Incertidumbre y acción en tiempos de pandemia

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La incertidumbre es la condición de nuestros días. La pandemia y el obligado encierro (quienes podemos guardar la cuarentena) hicieron estallar por los aires las rutinas en las que nuestras certezas más o menos se anclaban: la jornada laboral con sus rígidos horarios, las horas de clases y de estudio, los tiempos y los espacios de traslado, los momentos de ocio y recreación, la presión laboral, los fines de semana, las pequeñas y grandes alegrías arrancadas a la monotonía de la vida cotidiana. Esa regularidad que nos hacía relativamente predecible el día siguiente o que todos los viernes tuvieran el sabor a fin de semana, los lunes casi siempre de caras largas, los horarios de la ducha y de la cena cumplidos con escasos márgenes de excepción, esa cotidianidad se ha ido, tal vez incluso para siempre. La cuarentena nos obliga a vivir en un tiempo-nata de horas muy largas y minutos lentos, en los que el arribo de la noche se vive con el fantasma del insomnio acechante a cada vuelco en la cama. El único consuelo es sabernos acompañados por aproximadamente 2,700 millones de personas, o quizás más. Es decir, la tercera parte de la humanidad.

La desazón es el pan nuestro de cada día y si a eso agrega usted las perversas campañas de desinformación y generación de miedo, la falta de alimentos, agua y medicinas en miles de familias, las largas horas de encierro sin la fuga hacia el trabajo, el mercado, la calle o la escuela y la estrechez de futuro inmediato que avizoran quienes se saben desempleados o quebrados, es fácil entender que los niveles de tensión y violencia en los hogares mexicanos estén al alza. Los datos así lo indican: los reportes por violencia familiar han tenido un incremento de entre el 30 y el 100 % a partir de la reclusión domiciliaria (https://www.eleconomista.com.mx/politica/Violencia-intrafamiliar-aumenta-hasta-100-por-cuarentena-20200409-0020.html). Desconozco los datos de violencia intrafamiliar de otros países, pero no sería de extrañar que fueran similares a los reportados en nuestro país; finalmente, el patriarcado no reconoce fronteras ni clases sociales.

Es imposible saber qué va a suceder cuando la cuarentena concluya, no obstante, es factible observar lo que está sucediendo en aquellos países y regiones en los que poco a poco se está regresando a las calles, al trabajo y las escuelas: están tratando de hacer lo que hacían antes de la epidemia, al menos en China y Corea es lo que se observa. Sin embargo, el poderío de aquellas economías les permitirá absorber de mejor forma y con mayores recursos el brutal impacto económico de tantas semanas de parálisis productiva, lo que no va a ocurrir en otros contextos. De acuerdo con las estimaciones de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), los 2,700 millones de personas en paralización total o parcial de sus actividades productivas representan el 81 % de la fuerza de trabajo mundial. Son datos contundentes que expresan la más grande paralización de la economía mundial desde la crisis de 1929. La propia OIT estima que la caída del empleo será de tal magnitud que, en función de las horas trabajadas, en el segundo semestre de 2020 195 millones de personas se quedarán sin empleo (https://www.ilo.org/wcmsp5/groups/public/@dgreports/@dcomm/documents/briefingnote/wcms_740981.pdf).

Muchas personas ya han perdido su trabajo, y otras desgraciadamente sufrirán las mismas consecuencias en las próximas semanas. No hay plan de respaldo económico suficiente para contrarrestar los efectos de la parálisis productiva global, menos aún si, como en el caso mexicano, el plan de apoyo económico llegó con varias semanas de rezago y es bastante chaparrito, por decirlo con delicadeza. Esperar el regreso a la “normalidad” posiblemente sea una espera cíclica y redundante, equiparable sólo a la de Estragón y Vladimir, quienes esperaron a un Godot inexistente, o que nunca llegó y lo siguen esperando.

La incertidumbre que habita nuestras pequeñas y maravillosas vidas cotidianas, acicateadas por el encierro domiciliario, nos empuja a buscar respuestas en los gobernantes (no las tienen, ninguno), en los grandes pensadores como Zizek, Han, Agamben, Butler o Berardi (tampoco las tienen, aunque apuntan buenas hipótesis), en los artistas (confío mucho en ellos, los que sobrevivan), en la fe (todas las iglesias están más que rebasadas), en la ciencia (potente e indispensable, pero limitada también), en la magia (allá usted), en el coaching (en vías de extinción), en la fuerza de “nuestra cultura” (reservorio importante, poco conocido), en fin, cada quien busca asideros donde puede. Y todas las opciones son respetables, a condición de no querer imponerse sobre otras. La humildad es imprescindible en situaciones de emergencia.

¿Qué hacer en estas circunstancias? Los acontecimientos derivados de la pandemia nos rebasan y nos dejan desguanzados, sin saber qué hacer, guardados en nuestras pequeñas o grandes cuevas que la civilización, y la competencia capitalista, nos ha permitido tener, o invadir. Para muchas personas, para los winners del discurso neoliberal (en derrota más que evidente), la imposibilidad de descifrar la realidad de acuerdo a sus formatos de referencia, a sus simplones mapas FODA de fuerzas, oportunidades, amenazas y debilidades, los hace entrar en un estado gelatinoso de peligrosa mansedumbre en el que acuna la rabia fascista de viejo y nuevo cuño. El autoritarismo no sólo está presente, inclusive es exigido por buena parte de los whitexicans, quienes languidecen por la falta de luz neón y primeras planas. Los riesgos del autoritarismo no están distantes, sobre todo porque en China la curva del crecimiento de la pandemia se aplanó a garrotazos físicos y virtuales. La pandemia ha sacado a flote al facho interior de individuos, grupos, regiones y naciones.

La incertidumbre llegó para quedarse, pero si de algo sirve, permítame ofrecer una perspectiva un tanto diferente, en lo absoluto ambiciosa ni con afanes trascendentes.  Es una perspectiva de acción colectiva que podemos enunciar muy fácilmente: lo que hacemos hoy, nuestro día con día, es lo que puede suceder en un cercano mañana; en otras palabras: el futuro será lo que estemos construyendo ahora. Antes de esperar respuestas conceptuales, horizontes de futuro o certidumbres de gobierno, actuemos en lo que podemos, en lo inmediato, en el mínimo espacio vital de nuestras pequeñas y extraordinarias vidas cotidianas. Esta mirada no resuelve la perplejidad del día a día, la angustia de la cuarentena, pero al menos contribuye a movilizar la energía social que hierve en nuestras casas, departamentos, cuartos y residencias. No es una propuesta de acción de aplicación generalizada, pero sí una provocación a pensar, y sobre todo a actuar, en lo inmediato y a partir de datos evidentes.

Es evidente que la naturaleza puede prescindir del ser humano, así lo podemos constatar en las innumerables especies animales que súbitamente han regresado a los hábitats que les arrebatamos. Aunque nos pese, el mundo seguirá siendo mundo, así nos extingamos pronto o unos cientos de años más tarde. De allí que no parezca un despropósito que nuestro hacer, nuestra acción colectiva, esté en concordancia con algunos procesos naturales, cosas muy básicas y elementales que en la pandemia han adquirido enorme relevancia: tener una huerta que nos provea al menos de tomates, chiles y cebollas, cosechar el agua que nos llueve, sembrar las yerbas del gusto culinario y fumatorio. Actividades básicas instaladas en la acción, más que en el pensar.

De igual forma, quienes tenemos un salario fijo y permanente (al menos hasta ahora), estamos llamados a la solidaridad con quienes padecen desde ya los efectos de la crisis económica: la pérdida del empleo, la falta de ingresos por la caída de las ventas, la total carencia de oportunidades laborables, aun las menos retribuidas. No se trata de “ayudar” a las y los pobres, sino de contribuir a la resistencia anticapitalista desde abajo, con respeto, en horizontal, construyendo y fortaleciendo los lazos solidarios de pueblos, barrios y comunidades.

No hay fórmulas ni recetas, no hay formatos para la acción colectiva, no existen modelos ni parámetros de intervención exitosa; a lo más, hay experiencias necesarias de escuchar para aprender de ellas. Esta es una propuesta, pero hay muchas más: reúna usted a 10 o 20 o más personas con las que tenga absoluta confianza y constituyan un nodo de una red más grande; pónganse de acuerdo en la cantidad de dinero que cada quién puede aportar durante al menos 6 meses (100, 200, 500 pesos, cada quien); hagan compras al mayoreo en comercios locales (no al Costco, por favor) de alimentos básicos: frijol, arroz, aceite, azúcar, leche en polvo, avena, alimentos frescos, etc.; hagan despensas básicas, procurando incluir en cada paquete lápices de colores, papel, un cuento infantil, una novela, un poema; identifiquen zonas de su ciudad necesitadas o comunidades altamente vulnerables y establezcan vínculos para el contacto. Sí, para el contacto, con sana distancia, desde luego. Porque no podemos aceptar que en la pospandemia se impongan las medidas de distanciamiento como norma de comportamiento social. Si en el oriente, en China en particular, la vigilancia y el control se han instaurado como el orden político y social pospandémico, no significa que en todas partes, en todos los países y regiones, aceptemos ese modelo de control social. Ante la incertidumbre y el pasmo de la segregación domiciliaria, la acción colectiva de la solidaridad para lo fundamental: la alimentación, la salud, la cultura y la democracia, es una tarea que nos exige a todas y todos. La otra cara de la moneda de la incertidumbre no puede, no debe ser, el control, sino la imaginación.

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