Hablar sobre censura

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Violeta Vázquez Rojas Maldonado

 

 

Cuando yo uso una palabra —insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso— quiere decir lo que yo quiero que diga..., ni más ni menos.

—La cuestión —insistió Alicia— es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.

—La cuestión —zanjó Humpty Dumpty— es saber quién es el que manda..., eso es todo.

Lewis Carroll, A través del espejo.

 

Hace unas semanas estaba encendido por estos foros públicos el tema de la censura. Después de que Twitter suspendiera la cuenta del entonces todavía presidente de Estados Unidos, y los medios de comunicación se negaran a transmitir uno de sus discursos más incendiarios, la pregunta inevitable era si este acto era legítimo o reprobable, y las respuestas, como es de esperarse, dividieron la opinión pública. Algunos decían que se trataba de un acto de censura determinado por particulares, específicamente, por corporaciones de noticias y plataformas digitales y, por lo tanto, se trataba de un acto ilegítimo, pues estas instancias no deberían tener el poder de erigirse en censores. Otros opinaban que, dado el contenido de las palabras de Trump, la censura estaba más que justificada, pues la libertad de expresión no ampara la incitación a la violencia. Es más: no se trataba, argumentaban estos últimos proponentes, de censura, sino de la supresión de un discurso dañino y falso, y por lo tanto, las empresas que lo suprimieron no hicieron sino ejercer un deber ético.

Muy pronto esa discusión se vició –como ya es común–, porque a quienes se oponían al hecho de que los medios corporativos censuraran a Donald Trump se les acusó de defender al propio enunciador, y hasta de respaldar su infame discurso. La ponderación sobre si el acto era o no legítimo derivó en una “batalla semántica” sobre si lo que ejecutaron los medios era o no censura. Detrás de este debate estaba la carga moral atribuida al término: la creencia de que la censura es inherentemente “mala” y que, por lo tanto, si lo que hicieron las corporaciones en ese caso fue algo “bueno”, no debía ser censura, debería llamarse por otro nombre.

En México la discusión tomó sus propios tintes. Para no variar, se dirigió hacia los actos de comunicación del presidente Andrés Manuel López Obrador, y especialmente hacia sus ya distintivas conferencias matutinas. Hubo quienes fincaron esperanzas en que sucediera algo similar a lo que pasó en Washington y que los medios de comunicación corporativos mexicanos también suprimieran del paisaje mediático los dichos del presidente por considerarlos “engañosos” y “polarizantes”. También se ha calificado de “censura” que el presidente mencione en sus conferencias a determinados medios y los califique con adjetivos sumamente coloridos, como “pasquín inmundo”, al tiempo que los acusa de ser aplaudidores de regímenes anteriores.

A todo esto se sumó el que Andrés Manuel López Obrador denunciara en una de sus conferencias matutinas que el administrador de Twitter en México fuera un simpatizante del expresidente Felipe Calderón y que la plataforma, unos días después, suspendiera las cuentas de al menos dos notables partidarios del actual presidente, cada una con cientos de miles de seguidores. La suspensión de estas cuentas también se calificó de “censura”, aunque quienes no congeniaban con su contenido decían que no se trataba de censura, sino que los dueños de la plataforma estaban ejerciendo su derecho a establecer sus propias reglas y suspender a quien las quebranta. Pareciera, pues, que el que un acto sea concebido como “censura” depende de si simpatizamos o no con el contenido suprimido o con la persona censurada. Una discusión así, está de más decirlo, se torna perniciosa: no es muy diferente de cómo Humpty Dumpty a capricho determina el significado de las palabras porque, a fin de cuentas, como dice en ese famoso pasaje de A través del espejo, todo se trata de quién tiene el poder en la conversación.

Ahora que el tiempo nos permite tomar distancia emocional de los hechos, quizá podemos restablecer una discusión equilibrada sobre qué sí es y qué no es censura, sobre si la censura es siempre, nunca, o a veces, legítima y justificada, y sobre quiénes pueden arrogarse el derecho de ejercerla. También es necesario hacer una distinción conceptual entre la censura como el acto de suprimir total o parcialmente un contenido comunicativo y la exclusión, que es el no dar siquiera la oportunidad de que ese contenido se manifieste. Tanto la exclusión como la censura pueden ser actos justificados o arbitrarios, pueden tener motivaciones coyunturales o estructurales, pero para reconocerlas hace falta primero acordar sus lindes. La censura es un acto de supresión ejercido por un censor, es decir, por alguien que tiene poder sobre la persona censurada. Hay muchos más actos de censura de los que reconocemos, porque las motivaciones también permiten clasificarlos: si la motivación del censor es, por ejemplo, cubrir  una disposición legal, como la obligación de no difundir datos personales, tendemos a no reconocer esa supresión como censura. En cambio, asociamos más claramente la censura con motivaciones políticas: si lo que está detrás del acto de supresión es un desacuerdo político, la acción del censor se considera arbitraria e ilegítima. Casi siempre que reprobamos un acto de censura reprobamos un acto de censura política.

Responder a una crítica o un señalamiento tiende a considerarse por algunos censura, en un uso más bien hiperbólico de la palabra. Contestar una crítica no debería equivaler a suprimirla. Antes bien, es todo lo contrario: al interlocutor se le reconoce cuando se le contesta, la censura en tanto supresión siempre tiene el efecto o la intención de que no se interactúe con el contenido suprimido, mientras que la exclusión es negarle a alguien el papel de interlocutor, es algo más extremo que censurarlo.

Es posible construir una conversación sobre la censura, la exclusión, la libertad de expresión y el derecho a la información, sobre quiénes tienen derecho –o no– a regular la comunicación pública y a reconocer detrás de esas regulaciones motivaciones legítimas y motivaciones arbitrarias. Pero primero habrá que acordar el significado de los términos. Cuando en la discusión política las partes asignan significados distintos a las palabras dependiendo de la conveniencia de la ocasión, no hay discusión alguna: todo se queda en la querella sobre quién impone su voluntad sobre los significados bajo discusión.

 

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