Consumo perpetuo

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Alejandro Saldaña Rosas

 

Hay niveles, grados, matices, énfasis diferenciados que van desde el dispendio extremo hasta la austeridad radical, de la evidente exuberancia a la escasez aún más palmaria; el hecho es que del consumo prácticamente nadie está exento, nadie escapa, ninguna persona se salva, si me permite la expresión. De la cuna a la tumba nuestras pequeñas y maravillosas vidas transcurren en un tiovivo de consumo que es mucho más que la mera adquisición de los productos y servicios que requerimos para sobrevivir, para constituir, en los hechos, la principal forma de reproducción de subjetividades, vale decir, de reproducción del sistema. En realidad, como lo advirtió Baudrillard hace ya varios años, es el consumo el que produce las necesidades, no al revés.

Al menos desde hace cincuenta años, la sociedad de consumo se ha entronizado como el modelo de control y dominación social en el que se dirimen los destinos de miles de millones de personas en todo el mundo. Para constituirse como tal, la sociedad de consumo debe hacer que se hable de ella misma en tanto sociedad de consumo, esto es, tiene que erigirse como narrativa incesante de producción simbólica que nunca termina de satisfacerse, que no tiene llenadera, que una vez “satisfecha” se vacía de significados para iniciar el ciclo una vez más. Las necesidades son, por antonomasia, carencias que se autoproducen para el consumo.

El mundo de mercancías, más que objetos de consumo, son posibilidades imaginarias que invisten a quien “les posee” de cierto halo de opulencia o penuria, de modestia o desvergüenza, de éxito o derrota, de conformismo o rebeldía. El sujeto es tal porque está sujeto a los objetos que posee (o no), a las relaciones en que participa (o no), si bien en realidad son los objetos que lo poseen, son las relaciones que lo contienen, ya sea en la abundancia, en la frugalidad, en el ascetismo o en el aislamiento. De allí que Bauman[i] señale que “en la sociedad de consumidores nadie puede convertirse en sujeto sin antes convertirse en producto, y nadie puede preservar su carácter de sujeto sino se ocupa de resucitar, revivir y realimentar a perpetuidad en sí mismo las cualidades y habilidades que se exigen en todo producto de consumo”.

Comúnmente se concibe que el consumo está en la base de la felicidad, así sea por oposición, en una sociedad en la que ser feliz es un imperativo ineludible. La resistencia a la sociedad de consumo es una forma particular de consumo, es decir, la negación del consumo o del consumismo es, en sí misma, una expresión tangencial del consumo negado. El éxito de la sociedad de consumo se revela en el hecho de que ha convertido en productos de consumo a los propios consumidores. La conciencia del consumo no excluye que la conciencia sea, en sí misma, objeto de consumo.

Quizás lo que mejor nutre a la sociedad de consumo son las críticas a la misma, las voces disidentes, los opositores organizados (o no), las resistencias que, en su intento de eludir al consumo, consumen significativas cantidades de información alternativa y contrahegemónica. Paradójicamente, el intento por construir alternativas al consumo conlleva altos niveles de consumo, esencialmente, de los propios sujetos enfrascados en la tarea o la misión: la crítica al consumo consume a los críticos en su propia crítica. En la búsqueda de opciones a la sociedad de consumo, las subjetividades se consumen en sus espejismos de resistencia, organización, lucha y transformación. La sociedad de consumo produce su propia oposición, a manera de una autocrítica que debe, qué más, sino consumirse.

De allí que no haya mayor diferencia si una persona se alinea en el bando conservador, se asume como cuartotransformadora o de izquierda radical, si se identifica como fifí o como una persona sencilla, si derrocha y lo presume o si se modera y exhibe su frugalidad. Los contrastes son los que permiten apreciar, así sea a contraluz, la contumaz presencia del consumo en prácticamente todas nuestras actividades individuales y colectivas. Mientras el consumo se realice, las diferencias ideológicas, políticas, religiosas, económicas o de cualquier tipo, son algo absolutamente menor.

La información es el quid de la sociedad de consumo, acicateado en los tiempos que corren por la conectividad, la digitalización, las redes sociales, el internet de las cosas y la inteligencia artificial, entre otros factores. Diariamente consumimos ingentes cantidades de información: datos, palabras, sonidos, reacciones, imágenes. En sentido estricto, todo consumo es en esencia consumo de información en tanto cualquier bien o servicio es, primero que todo, significado. En esta tesitura, la información no es algo ajeno o externo al individuo, es el individuo en sí mismo, es decir, no somos portadores de información, somos nosotros y nosotras la información. Y cuanto más apreciada sea esa información, cuanto más valorada y deseada, mayor será la (auto)estima del sujeto. Si somos sujetos de deseo es porque somos información de consumo, esto es, subjetividades consumibles. Somos grandes consumidores de información en la medida en que somos información que necesita ser consumida para existir, de allí ciertos fenómenos de reciente aparición como las y los youtubers, tiktokers, influencers y en general, las personas seguidoras o followers en redes sociales. Al respecto, Bauman es preciso: “en la era de la información, la invisibilidad es sinónimo de muerte”.

Convertidos en información, nuestros atributos individuales, los rasgos que nos hacen personas únicas y diferenciadas, nuestras identidades, si se quiere, equivalen a una especie de check list que se examina y valora como se palomea la lista del supermercado. El análisis de fuerzas y debilidades, de oportunidades y amenazas, hace muchos años que dejó de ser una fórmula facilonga para la gestión estratégica de las empresas; se ha convertido en un recurso para la gestión de nuestras emociones y el rendimiento individual. Y si en el check list, o en la parrilla FODA, alguna particularidad escasea, es deficiente o de plano inexistente, nos sentimos en la obligación de renovarla, o adquirirla, en el consumo, ¿dónde más sino? De esta manera, el consumo es la vía para la educación permanente, la inteligencia emocional, la salud integral, el desarrollo sostenible, el bienestar común, las energías renovables, la inteligencia artificial, la felicidad extrema, la igualdad social, la democracia sustantiva y hasta para alcanzar una muerte más o menos decorosa.

La democracia no es la excepción. En la sociedad de consumo se opta por uno u otro partido o candidato, como se eligen productos en un centro comercial. La nuestra es una democracia de aparador, de marketing político, de ofertas al dos por uno, pagos en abonos y lo de hoy: ventas en línea y agresivo posicionamiento en redes sociales. Para ganar, las y los candidatos deben aparentar antes que convencer, atraer más que persuadir, embelesar primero para argumentar después, y eso si acaso. Las plataformas políticas deben ajustarse al formato de catálogo promocional con atractivas promesas de campaña convertidas en frases ingeniosas, con jingles incluidos. En el mercado electoral los partidos se esmeran en mostrar sus mejores galas, sus trajes más brillantes, sus ofertas más atrayentes, sus compromisos más vendibles, en anaqueles al alcance de la vista, y de la mano, de electores concebidos como clientes, antes que como ciudadanos. Los períodos electorales son el equivalente político de los ciclos de vida de los productos comerciales.

El consumo perpetuo es el signo de nuestros tiempos. Tiempos que, por cierto, se consumen aceleradamente.

[i] Bauman, Z. Vida de consumo. FCE

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