ideas y sus inventos, pero el camino estaba señalado en los hallazgos prehistóricos documentados. De manera asombrosa, diversos hallazgos en distintos sitios del planeta dan cuenta de los primeros pasos en una historia de miles de años, la historia de la cosmología.

 

Referencias

Alexander Marshack (1972). The roots of civilization: the cognitive beginnings of man's first art, symbol and notation. Nueva York, McGraw-Hill, 43-49pp.

Alexander Marshack. Cognitive aspects of Upper Paleolithic engravings. En Current Anthropology, junio–octubre, 1972, vol. 13, 445-477pp.

Alexander Marshack. The Tai Plaque and calendrical notation in the Upper Paleolithic. En Cambridge Archaeological Journal, abril 1991, vol. 1, no. 1, 25-61pp.

Jonas Bogoshi, Kevin Naidoo, John Webb. The oldest mathematical artefact. En Mathematical Gazette, diciembre 1987, vol. 71, no. 458, 294p.

 

 

Pequeña biografía

Soy estudiante de física en la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Iztapalapa. Me apasiona la ciencia, su filosofía, método, historia y su divulgación. Incursiono en el área de análisis de datos. Siempre dispuesto a aprender.

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