Fin al pacto de impunidad

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Michael W. Chamberlin

Rompeviento TV a 11 de octubre de 2022

 

Los últimos correos del Ejército filtrados por Guacamaya en el #SedenaLeaks señalan los vínculos de políticos con el crimen organizado. No es que el Ejército mexicano sea el mejor representante de la verdad como para creerle todo, pero los señalamientos tendrían cierta verosimilitud que tendría que ser investigada y en su caso sancionada.

Es un hecho conocido y notorio, particularmente para las víctimas de la violencia como las familias de las personas desaparecidas o los periodistas que han sido amenazados y desplazados de sus lugares de origen, que hay colusión entre el poder político y el poder criminal desde el nivel municipal, hacia arriba. De hecho, no se podría entender la criminalidad en el país sin la protección de autoridades de los distintos niveles del estado mexicano.

El crimen organizado se ha vuelto un actor político relevante que determina por medio de la violencia cómo se distribuye el poder político. Guillermo Trejo y Sandra Ley en su libro Votos, Drogas y Violencia señalan como desde 2012, “un tercio de la población vivía en municipios en los que los funcionarios de gobierno y los candidatos electorales habían sido víctimas de ataques criminales letales y en los que los Grupos del Crimen Organizado pugnaban por establecer regímenes subnacionales de gobernanza criminal.” (Trejo y Ley, pag 27). Por ello se entiende que los policías locales estuvieran al servicio del crimen y no de la población. La Consultora Etellekt señaló que en las elecciones de 2018 se registraron 774 agresiones contra políticos y que 150 de ellos fueron asesinados y en las elecciones de 2021 asesinaron a 102 políticos y se registraron 1,066 agresiones.

Si uno responde a la pregunta ¿quién se disputa las elecciones? La respuesta es los partidos y los grupos de delincuencia organizada. Si uno se pregunta ¿para quién se gobierna? En demasiados municipios y estados la respuesta será para el crimen organizado. Si la pregunta es ¿a quién representan los partidos políticos y los servidores públicos? Todos sabemos que a intereses particulares.

El problema es que es un sistema que se ha venido construyendo al largo de los años y que hay que desmantelar con procesos de justicia transicional. En los regímenes autoritarios como los que vivimos en México en el siglo XX, los grupos de delincuencia organizada eran tolerados y protegidos por el régimen, y este, a cambio de esa protección se veía beneficiado. Eran los aparatos represivos de Estado quienes mantenían este vínculo: el Ejército, en su momento la Dirección Federal de Seguridad, etc. Existen múltiples estudios al respecto.

Al darse la alternancia en las elecciones del año 2000 fuimos incapaces de reformar las instituciones y desactivar las estructuras de poder criminal vinculado a los aparatos represivos y sus personajes, que quedaron intactos. En suma, no tuvimos una transición democrática, sólo tuvimos una reforma electoral que permitió el juego multipartidista en México sin que las estructuras de corrupción se desactivaran.

Con el cambio de partidos por medio de las elecciones, los grupos criminales perdieron la seguridad que les brindaba el régimen y comenzaron a armarse para combatir a sus enemigos y poner condiciones al poder político. Trejo y Ley ubican las primeras confrontaciones violentas entre cárteles en la primera alternancia política con el PAN en Baja California al inicio de la década de los 90 para ganar el control de Tijuana, pero este efecto se multiplicó en el país hasta la fecha a la par de las alternancias partidistas. La “pax narca” en la que nadie quería “calentar la plaza”, se rompió. Los grupos criminales se armaron para defender sus territorios y con ello a la población extendiendo otros crímenes coma la extorsión, la trata de personas, el reclutamiento forzado, etc.

Un proceso de justicia transicional debe empujar un nuevo pacto que refunden a las instituciones de justicia y seguridad, pero a estas se suman, de manera necesaria acciones hacia la reforma del régimen democrático que devuelvan el poder al ciudadano y la rendición de cuentas a los partidos, y quizá un movimiento hacia un nuevo constituyente.

El régimen de partidos en México es un monopolio de la representación sin rendición de cuentas. Esto ha provocado que partidos y políticos sean un botín para la cooptación o amenaza de intereses particulares legales e ilegales, pero también ha incentivado una oferta política pobre, una baja calidad política en la postulación de candidatos, una representación fiel a los partidos antes que a los electores, además de alianzas ilegales o abiertamente criminales. El resultado final es que los partidos en el poder responden a intereses distintos a los de sus votantes y sus derechos.

Una democracia meramente electoral es una democracia iliberal. México, es quizá el mejor ejemplo de cómo en ese tipo de democracia se pueden crear las más grandes desigualdades y las más terribles violencias bajo un régimen de partidos que alimenta y perpetua la corrupción y la impunidad porque no rinde cuentas.

El presidente López Obrador anunció hace unas semanas una propuesta de reforma electoral para buscar “una democracia plena”. Afirmó que “se simuló durante mucho tiempo que eran los partidos los que manejaban la situación política y la política económica”, cuando en realidad “los partidos eran instrumentos de los grupos de intereses creados…”. Me temo que se quedó corto en su diagnóstico y más aún en su propuesta de reforma.

Una reforma del régimen democrático debe enfocarse en la rendición de cuentas, en quitar a los partidos políticos el monopolio de la representación y decisión política, y ampliar las formas democráticas de participación y toma de decisiones bajo el criterio de distribución del poder a modo de hacerlo lo más horizontal posible. Esto se logra con un andamiaje institucional que reduce las desigualdades, promueve la inclusión a la vez que amplía las libertades. Es por esto que la casa de los derechos humanos es la democracia. Una democracia que redistribuya el poder debe incluir, entre otros:

  • Descentralizar los servicios básicos de educación, salud, seguridad, justicia, agua, electricidad, regulación territorial y protección del medio ambiente; así como distribuir la facultad de recaudación privilegiando lo municipal y lo estatal antes que lo federal para que las comunidades tengan el poder de decidir lo que mejor les conviene y no alguien más.
  • Reconocer los regímenes autonómicos indígenas y sus territorios, y fortalecer sus normativas con criterios de democracia, inclusión y derechos humanos.
  • Introducir la obligación del referéndum, consulta e iniciativa popular de manera regulada en cada elección y en los tres niveles de gobierno, para asumirlos como un ejercicio cotidiano de nuestra democracia.
  • Elecciones primarias donde puedan incluirse candidaturas independientes con la misma oportunidad que las partidistas.
  • Garantizar a los representantes populares la prerrogativa de la reelección y no a sus partidos para alentar el vínculo de los primeros con sus electores y quitarles el uso patrimonialista del poder político a los segundos.
  • Garantizar la representación proporcional con criterios de diversidad.

La distribución del poder cancela los monopolios y -parafraseando al presidente- los “grupos de interés creados”; permite el ejercicio de derechos políticos desde lo local; reduce el riesgo de la corrupción de las autoridades y aumenta la posibilidad de la rendición de cuentas; promueve representantes fieles a sus electores y mejora la oferta política de los partidos.

Una agenda por la seguridad, la justicia y la democracia tiene que ser levantada por la sociedad civil, porque al pacto de impunidad, que se sostiene en la ausencia de un régimen de rendición de cuentas, difícilmente renunciarán los partidos políticos. La declaración del presidente López Obrador de que no se investigará el hackeo de Guacamaya es una nueva constatación de ese pacto. La falta de rendición de cuentas de los políticos en el poder ha provocado que los grupos criminales y paradójicamente las Fuerzas Armadas se hayan vuelto actores políticos que condicionan la agenda pública. Lo importante será garantizar un régimen de rendición de cuentas y de Estado de derecho como condición para acabar con la violencia.

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