La herida narcisista y el capitalismo en chanclas

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Cuando más insuflada la globalización neoliberal nos hacía creer que el destino de la humanidad estaba irremediablemente determinado por el libre mercado, el “desarrollo sustentable”, la cooperación internacional, la tecnología y algunas otras fórmulas que esencialmente lo que han traído ha sido desigualdad, exclusión social, racismo, odio y depredación ambiental, un microscópico virus vino a asestar una profunda herida narcisista al capitalismo neoliberal, y con ello, ha pegado de lleno en la línea de flotación del navío humano. Hemos sido obligados a recluirnos en nuestras modernas cuevas al abrigo de la pantalla de plasma, somos dependientes de los ubereaters para nuestro sustento diario, estamos expectantes de las palabras diarias del jefe del clan y de las orientaciones de los brujos y los sabios, recluidos trabajamos en saco y pantalones cortos; así, nuestras vidas transcurren en un domingo inacabado y, aunque sea viernes, el cuerpo no lo sabe.

Ha sido un parón en seco a la arrogancia capitalista, un alto al menos momentáneo a la velocidad inaugurada en la modernidad, un freno a la productividad y su obsesión por el alto rendimiento a toda costa. Millones de trabajadoras y trabajadores en todo el mundo, aquellos que pueden trabajar en casa, realizan su jornada laboral con el jefe o la jefa presente algunos minutos al día en el monitor de la computadora, sin chistar en lo absoluto en las fachas con que asumimos la importante actividad laboral: ellas y ellos, los mandos superiores, están en las mismas trazas. Con la economía mundial ralentizada, el neoliberalismo expide sus últimos estertores en batín y cómodas pantuflas, en espera del oxígeno que el Estado (el odiado enemigo) pueda proveerle. La agonía neoliberal no significa necesariamente el ocaso capitalista, toda vez que hay suficiente evidencia de la capacidad camaleónica del sistema para adaptarse a lo que sea. Así lo ha demostrado desde hace unos 200 años en los que ha subsistido a epidemias, guerras, crisis, debacles, amenazas nucleares, movimientos sociales de todo tipo y hasta a su propia vocación de devorarse a sí mismo. Quien quiera leer en la actual situación el fin del capitalismo, está muy en su derecho, pero sin las fuerzas sociales que empujen el derrumbe y enuncien otras formas de organización social, difícilmente podremos arribar, en el corto plazo (20-30 años), a un nuevo sistema mundo.

De hecho, con la generalización del trabajo a distancia es posible que estemos en presencia del surgimiento del capitalismo en chanclas, esto es, un modelo altamente permisivo en la organización de tiempos, espacios y en el outfit, pero extremadamente autoritario a través de nuevas formas de control gerencial basadas en sistemas de biocontrol y de ludicontrol. El capitalismo en chanclas se enuncia como un sistema de control a través de dispositivos sanitarios: historial clínico, reportes de presión, de temperatura, hemáticos, nutricionales, etc.; y lúdicos: registro de desplazamientos, de tiempo destinado a los videojuegos, de consumo de series, documentales, conciertos y películas, de aficiones musicales y deportivas, entre otros datos registrados en el momento. Esto es, un capitalismo al que el control físico del cuerpo le sea indiferente, porque tiene acceso (voluntario, se lo estamos dando en cuarentena) a nuestras células, a nuestro ADN, a nuestro tiempo “libre”, a nuestra risa, a nuestra intimidad. En este sentido, los teléfonos celulares, las laptops, las pantallas de TV, los autos y otros artefactos (¿los medidores de presión, los termómetros?) se han vuelto el mejor visor (el Big Brother) de nuestras actividades diarias, de nuestros gustos y aficiones, de nuestras filias y nuestras fobias. Es dable conjeturar que esa tendencia no va a desaparecer, por el contrario, con el relativo éxito de China, Corea y Japón en la contención más o menos rápida de la epidemia, su modelo de vigilancia extrema a partir de dispositivos móviles, de millones de videocámaras, de smart cities y smart towns diseñadas no sólo para la observancia in situ en todo momento, sino incluso para anticipar comportamientos, deseos y expectativas, ese modelo de control biopolítico y biolúdico puede hacerse extensivo a occidente. Se está haciendo extensivo a occidente, aunque ni usted ni yo nos percatemos.

Ahora bien, llamo su atención, estimada lectora, amable lector, sobre evidencias en tiempos pandémicos que, quizás por su misma obviedad, no han merecido mayor reflexión. Son evidencias ya integradas en nuestra cotidianidad de e-cuarentena, pero que, si nos detenemos a pensar un poco en ellas, es claro que calan profundo en nuestra muy narcisista humanidad capitalista; son recordatorios que, en su nimiedad, en su palmaria simpleza, nos regresan varios cientos de miles de años de evolución humana. Se trata de asuntos tan elementales como el lavado de manos, el cubrebocas y la reclusión en casa. Como bien sabemos, se trata de acciones y cosas básicas para mitigar la velocidad de expansión de la pandemia, no para evitarla. Acciones elementales que, como dije al inicio de este texto, pegan en la línea de flotación de nuestra humana condición.

Nos lavamos las manos (cuando hay agua) con obsesión de Judas; cubrimos nuestra nariz y boca no tanto para evitar el contagio sino para sentir cercano un objeto mágico de protección; nos recluimos en nuestras cuevas quizás más por imitación que por convicción. Esas son las evidencias a las que quiero referirme: lo que hacemos con nuestras manos, con nuestra boca, con nuestra condición gregaria.

No soy experto en el tema ni quiero echar mano del rápido wikipediazo para salir del paso, simplemente acudo a mis recuerdos de algunas clases en las que aprendí que la humanidad devino tal como resultado de un larguísimo proceso evolutivo, marcado por algunos “momentos” (cernidos en algunas decenas de miles de años) clave: el desarrollo del pulgar opuesto que permitió abandonar la postura en cuatro puntos para erguir nuestra columna; con ello, bípedos, medio encuerados y con la mano liberada para prensar herramientas, armas y pinceles, empezamos los rudimentos de lo que muchos años después llamaríamos cultura. Al tener la mano liberada, la función de prensa que hacía nuestra muy pronunciada mandíbula se hizo inútil, con lo que nuestros dientes se debilitaron y se hicieron aptos solo para masticar alimentos más o menos blandos (lo que a la postre le daría chamba a montón de dentistas). La escasa funcionalidad de la mandíbula se tradujo en que nuestro cráneo creciera, esto es, nos hicimos irremediablemente cabezones y cabezonas (que no necesariamente cabezotas); la maravilla de la evolución permitió que nuestra grandota chompa diera lugar al neocórtex, pedacito del cerebro que nos hace profundamente humanos, radicalmente diferentes a otras especies e inmensamente estúpidos.

Y mire usted por dónde nos ha pegado el Covid19. Nuestras maravillosas, útiles e irremplazables manos se han convertido en uno de los principales puentes de trasmisión de la enfermedad. Cientos de miles de años de evolución para que ahora, nuestras manos, nuestras extraordinarias manos con su pulgarcito opuesto, deban ser lavadas y restregadas con afán exculpatorio: inocentes manos que tallamos durante al menos 20 segundos para quitar no el pecado ni la penitencia, sino algo peor: la incertidumbre.

Y qué decir de nuestras bocas, de nuestras hermosas bocas y los universos de besos, poemas, canciones e injurias que se acunan entre labios, con humedad de saliva y lengua de tornillo. Nuestras bocas vestidas con cubrebocas azul o verde, no importa el color ni el diseño, son bocas simbólicamente silenciadas con protectores pretendidamente quirúrgicos, o con máscaras de rara procedencia y asepsis más dudosa aún. Donde hace unos pocos días la palabra fluía con más o menos libertad, ahora mascullamos frases breves a través de trapos saturados de babas, gérmenes y miedo.

Y qué decir de nuestra condición gregaria que nos hace estar juntos para dialogar, para compartir abrazos y paellas, para cantar a voz en cuello en medio de un concierto, para encontrar parte de lo que somos, de lo que amamos, en la mirada de quienes nos miran y a quien queremos; gregarismo que nos compele a reunirnos para en colectivo conectar con los dioses que nosotros mismos hemos inventado y para brindar por el hecho de estar juntos, de estar vivos, y de estar solos.

Ahora y debido al Covid19, nuestras manos son un vehículo de enfermedad, nuestra boca es un riesgo de contagio, nuestra vida en colectivo propulsa exponencialmente a la ínfima bestia que nos atenaza. A eso me refiero con la herida narcisista en nuestra humana condición: el virus este nos ha pegado muy duro en las bases mismas de la humanidad: la mano, la palabra, la sociedad. Y lo ha hecho en los tres ámbitos que como sociedades nos dan razón de ser: en la protección y la seguridad ciudadanas, en la creación de bienes y riqueza, en la gobernabilidad de ciudades y naciones.

Mi expectativa, como usted ha adivinado ya, es más bien negativa. Por supuesto que como país saldremos adelante, pero eso no dice nada, no significa más que un llamado a un nacionalismo tal vez necesario, pero insuficiente. La herida narcisista que ha llevado al capitalismo a ponerse en chanclas es profunda, pero no letal.

Las mujeres, las feministas, las comunidades en resistencia y defensa de sus territorios, la comunidad LGBT, los excluidos de siempre, las y los migrantes, son la esperanza de un mundo diferente.

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