La CFE y el debate Estado-mercado

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En las sociedades modernas las formas de regulación social más importantes y significativas son el Estado y el mercado. Las experiencias han mostrado que el relativo equilibrio entre ambas instituciones quizás sea la solución más adecuada para establecer las mejores y más saludables pautas de convivencia y desarrollo social, sin embargo, no existen fórmulas, cánones ni criterios preestablecidos para definir hasta dónde es conveniente que la regulación esté marcada por leyes, normas y restricciones (Estado), o a través de los precios, la calidad y la innovación (mercado). Lo cierto es que en ninguna región, en ningún país, la regulación a través ya sea del Estado o del mercado se presenta de manera pura, sino con énfasis diferenciados ya sea en economías de mercado más liberales o en economías (de mercado) coordinadas. Las características institucionales de cada país son cruciales en la orientación hacia una u otra forma de regulación social y, por lo tanto, hacia la variedad de capitalismo dominante o hegemónica.

El economista austriaco y profesor de Harvard Joseph Schumpeter (1883-1950), acuñó el concepto de “destrucción creativa” para apuntalar su teoría del desarrollo económico basado en la innovación, función principal que tendría el empresariado y eje fundamental para el impulso del capitalismo en su formato más liberal. Para Schumpeter, la innovación es la clave del desarrollo económico a través del “espíritu emprendedor” propio del empresariado, lo que justificaría la obtención de ganacias como expresión del reconocimiento social por su aportación al bien colectivo. El discurso de la innovación como clave del desarrollo económico ha sido de enorme relevancia para el impulso, a escala global, de las economías de mercado liberales, en detrimento del papel del Estado como ente regulador. Sin embargo, el propio Schumpeter reconoció que el éxito de las innovaciones capitalistas llevaría a la ruina al sistema debido a la rutinización de las actividades de innovación. Algunos autores (como Omar Aktouf) han señalado que la “destrucción creativa” schumpeteriana ha dado lugar a la “creación destructora”, propia del capitalismo financiero neoliberal, por la que la diversidad de ecosistemas y de la vida toda en el planeta se ha ido agotando vertiginosamente en los últimos años.

El debate no sólo es teórico, también tiene enormes implicaciones para la definición de políticas públicas contemporáneas: si algo ha exhibido la pandemia de COVID19 es que dejar los sistemas de salud en manos del mercado ha sido una decisión que ha cobrado millones de personas muertas en todo el mundo, parálisis de la economía global y, como bien sabemos, una crisis social generalizada. No, la salud, en tanto un derecho humano no puede, no debe, regularse exclusivamente a través de los mecanismos del mercado, puesto que eso significa excluir a millones de personas. El signo principal del neoliberalismo ha sido precisamente ese: priorizar la regulación social a través del mercado, para lo cual ha impulsado la privatización de derechos humanos fundamentales: desde los sistemas públicos de distribución de agua potable (no olvidemos que el acceso al agua es un derecho), la educación (otro derecho), la salud e incluso la alimentación. Concebir al agua, la salud y la educación no como derechos sino como mercancías, ha provocado mayor pobreza y desigualdad social, depredación ambiental y un largo etcétera que evidencia el fracaso, a nivel global, de esta forma de regulación social y “modelo de desarrollo”.

Por otra parte, y habida cuenta de la experiencia de los países del ex bloque soviético, que el Estado sea la principal, si no es que única, instancia de regulación social tampoco ha sido la solución a los problemas de la vida en colectivo puesto que además de inhibir, o prohibir, la iniciativa individual, la competencia y la innovación, la estatización de empresas y actividades económicas ha sido tanto una fuente de corrupción y de entronización de camarillas burocráticas profundamente autoritarias, como un escollo para el equilibrio de poderes y la democracia. Que los gobiernos sean los actores económicos fundamentales, tampoco ha sido la mejor solución e inclusive, en no pocas ocasiones, se ha demostrado lo pernicioso de su incidencia en diferentes actividades económicas. Sin embargo, de allí no se desprende en automático que las empresas estatales sean, per se, ineficientes y poco competitivas, como lo muestran innumerables casos en todo el mundo; por citar solamente uno, Hydro-Québec, la empresa estatal productora y distribuidora de energía eléctrica de aquella región autónoma canadiense.

Esta breve contextualización, a manera de introducción, viene a cuento por los debates recientes en nuestro país en torno al “desmantelamiento” del modelo neoliberal, tanto en la garantía del acceso a derechos humanos fundamentales (salud, educación, alimentación, por citar algunos) como en diversos ámbitos del aparato productivo, en particular, en la industria del petróleo y la electricidad, Petróleos Mexicanos (Pemex) y Comisión Federal de Electricidad (CFE). Durante el largo periodo neoliberal (iniciado en el sexenio de Miguel de la Madrid), ambas empresas estatales fueron esquilmadas a saciedad por sus directivos, por líderes sindicales, cuadros medios y hasta por los propios trabajadores (por supuesto que no todos) que participaron (y lo siguen haciendo) en diversos delitos en contra de la empresa (como en el caso de Pemex con el huachicoleo). No hay empresa, privada o pública, que resista años y años de políticas fiscales gravosas, desinversión constante, engrosamiento absurdo de su nómina y abierto robo de sus activos, entre otras formas de atraco. Pues bien, esa ha sido la historia de Pemex y de CFE en los últimos seis sexenios: empresas públicas que fueron atracadas y que, al cabo de varios años de sufrir todo tipo de estafas, se argumenta su ineficiencia y, por ende, su necesaria extinción. Ese atraco es el que intenta frenar y revertir la actual administración federal.

En días recientes, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) falló en contra de la iniciativa preferente del presidente AMLO enviada al Congreso para reformar la ley de la industria eléctrica, al considerar que favorece a la Comisión Federal de Electricidad en menoscabo de los productores privados de energía eléctrica; uno de los argumentos de peso de la SCJN es que la iniciativa presidencial se finca en criterios de seguridad energética, más que en argumentos de eficiencia económica, mientras que la llamada Ley Nahle busca que la CFE esté en condiciones de igualdad para competir frente a las empresas privadas. No olvidemos que el marco constitucional en materia energética que rige actualmente es el resultado de las reformas de Peña Nieto de 2013 (en el contexto del llamado Pacto por México), que bajo el argumento de la “modernización” de la industria abrió aún más las puertas a los inversionistas privados, en detrimento de las empresas públicas (Pemex y CFE).

Que las empresas privadas sean las principales proveedoras de energía eléctrica y que se regulen a través del mercado, implica grandes riesgos para el país, sobre todo por el menoscabo (o la pérdida) de la presencia estatal en este estratégico sector. Pero, por otra parte, que se elimine la competencia otorgando a la CFE condiciones privilegiadas en el mercado energético implica el riesgo del rezago en innovación al privilegiar la generación de electricidad a través de fuentes convencionales y el consumo del combustóleo producido en grandes cantidades por Pemex.

¿Qué es mejor para México, que la CFE sea la empresa estatal cuasi monopólica del sector, o bien, que los inversionistas privados participen en igualdad de condiciones en la generación y distribución de electricidad? ¿En qué consiste que en México se reconozca la rectoría del Estado en materia energética? La discusión está abierta y es necesario que participen los diferentes actores implicados: usuarios (domésticos, comerciales, industriales, etc.), empresarios del sector energético, organismos reguladores (como la Comisión Reguladora de Energía y la Federal de Competencia Económica), la propia CFE, por supuesto, partidos políticos y organizaciones de la sociedad civil, científicos y académicos, medios de comunicación, entre otros.

Sin eludir los inminentes, y quizás inevitables, rasgos ideológicos del debate, es menester que este se desarrolle con base en argumentos institucionales, económicos, ambientales, sociales, técnicos e incluso de política exterior (compromisos de México con el T-MEC, Acuerdo de París, por ejemplo). ¿Qué opina usted?

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