¿Por qué importa tanto? Parte I

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Esthela Treviño G.

Rompeviento.tv, 21 de junio del 2021

 

 

El contenido del texto, dividido en dos partes, lo enfoco en torno a las ideas, creencias y actitudes, conscientes o no, que tenemos acerca del lenguaje. De manera muy especial me interesa tocar el tema de cómo el lenguaje nos identifica, de cómo se nos identifica a través de él, y aquí quiero detenerme en la distinción entre lengua o idioma y dialecto, que abordo en la Parte II. Resulta interesante, por no decir inaudito, constatar lo sembrada que está la idea de que un dialecto es inferior a una lengua. Preparo el terreno para la Parte II anotando la siguiente exclamación hecha por un juez:

 

“¡A mí no me hables en tu dialecto, háblame en español!”

(Grita el juez Jorge González Rivera a la acusada Kenia Hernández, indígena, feminista)

 

El contexto del caso es esencial para (entre)ver el racismo que esconde la orden del juez. Queda, pues, para la siguiente entrega.

 

Para la Parte I he pensado que vale la pena disponer el escenario y expresar así la verdadera trascendencia que tiene el lenguaje para el ser humano. La vinculación entre la Parte I y II del escrito es la manifestación de prejuicios, de racismo, clasismo y estigmatización en contra de ciertas formas de habla y, en particular, en contra de quienes hablan una lengua indígena, “un dialecto”. Pretendo que este afán sea un abreojos, un abrementes para que, en cualquier medida que sea, contribuya a disipar nuestra ignorancia y, de esa forma, nuestros prejuicios y odios.

 

Así que, como dice Eco: “Nuestra historia tiene, sobre muchísimas otras, la ventaja de poder comenzar desde el principio.” (La búsqueda de la lengua perfecta, Crítica, 2a ed., 2005, p.19). Comencemos desde… un principio.

 

 

¿Por qué importa tanto el lenguaje?

 

Dos razones principales:

  1. Porque el lenguaje es, sin duda, lo que nos hace únicos como humanos y nos separa de otros animales.
  2. Porque el lenguaje humano nos da identidad, nos identifica con un grupo, una cultura, una nación. Y, tristemente, es lo que nos va a separar del otro, a quien admiramos o a quien menospreciamos.

 

La cita de Octavio Paz en el I Congreso Internacional de la Lengua Española llevado a cabo en Zacatecas en 1997 viene muy oportunamente aquí:

 

“[…]primero, somos una comunidad de pueblos que habla la misma lengua y segundo, hablarla es una manera, entre otras, de ser hombre. La lengua es un signo, el signo mayor de nuestra condición humana.”

 

 

  1. El lenguaje nos hace únicos como humanos

 

La distintas tradiciones filosóficas, literarias, gramaticales y, ya en el S.XX, las ciencias biológicas y del conocimiento, han dedicado enormes espacios, sin exagerar, al lenguaje humano. Incluso innumerables mitologías y religiones han dado su versión sobre el origen y diversidad del lenguaje humano: el lenguaje se dice haber sido conferido por una divinidad, lo mismo en la Biblia judo-cristiana que en el Popol Vuh de los mayas; en el Rig Veda de la mitología hindú —escrito en sánscrito (c. 1400-1200 AEC) donde se le rinde culto a la diosa del habla Vāc— o en el mito de Tāne, dios maori que creó al primer humano, una mujer, y le infundió vida y sus cualidades. Divino o no, el lenguaje humano es quizás el más excelso de los rasgos que nos hace humanos. En efecto, repetimos como mantra que de todo lo que nos distingue de los animales (y nos excluimos de ese reino) el lenguaje nos separa abismalmente. Nos glorificamos con el lenguaje porque nos destaca como seres superiores, hacedores de culturas, de tecnologías sofisticadas, de ciencias y literaturas, de artes sublimes, de esa capacidad que tiene el homo sapiens de estar consciente de que es consciente, y tantas otras grandezas.

 

Detrás de nuestra admiración por el refinado, ingenioso, creativo y bello uso del lenguaje de quienes así sentimos que lo utilizan, y a quienes por ello disfrutamos, y también detrás de nuestra condescendencia, reprobación o franco desdén por el pobre, burdo, “inculto” uso del lenguaje, también de quienes así juzgamos su uso, está la idea arraigada de lo único y especial que es el lenguaje humano. Ciertamente es un don extraordinario el lenguaje, divino o no, y ciertamente también es parte de nuestra dote genética. No es este el espacio, lastimosamente, para dar una probadita de esa magnífica y excepcional facultad del lenguaje, como la llamó Dante —y más tarde W. Humboldt y el propio Chomsky—­. Pero sí es parte de ese escenario que nos permite explicar algo o mucho de lo que trataremos aquí.

 

Y de inmediato lo que quiero decir y que sé que va a resonar con quien esté leyendo o escuchando el presente escrito, es que si el lenguaje es lo más humano que tenemos nada nos ofende más que nos lancen un “ni siquiera sabe hablar”; no saber hablar es degradar a una persona a algo por debajo de humano. Ni siquiera sabe hablar lleva una larga cola de un desprecio profundo, ¡cómo esperar que pueda “ser alguien”!

 

 

“Deja tú que sea de otra clase [social], ve cómo habla”

(Una madre que desaprueba una amistad de su hija)

 

“Maestra, es que nosotros no sabemos hablar bien, a ver si aquí aprendemos”

(Estudiantes de lingüística de la ENAH; logré que salieran convencidos de que el conocimiento que tienen de su lengua es perfecto)

 

Así, de lo divino descendemos a lo humano y si lo divino nos hace iguales, lo humano nos va a separar, y la ignorancia, tanto del letrado como del iletrado, se va a atrever a dictar que hay lenguas superiores y lenguas inferiores, como lo atestigua la siguiente cita:

 

[…]la lengua sánscrita, sea cual sea su antigüedad, tiene una estructura admirable, más perfecta que el griego […]”                  (Sir William Jones (1786), citado por Eco, p.94)

 

o que hay lenguas y “dialectos” ¿sublenguas?, de lo cual da testimonio la primera cita en la introducción, como habrá oportunidad de mostrar en la segunda parte.

 

Que hay lenguas más difíciles que otras; que hay lenguas “primitivas” que son las que hablan…los pueblos “primitivos”; que el español de España, o el de Colombia, es un español más “correcto” que el nuestro, “ellos hablan mejor”; que el inglés vernáculo de los afroamericanos es “impropio” o “inferior” —I ain´t coming (‘I am not coming’)— al inglés estándar; que los sordos se entienden a señas, “no tienen gramática, así como el español, ¿no?”; que los hablantes de tal lugar no saben hablar porque se “comen” letras(¡!). Y otras linduras por el estilo. Estas creencias son más extendidas de lo que podría suponerse, no son exclusivas de una sociedad o país; permean en todos los ámbitos y ejercen en ellos una influencia muy fuerte.

 

El lenguaje, diría yo, es el primer poder.

 

Y García Márquez asienta:

 

“La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras.”

(I Congreso de la Lengua Española, Zacatecas, 1997)

 

 

 

  1. El lenguaje nos identifica

 

Desde la manera como pronunciamos, el acento que tenemos, el vocabulario que utilizamos, las distintas formas sintácticas que proferimos (p.ej., “su prima de su esposo de mi tía”), todo, todo nos descubre ante los demás. Nos asignamos una identidad, se nos asigna esa u otra identidad y lo mismo hacemos con los demás. El dicho bíblico parafraseado “por su lengua(je) los conoceréis” sería más que atinado. Y también a través del lenguaje se nos censura o se nos aprueba, se nos menosprecia y ridiculiza o se nos elogia y sublima. Baste una pincelada que cubra aspectos aparentemente menores hasta otros con una imperiosa urgencia de erradicar.

 

Para comenzar, podemos hacer un recuento de ciertos rubros que son indicativos de eso que “determina” nuestra identidad: lenguaje clasista, lengua culta, lenguaje inclusivo, lengua vulgar, “lenguaje de la clase aculturada” (Monsiváis), lenguaje racista, lenguaje políticamente correcto, habla popular, lenguaje machista, lenguaje sexista, lengua estándar, y un largo etcétera de “clasificaciones” que tienen más que ver con normas lingüísticas y actitudes sociales. Aquí algunas citas:

 

“A esta Chava Única la distingue también el lenguaje, un desprendimiento de la publicidad y sus orgías de elogios, en la vida todo es súper, lo fantástico y lo maravilloso []”                       (Monsiváis, Los rituales del caos, Ed. Era, 2013 p. 190)

 

“Sé que en esta red social son feministos de ocasión […] pero les daré un tip feminista […]”             (Estefanía Veloz, Twitter 21/04/21)

 

"Estamos ambos cuatro"              Vicente Fox

“No traigo cash"                              Ernesto Zedillo a una vendedora indígena.

 

 

La cita de Monsiváis alude a un cierto tipo de persona cuya habla reproduce la de la publicidad; interesante observar que ninguna de las palabras que usa Monsiváis (p.ej., “Chava Única”, con todo y las mayúsculas) está ahí por descuido y retrata, así, un estereotipo también. La expresión de Estefanía Veloz es muy reveladora. Ahí invito a quienes están leyendo o escuchando a hacer su propio análisis —como un ejercicio interesante sustituya feministos por feministas—. Las dos últimas citas las recoge el Excélsior en 2012; recordamos que a Vicente Fox —expresidente de nuestro país— muchos de sus dichos lo inmortalizan bien como machista, sexista, bien como ignorante, que es el caso de “ambos cuatro”. Zedillo, en la cita que se le atribuye, no dice “no traigo cambio” o “no traigo dinero” —no iba a decir “no traigo dinero en efectivo”, pura tarjeta de crédito hubiera sido la suposición—. Esa cita es una joya para el análisis desde el punto de vista de la relevancia del personaje —otro expresidente mexicano—y de su lectura del entorno sociocultural que ve y del que no ve, de su total ceguera para darse cuenta de quién es su interlocutora. Retrata bien, pues, eso, la ceguera, por decir lo menos, de una clase política de élite.

 

También nos colorean la identidad formas o expresiones de distinta naturaleza. En ciertos medios, por ejemplo, ¿quién no sanciona un “haiga” (ahora mismo el autocorrector ha corregido a “caiga”), un “se lo vacéo (vacío)”, un “que nos váyamos”? ¿Quién no levanta las cejas frente a un “satisfacido”; quién no divulga para desacreditar a una aspirante a diputada que profiere un “resolvido” (como sucedió recientemente en Twitter)? ¿Quién se regodea de hacerle ver a medio mundo que López Obrador dice “dijistes”, “constatastes”, “vinistes”? ¿Quién (no) recuerda el dorigazo “juai de rito”, aunque muchos tampoco hablaran inglés? Lo único que hace reprobable esas expresiones es la despiadada norma social de quienes son “cultos”, “educados” “léidos”, de quienes saben algo de lo que la llamada gramática prescriptiva norma como el uso “correcto” del lenguaje, oral y escrito. Desde el punto de vista lingüístico, ajeno a la norma social y a las de las academias de la lengua, todas esas expresiones son impecables y explicables —quien se interese lo podemos tratar en otro momento—. De hecho, son constataciones de que existe una regla, un principio teórico que las explica; salvo ‘haiga’ que es una forma antigua, arcaica en la jerga de los filólogos y lingüistas, ese es todo el pecado de haiga. Lo que hace reprensible a haiga no es que sea una palabra antigua, nadie lo sabe, sino que se nos ha enseñado o dicho o hemos visto que “solo” la usan las personas sin educación, las clases bajas, las personas que-se-nota-que-no-leen (ustedes dirán, por aquello de FDSCJCH). La gramática prescriptiva la sanciona porque “lo correcto es ‘haya’, ‘que haya paz’”.

 

El lenguaje es una de las cuerdas más sensibles que nos pueden tocar. “Para ser campesina habla muy bien” se expresa alguien después de oír a una pobladora de Ayutla Mixe (Oaxaca). Así mismo, Gabriel García Márquez, en aquel congreso en Zacatecas levantó gran revuelo con su participación. Famosa es su frase, desaprobada por no pocos: “simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros […]”; y se levantó más de un murmullo ante su “aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos[…]” y los puristas, muchos de ellos filólogos y escritores conservadores, fruncieron el ceño con el “asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros […] y devuélvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, […]”. Ya Unamuno, antes que García Márquez gritaba en Niebla [publicada en 1907] “¡Y fuera las haches! la hache es el absurdo, la reacción, la autoridad, la edad media, el retroceso! ¡Guerra a la hache!”, (Miguel de Unamuno, Niebla, Col Austral, 34ava impresión, México 2002, p. 106.). En fin, es claro que el lenguaje no se rige por las academias, va 20 pasos delante de ellas; lo que sí debe haber son políticas lingüísticas que garanticen el derecho a expresarse, a ser escuchados, a educarse, a defenderse, en su lengua materna, y en México hay muchas, la riqueza lingüística es enorme.

 

El tema del que nos ocuparemos ya en la Parte II tiene que ver con “De cómo el lenguaje sí nos retrata. De cómo el uno juzga al otro por la lengua que habla, por como se expresa.” He abusado ya del espacio aquí, así que retomemos más adelante el contenido que queda pendiente.

 

 

Esthela Treviño G.  Todo lo que concierna al lenguaje me fascina. Así mismo, me mueven y me ocupan temas que toquen las injusticias, los sufrimientos así como los actos bondadosos, generosos y compasivos. También soy lingüista y artesana.

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