Un país sin fondo

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Alejandro Saldaña Rosas

 

Lo único que podemos hacer entre todos, entre todas, es expresar lo que sentimos, manifestar lo que pensamos y con ello construir hipótesis que nos ayuden, si no a comprender, si al menos a dialogar sobre lo que significa vivir, y sobrevivir, en este país atravesado por tantas violencias. Un absurdo de país que se desmorona y se desangra, y se pierde a sí mismo, sin que hayamos sido capaces de detener la debacle iniciada hace más de veinte años. Un país en el que suponíamos haber tocado fondo, sin saber que siempre, siempre, se puede ir aún más abajo. El fondo del fondo no existe, lo único nuevo es el cinismo, las risitas burlonas, los chistes babosos, los datos y las evidencias soslayadas, las mentiras reproducidas por corifeos y paleros, la indolencia travestida como continuidad con el proyecto, como promesa de campaña.

Las masacres, los asesinatos, los feminicidios, los secuestros, las extorsiones, el ecocidio, los desastres “naturales”, las desapariciones y toda la cauda del horror que ha desfondado al país, y que nunca llegará al fondo, se han convertido en la nota diaria que ocupará la atención por algunos días, o por algunas horas, antes de que el siguiente crimen la desplace. Estamos en una suerte de carrusel sin fin de escándalos que, a fuerza de serlo, han dejado de indignar e incluso, de doler.

Hasta que alguna forma de violencia nos afecte directamente, el dolor permanece como algo alejado y ajeno: el dolor no está en mí, por más que se encuentre muy cercano. ¿Falta de empatía? Tal vez, pero también y fundamentalmente, es impotencia: sabemos que nada podemos hacer y que aquello que intentemos será poco, muy poco y siempre insuficiente. Una sociedad impotente es una sociedad vencida. Y sí, quizás lo primero que debemos hacer es reconocer que las violencias nos han vencido: que si el horror se sienta en nuestra mesa es porque ocupa un lugar en la familia. Hay que reconocer nuestra derrota no como un acto de renuncia, sino como un momento de lucidez para intentar reconstruir-nos desde otros referentes.

 

Uno de esos posibles nuevos referentes tendría que ser transformar la pasividad que las violencias nos provoca. No sé si pasividad sea la palabra adecuada, pero algo tenemos que hacer para que las violencias dejen de ser un espectáculo que desfila incesantemente delante de nuestras pantallas. Un espectáculo que indigna momentáneamente, pero que pronto se convierte en abulia que paraliza y desmoviliza.

La saturación de noticias ha sido una de las formas de inocular las muchas violencias que nos atraviesan y que, pese a lo que suponemos, no han llegado a su fin, no han tocado fondo, ni lo harán. La otra forma ha sido la ignorancia: si no me entero de nada, nada me afecta. Pero en tiempos de la hegemonía de los medios de comunicación y las redes sociales, es difícil que alguien permanezca al margen de la infodemia que nos aqueja, por lo que resulta imposible eludir el caudal informativo.

La saturación informativa, mediática y de redes, se presenta abrumadora, desvinculada, sin articulación ni hilo conductor que nos brinde la posibilidad de dar algún sentido a lo que, de suyo, no lo tiene. Sin embargo, necesitamos alguna interpretación o versión que nos ayude a hilvanar la retacería informativa, una narrativa que ordene, o al menos que intente estructurar, parte de la avalancha de noticias que nos desborda. La necesidad de relatos que nos cuenten y expliquen el origen de las cosas está en la base de los mitos, condición humana a la que no podemos renunciar y que nos brinda la posibilidad de mantenernos más o menos integrados en colectivos.

A riesgo de simplificar en exceso, identifico al menos dos grandes narrativas que pretenden articular la pedacería informativa. La primera se despliega en las mañaneras y se replica en medios y redes por personajes afines al presidente Andrés Manuel López Obrador y la 4t. Esta narrativa, bien lo sabemos, atribuye el horror de las violencias a la etapa neoliberal, la corrupción y los conservadores. La segunda narrativa se construye en las antípodas de la primera, esencialmente en los medios de comunicación, los partidos políticos y los líderes de opinión de la oposición que atribuyen al fracaso de la administración obradorista los saldos negativos en materia de seguridad y justicia.

Si a usted le convence la primera narrativa, está muy bien; si prefiere la segunda, también está muy bien. No voy a discutir cuál tiene razón, lo he escrito antes: que tenga razón la que quiera. Porque en el fondo se trata de las dos puntas de una misma cuerda: la narrativa cuatroteista es impensable sin la evidente y contundente presencia conservadora y su narrativa; y viceversa, la oposición carecería de discurso, o éste estaría muy mellado, si la narrativa de AMLO y su 4t no fuera omnipresente y constante.

Las dos narrativas tienen razón en la medida en que parten de premisas similares y se complementan en sus explicaciones y posibles soluciones: el origen de las violencias está en la delincuencia organizada de los cárteles. Ambas narrativas se construyen sobre esta base, con pequeñas diferencias, culpando a la delincuencia organizada de la violencia que aqueja al país. Sin embargo y aunque parte de su diagnóstico es correcto, ambas adolecen de la misma carencia: eluden la conceptualización de la delincuencia organizada como parte estructural del sistema de dominación en el país. Un sistema en que participan los cárteles, desde luego, pero que es impensable sin el sistema financiero y empresarial que hace posible lavar las ingentes ganancias producto de numerosas actividades ilegales, sin el respaldo institucional brindado desde la clase política en su conjunto y sin la estrecha colaboración de militares, marinos, policías e integrantes de la Guardia Nacional en la configuración de los poderes regionales que atenazan al país.

En otras palabras, la delincuencia organizada, y con ello las violencias que le son inherentes, no se explica sino como parte del funcionamiento del sistema político, económico, empresarial, mediático y militar de México. No es el Estado el que ha sido penetrado por la delincuencia organizada, es el propio Estado el que ha originado, organizado, alentado y fortalecido a los cárteles y la estructura institucional que necesitan para reproducirse.

Las dos grandes narrativas se construyen en las cúpulas partidistas y se reproducen a través de sus múltiples canales (medios, periodistas, influencers, redes, moneros, etc.); coinciden en el diagnóstico y en las propuestas de “solución” que, invariablemente, pasan por ganar las elecciones para emprender los cambios que sus adversarios políticos no han podido, o no han querido, impulsar. Lo cierto es ante el fracaso en materia de seguridad pública es evidente que las salidas al horror de las violencias no van a llegar desde arriba, desde las cúpulas partidistas, empresariales, militares y mediáticas. Apostar a que las elecciones del próximo año modificarán sustancialmente esta situación es confiar, una vez más, en una “salida” a las violencias y la inseguridad que ha demostrado ser la equivocada.

No queda más que empujar desde abajo, desde los colectivos de familiares de personas desaparecidas, desde las colectivas feministas, desde las comunidades y pueblos en resistencia, desde las organizaciones ambientalistas y otros grupos en lucha, un amplio proceso de justicia transicional que abra paso a la verdad, la restauración de la dignidad humana, el respeto a los derechos humanos y que, fundamentalmente, permita refundar al Estado mexicano bajo premisas diferentes. La seguridad, la democracia y la paz tienen que construirse desde abajo: es la única forma de comenzar a salir del infinito fondo en que nos encontramos.

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