La vida en cuarentena

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Antes de compartir estas reflexiones, permítame expresar mi deseo de que esta dura etapa por la que estamos atravesando, usted y su familia, usted y sus amistades, la estén viviendo en los mejores términos posibles, tanto si está en cuarentena en su casa, como si por la naturaleza de su trabajo debe salir a cumplir con sus responsabilidades. Abril será un mes muy largo y complicado puesto que a la obligada reclusión por la epidemia de Covid-19, hay que añadir el feroz estiaje que golpea a prácticamente todo el territorio nacional, el dengue y su incesante reproducción (en el estado de Veracruz, donde vivo, los casos se cuentan por centenas y van en aumento) y los incendios forestales, que en años anteriores han sido devastadores.

Vivir en cuarentena no es fácil, para nadie; sin embargo, hay familias, hay personas, para las que al riesgo de salud se añade el aún más ominoso apuro económico, por lo que el resguardo en casa es imposible. Si seis de cada diez personas en nuestro país están en la informalidad, es perfectamente comprensible que no puedan acatar el llamado a quedarse en casa: vivir al día obliga a salir a las calles a buscar el sustento diario. El problema es que las calles están vacías, o semivacías, por lo que muchas personas que viven del comercio en la vía pública están pasando penurias y desasosiegos. Es tiempo de serenidad y empatía, por lo que yo le invito a evitar juicios apresurados y a eludir opiniones a bote pronto, muchas veces originadas en las redes sociales y basadas en bulos y mentiras; “opiniones” que cuestionan con ferocidad que algunas personas no guarden cuarentena, no por gusto, sino por la necesidad de llevar alimento a sus familias. Cuestión muy diferente de quienes son incapaces de atenuar su narcicismo y por fuerza, por su egoísmo y en plena cuarentena, festejan bodas, cumpleaños o simplemente organizan pachangas para sentir que le pelan los dientes a la enfermedad, por sentir que le rascan la panza a la muerte.

Esas personas, esos miserables, que teniendo todas las condiciones para quedarse en casa no lo hacen y con ello contribuyen a la expansión del virus que, indefectiblemente, va a atacar a quien esté más expuesto (personal de salud, viejos, enfermos, trabajadores precarios), esas personas deben ser expuestas y cuestionadas con toda severidad. La (re)construcción del tejido social nos impele a intervenir con decisión, pero sin violencia, para exigir a esos miserables cumplir con la cuarentena; reitero: no son las personas que salen a ganarse la vida como pueden, sino esos insensatos, e insensatas, que desde su condición de privilegio y con su egoísmo socavan los esfuerzos colectivos para frenar el ritmo de propagación de la pandemia. O les ponemos un alto desde nuestra condición de ciudadana horizontalidad, o estaremos abonando a salidas autoritarias que a nadie benefician.

De eso se trata: de frenar la velocidad de diseminación, como lo han reiterado decenas de veces las autoridades de salud, de nuestro país y de otras naciones. No sé usted, respeto su opinión, pero para mí el gobierno federal ha hecho una impecable tarea en esta crisis (así como ha fallado lamentablemente para detener los feminicidios), tratando de evitar al máximo tanto los impactos en la salud, como las consecuencias en la economía familiar, derivados de un fenómeno de orden mundial. En el balance final, dentro de unos meses, habrá que considerar no sólo el número de personas contagiadas y el número de fallecimientos, sino también la certidumbre en la conducción de la crisis, las decisiones asumidas, los tiempos, los momentos, los errores y los aciertos, la política de comunicación y transparencia. En el balance final no sólo cuentan los enfermos y los muertos, sino también las decisiones, sus actores y sus tiempos. Ya lo veremos. Por lo pronto, nos toca hacer una nueva vida cotidiana en cuarentena.

La vida en cuarentena implica la ruptura de la cotidianidad que nos daba más o menos certezas, o a la que nos habíamos medianamente acostumbrado. Esa vida cotidiana que llenaba de actividades regulares, de actos nimios pero contundentes nuestra existencia: despertar, desayunar, ir a la escuela o al trabajo, hacer el aseo de casa, salir con los amigos a tomar café, comer en la fonda de siempre, acudir al gimnasio o trotar las calles tantas veces recorridas, beber la copa con amigos, ir al cine, aburrirse en la oficina, mentar madres en el metro o en el tránsito, acudir a la cita médica, tomar el vuelo a tiempo, comprar comida, pasear centros comerciales con muchas ansias y poco o mucho dinero, robarle tiempo al trabajo con crucigramas o con chats, escabullirse al motel preferido, ver una serie de TV al final de la jornada, hacer la tarea, estudiar un poco, hablar con la familia, cenar lo de siempre, dormir o administrar el insomnio. Y al día siguiente, la misma rutina, o aproximadamente la misma, salvo que algún terremoto, una tragedia personal, un pariente inesperado, la llegada de alienígenas o una epidemia, la transformen.

Miles, millones de pequeños pero significativos actos de nuestra pequeña y maravillosa vida cotidiana se han hechos astillas, se han fragmentado en total desorden, han explotado en pedazos que apenas estamos intentando recoger y organizar de nueva cuenta. Pero no podrán ser organizados de la misma forma: la cuarentena nos obliga a una total reestructuración de la cotidianidad, a una reconstrucción de los actos nimios que articulan y dan sentido a nuestras vidas, con el agravante de que los monstruos y fantasmas de siempre, muchos de ellos familiares, allí siguen, acechantes y devoradores. Pretender organizar la vida cotidiana en cuarentena con arreglo a los tiempos precedentes, es una tarea estéril, absurda, que puede dar lugar a profundas decepciones y no pocas frustraciones.

Para muchas personas, sobre todo para las mujeres y debido a la estructura patriarcal de nuestras familias, la obligada cuarentena es una suerte de olla de presión que condensa lo peor para ellas: subordinación, acoso, misoginia, sobrecarga de trabajo y muchas otras formas de expresión de la violencia. Si en tiempos en los que la vida cotidiana transcurre con su “normal” violencia  las mujeres cargan con la doble o triple jornada de trabajo (más el acoso, la discriminación, el mansplaining y otras linduras machistas), en momentos de cuarentena las tendencias patriarcales se agudizan. La cotidianidad subvertida por la pandemia que obliga al encierro familiar tiene más víctimas que las visibles en la necrofilia estadística o en la contabilidad económica: mujeres, viejos y viejas, niñas y niños, y animales, padecen también, y de manera por demás terrible, las angustias cocidas al fuego lento de la cuarentena. En esta tesitura, podemos afirmar que la obligada guarda en casa tiene profundas repercusiones en la salud emocional de millones de personas. Atender la salud emocional de tanta gente debe ser una tarea prioritaria.

La vida en cuarentena está quedando grabada, para siempre, en nuestras biografías, para bien y para mal. La pandemia no va a dejar a nadie, a nadie, indemne: bien sea porque pegó cerca con la muerte de un familiar o un amigo cercano, bien porque contrajimos la enfermedad y padecimos saturación de clínicas y hospitales, bien porque enfermamos y cuidamos que el virus no saliera de nuestra casa, quizás porque suspendimos un viaje, cancelamos una fiesta, postergamos una boda o, mucho peor, perdimos el empleo o nos vimos obligados a cerrar la pequeña empresa que con tanto esfuerzo habíamos impulsado. Lo cierto es que, con la brutal sacudida a nuestra vida cotidiana, las certezas que nos habían acompañado durante tantos años se volvieron humo en apenas unos pocos días. El orden social anterior a la pandemia, reproducido a través de los pequeños actos de nuestra extraordinaria vida cotidiana, es muy difícil que regrese. Pero de allí a suponer que la debacle del capitalismo es inminente, hay una gran distancia. Sobre el tema apuntaré algunas ideas en una próxima colaboración. Mis mejores deseos en esta cuarentena, ¡que le sea leve!

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