La insignificancia y la falla masiva

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Mientras las acusaciones de traición a la patria se asestan insensatamente de uno y otro lado, decenas de mujeres son asesinadas diariamente. Suena patético, porque lo es. Suena absurdo, porque lo es. Es indignante, sin duda. Pero a la clase política los feminicidios le pasan de largo, ocupadísima en demostrar que los adversarios fomentan el odio, que los opuestos siembran la discordia, que los conservadores traicionan a la patria, que los gobernantes son un peligro. Y mientras la muy limitada clase política devanea en sus miserias, a las mujeres las siguen matando. Hoy, solamente hoy, ocho mujeres desaparecerán y once serán asesinadas en México y sus asesinos quedarán en la impunidad, quizás solamente uno de diez sea acusado, y probablemente ese asesino quede en libertad. El porcentaje de impunidad en los feminicidios es del 95%.

Con esas cifras, que son mucho más que números fríos porque se trata de vidas segadas, de familias con pérdidas irreparables, de miedo incesante que padece cada mujer de este país, con ese dolor y con esa infamia a cuestas, resulta por demás indignante que la clase política siga encerrada en sí misma, en sus chismes y murmuraciones que lo único que hacen es evidenciar la insignificancia de su trascendencia. La clase política que integra al Estado mexicano ha sido absolutamente incapaz de garantizar la vida y la seguridad de las mujeres, puesto que su atención ha estado puesta en sus ombligos y en el traicionómetro que mide el tamaño de la afrenta del de enfrente. ¡Vaya tamaño de su trascendencia! Mínima, es decir mucho, insignificante si acaso.

Es el Estado en su conjunto, los tres poderes y los tres ámbitos de gobierno, las fiscalías, las policías, la Guardia Nacional, el ejército, todos, todos son responsables de que en este país se asesinen a once mujeres al día y que los asesinos queden impunes. Nadie, ninguna fuerza política, sea del signo que sea, ha sido capaz de detener el horror contra las mujeres, vamos, ni siquiera ha logrado que sus políticas, iniciativas y acciones hayan sido eficaces para amainar la brutalidad de la violencia de género cuya expresión más atroz es la desaparición y el feminicidio. Ninguna fuerza política. Ni de izquierda, ni de centro, menos de derecha. Sí, la violencia se precipitó con Felipe Calderón, se profundizó con Peña Nieto, pero Andrés Manuel ha sido incapaz de revertir esa tendencia.

Por eso es que su trascendencia es insignificante; ningún gobierno puede ufanarse de sus obras y sus acciones, si ha sido totalmente incapaz de garantizar la vida, la paz y la tranquilidad de las mujeres. Nadie puede jactarse de exitoso ni presumir sus méritos si una sola mujer no puede regresar viva y bien a su casa; si buscando a Debanhi nos enteramos que en esa zona también desaparecieron a Irlanda Marcela, Irma, Brisa Anahí, Ingrid Guadalupe y Jennifer Nicol; si a Juana la matan en su vivienda en Xalapa y en Oluta, también en Veracruz, Edith Vianey es ahorcada y apuñalada; si en todo el país hay miles de mujeres asesinadas y se llaman Teresa, Brenda, Paloma, Wendy, María, Susana, Pilar, Alejandra, Victoria, Andrea y tantas otras mujeres matadas por hombres por el hecho de ser mujeres; nadie, ningún gobernante, ni ningún gobernado puede, podemos, estar en paz cuando en menos de un mes 127 mujeres y niñas fueron asesinadas. Nadie puede presumir de defender a la patria cuando en la patria se asesinan a once mujeres diariamente. Y nadie puede acusar de traición a la patria sin que la cara se le caiga de vergüenza porque esta patria defendida con tanto ahínco se ha convertido en una máquina feminicida. Una patria que mata mujeres no puede ser orgullo de nadie.

A Debanhi, a Juana, a Edith y a tantas otras niñas y mujeres las mató un hombre y las mató el Estado. Porque es el Estado y sus instituciones las que fallaron en garantizar su vida y su seguridad y peor aún, ha sido, sigue siendo el Estado y sus instituciones las que han formado parte de esta enloquecida máquina feminicida que asesina a once mujeres al día. Es el Estado a través del ministerio público que inhibe y se mofa de las denuncias presentadas por mujeres; es el Estado a través de las fiscalías locales y la general de la República que son incapaces de perseguir a los feminicidas y fincarles cargos sólidamente; es el Estado y sus muchas policías y funcionarios de todos niveles en colusión con redes de tráfico de mujeres; es el Estado y la inutilidad de sus Declaratorias de Violencia de Género; es el Estado y su negligencia para diseñar, operar, financiar y evaluar políticas públicas con perspectiva de género; es el Estado y su complejo andamiaje institucional que permite diluir responsabilidades; es el Estado, que ha hecho de la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, letra muerta. En fin, es el Estado. Ustedes, mujeres, lo han dicho fuerte y claro: “el Estado opresor es un macho violador”.

No, no se trata de una “falla humana masiva”, como dijo el secretario de Seguridad de Nuevo León, Aldo Fasci, sino de una falla masiva del Estado, desde los ámbitos municipales y federales, hasta el gobierno federal, desde el Poder Ejecutivo local hasta el Poder Judicial Federal. La falla masiva es institucional y nadie, absolutamente nadie, puede darse por exculpado porque solamente por una falla estructural del Estado mexicano se explica que once mujeres sean asesinadas cada día, que ocho sean desaparecidas y que los asesinos y secuestradores, en su inmensa mayoría, permanezcan impunes.

Como tampoco nadie, ninguno de nosotros, ningún hombre, puede, podemos, darnos por exculpados de la parte de responsabilidad que tenemos para que once mujeres sean asesinadas cada día. No sirve de nada proclamar que “yo no soy feminicida” (como si eso fuese un gran logro) si al mismo tiempo hacemos parte del problema ejerciendo lo que las feministas han dicho tan bien y que tan mal hemos escuchado: los micromachismos. Sí, es el Estado, pero también somos nosotros con nuestro mansplaining, nuestras bromas sexistas, nuestra irresponsabilidad con nuestros hijos, nuestros ojos aviesos, nuestros celos enfermizos, nuestros cuerpos invasivos, nuestra sordera intencional, nuestro control con el dinero, nuestros adjetivos que denigran, nuestro silencio cómplice, nuestros gritos en exceso. Para decirlo rápidamente: sin la violencia que ejercemos cotidianamente y de mil maneras, quizás en México no habría once mujeres asesinadas cada día.

En estas funestas circunstancias resulta ridículo discutir quién es traidor, o más traidor, a la patria, y quién no. Sería de mucho mayor beneficio para la patria entera, pero sobre todo para sus niñas y mujeres, que en lugar de abonar a discusiones bizantinas y hasta machinas (parece que el debate gira en torno a quién la tiene más larga) se unieran fuerzas con un solo objetivo: la paz y la seguridad para todos, y sobre todo, para todas. El proyecto de mayor trascendencia es, sin duda alguna, hacer de México un país seguro para las mujeres.

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