La rifa del avión

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En un futuro no muy lejano...

 

El día que se anunció parecía una ocurrencia, una simple puntada del presidente Andrés Manuel López Obrador, o como dijeron sus detractores “una locura”, pero a la postre demostró ser una estupenda idea que, por absurda y divertida, produjo resultados inesperados. La rifa del avión presidencial se convirtió en una de las acciones de gobierno más contundentes de la presente administración, quizás por inesperada, tal vez por estrambótica y, sobre todo, por la enorme energía social que movilizó en torno a un disparate, es verdad, pero anclado en el imaginario social mexicano, tan afecto a lo imposible y lo azaroso. La rifa del avión fue el parteaguas de la transformación del país.

“Un despropósito con sabor a patacones”, la calificó uno de los intelectuales fifís añorantes del “chayote”, lo que dio lugar a que un dramaturgo en decadencia hiciera la que sería su obra máxima, una divertidísima comedia de enredos que ocurría, dónde más, en un avión: “A 11 mil pies, sabes a patacones”. Por cierto, la obra se convirtió en una miniserie de enorme éxito de la que el intelectual fifí no recibió regalías, pese a que demandó a Netflix y a la productora “Patacones Films”.

Las críticas a la rifa del avión fueron duras y, no pocas veces, muy certeras. Un académico con sólida formación en políticas públicas afirmó, con justa razón, que independientemente del procedimiento se trataba de la privatización de un bien público. Y sí, en estricto sentido lo era, sin embargo, una de sus estudiantes más brillantes, rebelde la muchacha, se tituló con una provocativa tesis llamada “Bienes o Males Públicos: Un Debate Abierto”, en la que puso a discusión una idea muy sencilla y profunda: “¿los delirios narcisistas de un gobernante expresados en obras, monumentos, objetos, aviones y/o intangibles, son bienes o males públicos?” La discusión se zanjó cuando la asociación de cronistas de las cien ciudades más pobladas del país hizo un recuento de las obras emblemáticas de su ciudad y llegó a un consenso: gran parte del patrimonio nacional es resultado de los caprichos de los gobernantes en turno, de sus esposas o sus amantes, o de la negociación entre ambas. En otras palabras, un porcentaje muy alto de los hoy bienes públicos es expresión de los vicios privados, las manías y las pequeñeces de los gobernantes.

Apocado también quedó un analista político de rancio pedigrí y severos problemas de inflación de ínfulas, quien escribió un extenso ensayo para argumentar que la rifa era un distractor similar al Chupacabras en el sexenio de Salinas o a la Chiquitibum en tiempos de Miguel de la Madrid. No lo hubiera dicho: la banda chaira, cábula de por sí y encima picada en la cresta por la chorcha de la rifa, respondió en las redes sociales con floridos albures en torno al Chupas y la Chiquis, sin que analistas, intelectuales, opinólogos, influencers y periodistas del viejo régimen pudieran responder con juegos de palabras ni retruécanos del mismo calibre. Y quien lo intentó, salió trasquilado. Parapetados detrás de su miedo, su clasismo y su soberbia, se dedicaron a criticar a la banda chaira por vulgar, por su mal gusto, por su ignorancia, en fin, por lo de siempre. Y chairas y chairos, felices, hicieron lo de siempre: jocosamente les dieron el avión.

La rifa sirvió no solamente para acopiar importantes recursos destinados a la compra de medicamentos para el Insabi, institución que a la distancia de los años podemos afirmar que quién sabe cómo funciona, pero funciona. También permitió que el gobierno federal se deshiciera del armatoste invendible ese, infame monumento a la corrupción, la megalomanía y la frivolidad, “el avión más pendejo del mundo”, como tituló a su cartón un monero de afilado lápiz y puntillosa ironía. Lo más increíble fue que se inició una tradición en México: la rifa anual del avión. En rifas posteriores a la de 2020 no se puso a la suerte un avión tan ostentoso e inútil como el José María Morelos y Pavón, sin embargo, la bonita tradición de rifar un avión no se perdió, aunque a decir verdad hubo años en que el presupuesto alcanzó solamente para un papalote; a la gente no le importó y con tal de participar en la chacota nacional compró entusiasmada su número para continuar con la bella tradición de hacer cada quien de su avión ganado en una rifa, un papalote. O de su papalote un avión, que el orden de los factores no altera el desmadre final. Pero volvamos al año 2020, el de la rifa originaria.

La rifa superó todas las expectativas. Los seis millones de cachitos se vendieron en menos de diez días, y ante la amenaza de millones de anhelantes concursantes que reclamaron su “derecho al aire” o paraban los diez mil cruceros carreteros más importantes del país, se decidió imprimir dos millones más de boletos, a sabiendas de que había muchos boletos piratas o chanchullo. En aras de “parar la bronca”, según dijo el entonces secretario de Comunicaciones y Transportes, el ingeniero Javier Jiménez Espriú, se vendieron más boletos para “calmar a las masas”. La venta de más boletos tuvo otro objetivo: generar una bolsa para pagar los impuestos de la rifa del avión, el ISR en particular. De esa forma, el ganador no tendría que sufrir para pagar los impuestos de ley. Así pues, fueron 8 y no 6 millones de boletos vendidos, impuestos incluidos. Nunca antes en la historia de México, fuera de las elecciones federales, había habido una movilización de voluntades de esa magnitud, una participación libre, voluntaria y muy divertida puesto que las propuestas de utilización del avión fueron desde convertirlo en una cantinota aérea para organizar “pedas de altura”, usarlo como templo de oraciones de la iglesia Hermanos del Aire, transformarlo en avión científico para la UNAM, abrir una línea de taxi aéreo, hacerlo antro swinger, y muchas otras, a cual más disparatadas. Ante el rotundo éxito de la rifa, hubo quien sugirió que las elecciones mejor las organizara la Lotería Nacional y no el INE: más participación, eficacia y transparencia a un costo significativamente menor.

En realidad, la tradición de la rifa anual de un avión no surgió espontáneamente: fue una conquista de la clase trabajadora. En sus memorias, escritas en su rancho La Chingada, Andrés Manuel López Obrador confesó que nunca se imaginó que su iniciativa de rifar el avión presidencial fuera a dar lugar a una tradición nacional, y menos a un derecho laboral. “Mi intención fue simplemente regresar al pueblo lo que era del pueblo, y como nadie compraba el avión presidencial, o lo rentaba, lo compraba en copropiedad, ni tampoco lo alquilaba para bodas y quince años, decidí que lo mejor era rifarlo. Jamás pensé que sería motivo de negociación obrero-patronal”. Pero una cosa son los objetivos de gobierno, o los caprichos nórdicos y/o tropicales del mandamás mayor, y otra muy diferente los resultados finalmente obtenidos. Lo cierto es que los boletos para la rifa del avión se convirtieron en un derecho laboral, “irrenunciable” según claman las actuales dirigencias sindicales.

En febrero-marzo de 2020 las huelgas universitarias estaban a tope y sin visos de solución. Los sindicatos del INIFAP, de la UMSNH y sobre todo el más combativo, el SITUAM, tenían a las autoridades laborales, encabezadas en aquel entonces por la actual presidenta del país, Luisa María Alcalde Luján, de cabeza, literalmente. Mesas de negociación se abrían y con la misma celeridad se cerraban sin acuerdo alguno. Atorados todos, a un delegado sindical del SITUAM se le ocurrió proponer que se dieran 15 mil boletos de la rifa del avión presidencial como prestación “por única vez” con el objetivo de sacar adelante la negociación. La propuesta fue aclamada en asambleas sindicales y en la mesa de negociación se aprobó (no sin objeciones ni estira y afloja) con tal de levantar la huelga. El problema fue al siguiente año cuando cientos de sindicatos reivindicaron su derecho a boletos para la rifa de un avión, por lo que el gobierno se vio en la necesidad de rifar uno pequeño incautado a un cártel del narco. Allí nació la tradición.

Ese es el origen de la rifa anual de un avión, sorteo incomprensible en la mayor parte del mundo (no en Colombia, país igual de disparatado, en donde rifan embarcaciones decomisadas a narcos que son convertidas en “chivas” para rumbear en aguas del Caribe, medida que ha incrementado 20 % el turismo), pero que en México se ha convertido en una tradición tan arraigada como el Día de Muertos, la carrera de burros en Otumba o la carrera de melones de Xalapa. Los recursos obtenidos por la rifa se han utilizado para comprar medicamentos, construir caminos en la Sierra Gorda, dotar de agua potable a comunidades de la Mixteca Alta, mejorar las condiciones de los hospitales psiquiátricos públicos, apoyar a mujeres indígenas con proyectos tecnológicos y productivos, e incluso se han usado para darle una manita de gato a las 50 mil escuelas más amoladas del país, entre muchas otras acciones.

La rifa del avión puso a México en el ojo del mundo. Los detractores dijeron que se trataba de un impuesto disfrazado, pero como la participación fue (y sigue siendo) voluntaria, su argumento cayó por su propio peso. Académicos de Japón han comparado la medida con el programa de ahorro forzoso que emprendió su país para la reconstrucción después de la Segunda Guerra Mundial, el problema es que no es un ahorro, es un sorteo con un premio absurdo: un avión. Una investigación de académicas de la UACM demostró que más importante que el dinero es la movilización de voluntades en torno a la rifa del avión, puesto que la ciudadanía siente, quizás por vez primera, que toma parte en decisiones de relevancia para el país; en otras palabras, la importancia de la rifa del avión es que ha dado nuevos aires a la democracia.

Por cierto, la primera persona que ganó la rifa del avión (el presidencial llamado José María Morelos y Pavón) fue una maestra de educación básica de la sierra de Zongolica, Veracruz. La maestra Hermida no se espantó al saberse ganadora, en lo absoluto. Llevó a las niñas y niños, a las maestras y al personal de su escuela a subirse al avión y dar un paseo. Después hizo lo más sensato: tuneó el avión, remató el mobiliario inútil (asientos ejecutivos, camas, baños, cocina, muebles de sala) y convirtió al fastuoso e inútil avión presidencial en un avión de pasajeros común y corriente, pero tuneado, que fue comprado a muy buen precio por una aerolínea turca. Desde entonces México es líder mundial en el arte de tunear aviones, actividad que genera miles de empleos.

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