Historias allende el desierto

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Eneida Martínez Ocampo

Dedicado a todos y todas las niñas que siguen RompevientoTV y a los adultos que continúan siendo niños.

El anciano pasea sus arrugadas yemas sobre los lomos de los libros. Experimenta la textura, siente el color. Saca uno del librero y lo hojea, lo palpa, lo abre y lo huele. Lo huele como si aspirara el aroma de una flor exquisita. De reojo espía a su nieto, un pequeñuelo que hurga con los dedos sucios las figurillas que están sembradas  en el escritorio. El abuelo se sienta y abre un libro con pastas duras y lomo ancho. Su mirada sonríe mientras lee en voz alta. El nieto, en un inicio, no repara en las palabras habladas, en los vocablos pronunciados con intención de llegar al oído desatento. Suceden los minutos y goterones de palabras forman ríos de frases; su sonido  cae en cascada sobre los libreros, los sillones, el escritorio, la alfombra… El oído desatento se alerta con la lectura del viejo y el chico empieza a prestar atención; se acerca con reticencia, al principio, pero poco a poco toma la suficiente confianza para sentarse al lado de su abuelo.

La historia es de un niño de nombre Khalil, vivía en los confines de un desierto tan vasto, enorme océano de arena; donde la geografía cambiaba constantemente por el capricho de los vientos. Khalil, era un huérfano que estaba al cuidado de su abuela. Ambos, junto con otras personas, habían alcanzado a huir de una de las tantas guerras que devoraban las entrañas de aquellos pueblos distantes. Todos ellos, los sobrevivientes, se internaron en las riberas del desierto y plantaron allí sus tiendas. Khalil no sabía dónde habían quedado sus amigos después del éxodo; de tal suerte que estaba muy triste y solo. Pero un día, cuando caminaba cerca de unas palmeras dátiles se encontró con… El abuelo cierra el libro ante la mirada sorprendida de su nieto. Las palabras habladas, los vocablos pronunciados, la historia atrayente quedan interrumpidos. Con ojos inquietantes, la boca a medio abrir, una protesta a medio nacer, le indican al anciano que su nieto quiere seguir escuchando la historia. <<Es muy tarde, pero mañana al atardecer continuaremos con el libro>>.

A la tarde siguiente, el nieto no espera a que su abuelo saque el libro de su resguardo, ya lo tiene en sus manos, manos que se olvidaron hurgar las figurillas del escritorio. Khalil se encontró con… ¡un elefante!; el cual estaba medio viejo, medio cansado, medio aturdido, enteramente solo. Khalil se conmovió del paquidermo y de la soledad que cargaba en su lomo; se identificó con esa desorientación en la mirada, que no dudó ni un instante y lo hizo su mejor amigo. Lo llamó Abayomi, que significa “el que trae alegría”.

Las noches se suceden y el nieto es puntual para escuchar la historia. Mientras tanto, cada vez que abren el libro de pastas duras color café, los confines del estudio se van llenando de arenales; cada día que pasa se forman médanos en los libreros y en el escritorio. El viento arrastra plantas rodantes que se prenden de las lámparas; algunas gramíneas crecen alrededor de varios libros. Abuelo y nieto, apenas pueden caminar debido a tantas dunas y tienen que protegerse los ojos para que el picor de la arena no los lastime, pero eso no los molesta, porque bien vale la pena enfrenarse a las tormentas y al intenso calor en el día o al intenso frío de las noches, para conocer la vida de Khalil.

   Abayomi le mostró muchas cosas a Khalil, le confió todos los secretos del firmamento; le enseñó a leer el cielo por las noches, a entender la formación de los médanos y evitar el extravío en la inmensidad arenosa. En gratitud, por ese valioso conocimiento, el niño quiso compartirle algo a su amigo paquidermo, así que corrió hacia la tienda donde él habitaba, con mucha cautela hurgó de entre las pertenencias de su abuela. Después de sacar a escondidas lo prometido, raudo llegó frente a Abayomi y se sentaron en una ola de ese gran ponto de arenas –a veces rubias a veces rojizas–, la mirada anhelante y atenta de Abayomi.

   Khalil abrió con mucho cuidado un viejo libro y empezó a leer en voz alta. Era una historia de un viejo y su nieto, que en los confines de un estudio –en una tierra lejanísima, allende los arenales–  juegan a que viven en un desierto donde los invaden los médanos, los cardos se enredan en las lámparas y las gramíneas crecen por doquier…  

Eneida Martínez Ocampo

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