Militarización: la traición consumada

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Quizás lo peor de la militarización de la seguridad pública es que para sostenerse en el tiempo es imprescindible la presencia del enemigo, es decir y de acuerdo con la retórica oficial, del crimen organizado. Acabar con la delincuencia organizada (o abatirla, tratándose de las fuerzas armadas) significaría que la Guardia Nacional (GN) ha cumplido su misión bajo la égida administrativa y operativa del ejército, por lo que su perfil militar no tendría razón de ser. Y permítame la sospecha, pero no creo que, de manera voluntaria, patriótica, política, institucional o de cualquier otra índole, el ejército va a deponer las armas y a desalojar las plazas ocupadas fácilmente. No lo hará por muchos miles de millones de pesos presupuestales destinados a la GN (se proyectan 34, 500 mdp), por la opacidad implicada en el manejo de esos recursos y por la ocupación de cargos y responsabilidades en ámbitos ajenos a la milicia. Amplios poderes y recursos al ejército, sin contrapeso alguno ni fiscalización de sus actividades, es decir, manga ancha para hacer y deshacer. Los militares no van a dejar el poder ni el dinero, ni la patente de corso del fuero militar, por muy patriotas que se digan.

Y el enemigo es tanto la delincuencia organizada como los “conservadores” que se oponen al desarrollo del país: las comunidades en resistencia en sus territorios; los sindicatos independientes y combativos; los jóvenes y las mujeres de los barrios marginales; los grupos autogestivos; las feministas en defensa de sus derechos; los pueblos originarios en defensas de sus ríos, sus bosques, sus selvas, sus manglares, sus culturas; las comunidades artísticas, culturales, académicas y científicas; las y los periodistas críticos e independientes; los colectivos de familiares en busca de las personas desaparecidas… en fin, bajo el pueril argumento de que “estás conmigo” o “estás contra mi” todos y todas, somos al menos potenciales enemigos.

Aunque las retóricas más retorcidas digan lo contrario (y se muerdan la cola), tenemos GN militarizada para muchos años, para varias generaciones inclusive y desgraciadamente. El retroceso democrático es y será de muy alto costo para el país, en particular en materia de derechos humanos, en la defensa territorial de pueblos y comunidades, en el ejercicio de las autonomías populares. Hay que agregar, por desgracia, el previsible mantenimiento de la infame prisión preventiva oficiosa para cerrar la pinza de un escenario de virtual estado de excepción que se vislumbra hacia los próximos años. Y eso nada tiene que ver con un proyecto de izquierda democrática, por el que muchas personas han luchado no en las elecciones de 2018, sino desde muchos años antes.

Parte de esas luchas ha sido, qué duda cabe, precisamente contra la creciente militarización del país, iniciada no ahora sino al menos desde el zedillismo, es decir, en el tan criticado -y tan continuado- periodo neoliberal. El retroceso político de México hacia posiciones defendidas históricamente por la derecha y el autoritarismo es inocultable, por más insistencia que hagan las y los compañeros morenistas en decir que “no somos iguales” y que no hay ningún riesgo con que los militares se expandan por todo el país. No es así, por donde le busquen y le argumenten, la militarización de la seguridad pública es indefendible. Quién lo iba a decir: la izquierda morenista defendiendo a una institución de triste memoria, represora de cientos de movimientos populares y responsable del asesinato de miles de personas.

Es una cuestión de principios que, por antonomasia, son irrenunciables, por más argumentos de pragmatismo político que se esgriman; argumentos, que, no está por demás señalarlo, significan el reconocimiento del fracaso en materia de seguridad pública. Al menos antes se señalaban plazos para que los militares regresaran a los cuarteles (5 años, se dijo en 2019), ahora se plantea que los soldados ocupen calles, carreteras, plazas, puertos, puentes y caminos del país por los próximos 6 años, y eso, si es que antes no amplían el periodo.

Por más que se reivindique el heroico historial las fuerzas armadas de nuestro país, a muchas personas no se nos olvida que es el mismo ejército que asesinó, torturó y desapareció el 2 de octubre, el que arrasó a comunidades enteras en Guerrero y Oaxaca durante los aciagos años de la mal llamada guerra sucia, el que torturó y asesinó a miles de personas en sus campos militares (el número 1, el peor de ellos), el que parió a engendros como Arturo Acosta Chaparro, Francisco Quirós Hermosillo y Jesús Gutiérrez Rebollo, entre muchos otros generales de oscurísimo pasado; y otros de oscurísimo presente que gozan de la protección presidencial, como el general Salvador Cienfuegos. Es el mismo ejército que violó y asesinó a Ernestina Ascencio Rosario en 2007 en Zongolica, Veracruz y que negó la culpabilidad de sus soldados; el que atacó con rockets y bombas al Ejército Zapatista de Liberación Nacional en 1994 y que posteriormente llenó de campamentos militares -y de prostíbulos- al estado de Chiapas; el mismo que asesinó a mansalva a 22 personas en Tlatlaya, estado de México en 2014; es el mismo ejército que participó activamente en la noche de Iguala asesinando al menos a 6 de los 43 estudiantes desparecidos. Es el mismo ejército que ha asesinado a miles de campesinos en Oaxaca, en Chihuahua, en Sonora, en Michoacán, en todo el país, víctimas “colaterales” les llamaban hace unos años. Es el mismo ejército que durante décadas se ha destacado por su represión, su impunidad y su nefasto papel en la contrainsurgencia popular. Es el mismo ejército que ha asesinado a viejos, a niños y niñas, a mujeres, a jóvenes, a gente de todas las edades, principalmente pobres, principalmente indefensos. Es el mismo ejército que hace unos días asesinó a Heidi Mariana, una niña de 5 años de Nuevo Laredo.

Y aunque fuera otro (que no lo es), el ejército, en tanto institución total es completamente ajeno a la democracia. Cientos, tal vez miles, de ejemplos en todo el mundo y en diferentes épocas dan testimonio de ello. Por otra parte, suponer que por la disciplina castrense y la lealtad al país el ejército es inmune a la corrupción, es una cándida hipótesis que además de olvidar el pasado reciente en el que muchos altos y medios mandos (y personal de tropa) estuvieron inmiscuidos en actos de corrupción durante la “lucha contra el narco”, también es una suposición altamente peligrosa por cuanto amplía el marco de arbitrariedad y, con ello, la impunidad. No hay evidencia más contundente del fracaso de la intervención militar en la “lucha contra el narco” que la expansión territorial, política y financiera del crimen organizado y los saldos de violencia dejados a su paso.

Ahora bien, concebir la evidente militarización en términos exclusivamente de seguridad pública es un desacierto. Antes que eso es una estrategia de control político, ideológico, jurídico y territorial para imponer una perspectiva de país que, si bien da con una mano apoyos sociales a través de becas, subsidios y pensiones (entre otras formas), con la otra genera condiciones que benefician, fundamentalmente, a los más ricos entre los ricos. En tanto estrategia de control político, ideológico, jurídico y territorial, la militarización de la seguridad pública no va a ocurrir sin la resistencia y la oposición de centenas de organizaciones democráticas y populares, de pueblos originarios que se oponen a la expansión capitalista en sus territorios, de periodistas independientes y comprometidos con la verdad, de artistas, científicos y académicos con vocación y voluntad democrática, de defensores y defensoras de los derechos humanos, de colectivos de familiares de personas desaparecidas que están muy claros de la responsabilidad de las fuerzas armadas en hacer de México una gigantesca fosa clandestina. La resistencia contra la militarización de México está en marcha.

La militarización de la seguridad pública representa la consumación de la traición de la izquierda marxista. Marxista por Groucho, no por Carlos, desde luego.

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