Estado de negación

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Washington – La pandemia del coronavirus nos ha cambiado la vida a todos; quien diga lo contrario, vive en un estado de negación.

 

A lo largo de mi cuarta semana de encierro obligado en casa, aunque no a cal y canto, he salido a correr de vez en cuando para romper la rutina y dejar sobre las banquetas el peso del hastío. Por ello, he descubierto los cambios en la cotidianidad de muchos de nosotros.

 

Los latinoamericanos que vivimos en Estados Unidos y que estábamos acostumbrados a convivir con nuestros vecinos y amigos sin utilizar una agenda ni el teléfono, asumimos y entendemos cómo es y que tan contrastante es la convivencia dentro de las comunidades de cualquier ciudad y población estadounidense. Casi nadie se conoce ni se saluda.

 

Llevo unos 19 años viviendo en un barrio ubicado en una zona conurbada de Washington, D.C., en el estado de Maryland, y nunca como ahora había visto la cara de muchos de mis vecinos, aunque la llevan cubierta con cubrebocas y guardan entre ellos la sana distancia.

 

Unos cuantos autos circulan por las calles de mi barrio, y es mucho el tráfico peatonal sobre las aceras.

 

Para no volverse locos escuchando noticias todo el día y ayudar a los niños a quemar energía antes de que destruyan el interior de las casas porque los videojuegos ya les son insuficientes, mis vecinos salen a caminar y hasta a ejercitarse, lo que antes hacían bajo techo en un gimnasio, como me confesó un hombre que dijo tener 32 años y vivir a cuatro casas de la mía cuando, a unos cinco metros de distancia, entablamos conversación mientras él paseaba a su niño de tres años y yo empezaba a hacer calistenia para luego trotar. Nunca había visto al vecino ni a su niño.

 

Entiendo la frustración y la impotencia ante lo que ocurre en el mundo por el Covid-19, y la urgencia de escapar de las malas noticias.

 

Jamás he sido una persona disciplinada al ejercicio. Ahora corro para intentar olvidar por unos 40 minutos la pandemia. Lo que veo por las calles del barrio no me ayuda. El escenario me recuerda a gritos la obligación que tengo de seguir pendiente para llevar un conteo del número de muertos y personas contagiadas por el maldito virus.

 

Me corroen las ganas de irme a reportear y tomar fotografías de lo que ocurre en lugares como Nueva York; de ir a recorrer la frontera entre México y Estados Unidos para narrar los efectos de la pandemia en materia de comercio, migración, violencia, trafico de personas y drogas ilícitas.

 

Estoy harto del encierro, de hacer llamadas por teléfono para, a larga distancia, enterarme un poco más de lo que ocurre allende mi barrio y las paredes de mi casa. Estoy cansado de ver las noticias por televisión y monitorear las páginas de internet de periódicos estadounidenses y mexicanos. Soy un viejo testarudo acostumbrado a leer los diarios en papel. Eso hago todas las mañanas con The New York Times y The Washington Post, a los que estoy suscrito.

 

No tengo alternativa, debo mitigar con la realidad las ganas de salir a reportear, pero me niego a ser informador de escritorio.

 

Las estadísticas mundiales de muertos y contagios, pero en especial las de Estados Unidos, me recuerdan que de héroes y tontos están llenos los panteones y las fosas comunes.

 

Con taza de café en mano y con la televisión -puesta por inercia en el canal de televisión CNN- de la cocina, espacio que he secuestrado como oficina alterna, ayer domingo por la mañana me quedé helado cuando saqué de la bolsa de plástico el ejemplar de The New York Times.

 

“Vida y muerte en la zona caliente”, se titula el texto principal de la sección “SundayReview” del prestigiado rotativo que atrapó mi atención de inmediato. “Si la gente viera esto, se quedaría en casa. La lucha contra el coronavirus dentro de dos hospitales del Bronx”, dice el epígrafe del gran reportaje escrito por Nicholas Kristof, un reportero valiente a quien, después de leer lo que narra con lujo de detalle, no quisiera emular. Tengo aspiración a escribir un par de libros más.

 

No es mi deseo aterrorizar a los lectores con lo que se puedan imaginar que ocurre dentro de los hospitales y que magistralmente describe Kristof, donde los médicos, enfermeras y paramédicos, a costa de su vida, intentan salvar a los enfermos o ayudan a morir de la manera más humana posible a muchas personas contagiadas por el virus.

 

Los trabajadores de la salud y los científicos serán los verdaderos héroes en todo el mundo y no los políticos o gobernantes cuando podamos sacudirnos la pandemia. Nunca podremos pagarles sus sacrificios para salvarnos.

 

“Lo odio”, le dijo a Kristof la doctora Chelsea Grifford, de 29 años, cuando la entrevistó dentro del hospital Montefiore Moses, en el Bronx.

 

Concluyo este artículo con otra parte de la entrevista: “'Si la gente viera esto, se quedaría en casa', dijo ella señalando con un movimiento de su rostro hacia la gente que, aterrada, jadeaba intentando respirar alrededor de nosotros”.

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