El pacto patriarcal somos todos

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Si el patriarcado fuera «natural», es decir, que estuviera basado en un determinismo biológico, entonces cambiarlo supondría modificar la naturaleza. Se podría aducir que cambiar la naturaleza es precisamente lo que la civilización ha hecho, pero que hasta ahora la mayor parte de los beneficios de la dominación de la naturaleza, lo que los hombres llaman «progreso», ha ido a parar al macho de la especie.

Gerda Lerner

El pacto patriarcal somos todos. O en el pacto patriarcal estamos todos, como usted prefiera. Me refiero, obviamente, en específico a nosotros, los hombres. Y aunque también hay mujeres que participan y reproducen el pacto patriarcal, éste es una construcción social que se sostiene fundamentalmente con la complicidad silenciosa de nosotros, a veces por ignorancia, otras por conveniencia, muchas más por comodidad. De allí que la ruptura del pacto patriarcal sea una tarea esencialmente masculina, esto es, una acción de re-construcción de una(s) masculinidad(es) no hegemónica(s).

Lejos de ser un concepto “importado”, se trata de un conjunto de creencias y prácticas sociales profundamente arraigadas en nuestro país (y en el mundo, desde luego); prácticas y creencias de “sentido común” que ni siquiera somos capaces de reconocerlas, de asumirlas, y por lo mismo, somos incapaces de eliminarlas. Pese a lo que se diga, insinúe o suponga, en México el acuerdo tácito de complicidad establecido entre los hombres para cosificar e instrumentalizar a las mujeres goza de cabal salud y allí están las cifras y estadísticas para constatar esta aseveración: en su expresión más violenta, el pacto patriarcal es responsable de que cada día en nuestro país cerca de 11 mujeres sean asesinadas. Es un dato brutal, sin duda alguna, pero es necesario considerar que se erige sobre la base de miles, de millones de pequeños actos cotidianos aparentemente inofensivos, pero que, en conjunto, constituyen la estructura patriarcal que permite a hombres como usted y como yo, asesinar a mujeres. Que se entienda, por favor, no estoy diciendo que usted o yo somos, fuimos o seremos feminicidas, en lo absoluto, simplemente estoy señalando que quien asesina mujeres no es un loco ni un psicópata, sino un hombre común y corriente que se beneficia del pacto patriarcal.

Antes de que alguien, justamente indignado o no, se eche pa’lante por mi afirmación de que en el pacto patriarcal participamos todos, permítame hacer un matiz: hay niveles. Por supuesto, no es lo mismo ser golpeador de mujeres que ejercer otro tipo de violencia, simbólica o psicológica, por ejemplo, como tampoco es lo mismo ser un consumidor de sexo pagado que reír por chistes y bromas misóginas; no es igual ser un cliente de los table dance que “dar su lugar a la mujer” a través de gestos de caballerosidad con aroma a rancio; por supuesto, no es lo mismo violar que “coquetear”. No, no es lo mismo, hay grados o niveles... sin embargo, todas son acciones que forman parte de lo mismo: el pacto patriarcal que nos reconoce, nos define como hombres. Sí, desde luego hay matices y hay hombres que han iniciado un proceso de reflexión y de re-construcción de su masculinidad a partir de referentes no patriarcales; pero, así como hay algunos hombres, pocos, a decir verdad, que están tratando de romper el pacto patriarcal, lo cierto es que la mayoría ni siquiera reconoce al patriarcado y sus miles de recursos y estrategias para mantener a las mujeres en una condición de subordinación. Cuestionar el pacto patriarcal significa poner en duda nuestra propia condición masculina, nuestra identidad como hombres, y eso, por supuesto, no es nada sencillo toda vez que implica rupturas muy intensas en diversos órdenes: en la familia, en nuestros círculos de amigos, en el ámbito laboral, con nuestra pareja, en las calles, en la vida cotidiana toda.

El pacto patriarcal se observa en cada espacio de la vida social: en las desigualdades salariales y de oportunidades laborales; en el acoso hacia las mujeres en la calle, la escuela o los centros de trabajo; en la violencia doméstica; en la trata de personas, que no es exclusivamente de mujeres, pero sí principalmente; en el llamado “mansplaining” o “machoexplicación”, es decir, en la forma condescendiente y paternalista con la que los hombres “explicamos” a las mujeres cualquier cosa (desde el funcionamiento de los motores diésel, hasta las recetas y los trucos para combatir los cólicos menstruales); en el acceso diferenciado de las mujeres y los hombres a los servicios de educación, salud, alimentación, etc.; en la estigmatización del ejercicio libre de la sexualidad femenina; en la desigualdad de los sistemas de justicia, que juzgan con criterios de “igualdad” a quienes socialmente no lo son; en la criminalización del aborto. En pocas palabras, el pacto patriarcal se expresa en la normalización de comportamientos socialmente aceptados, e inclusive impensados, pero que, en los hechos, colocan a las mujeres en una situación de subordinación frente a los hombres.

El patriarcado hay que entenderlo como un sistema de dominación política, económica, social, cultural y simbólico basado en el privilegio de los hombres sobre las mujeres. En este sentido, no resulta extraño que nos sea tan difícil reconocer y, por consiguiente, romper, con un sistema en el que obtenemos beneficios por el simple hecho de haber nacido hombres, por tener privilegios que se justifican y legitiman de mil y una formas: por nuestra “naturaleza”, por “tradición”, por “costumbre”, por “cultura” o lo que sea. De allí que “respetar” a las mujeres no haya sido suficiente para erradicar las violencias en su contra, es más, inclusive puede ser que el “respeto” legitime diversas formas de violencia, asumidas acríticamente como parte de la “tradición familiar”, la “naturaleza humana”, los “designios divinos” o cualquier otra expresión que, abierta o sutilmente, justifica el pacto del patriarcado.

En esta misma columna, en otros años, he sostenido que el 8 de marzo es un día en que los hombres debemos guardar silencio y escuchar con atención a las mujeres y, en específico, a las feministas: su pensamiento, sus denuncias, sus emociones, sus consignas, sus demandas y exigencias. Si no somos capaces de escuchar, con atención y en silencio, es porque el patriarcado habla a través de nosotros. Y no habla en voz baja, en lo absoluto, grita de mil y una maneras: a través de infames e ignorantes adjetivos asestados a las feministas, o mediante los consejos sobre cómo deberían de manifestarse, o en debates (entre hombres, claro) sobre la importancia social de las mujeres, o razonando sobre el “absurdo” del lenguaje incluyente, o imponiendo los derechos políticos de un candidato a las denuncias por violación hechas por mujeres, o legitimándose (el patriarcado) mediante gabinetes paritarios que no escuchan, ni ven, ni atienden, ni resuelven las demandas feministas, o justificando las vallas que separan a las mujeres y sus protestas y protegen a los monumentos históricos... detrás de los que se apertrecha, ¿quién más?, el patriarcado, por supuesto. Cercos, vallas, muros, que representan la incapacidad de escuchar, atender y resolver las justas demandas de las mujeres. Vallas, muros y cercos que expresan la incapacidad de pensar y actuar por fuera del patriarcado.

Si no somos capaces de reconocer que el pacto patriarcal somos nosotros, somos los hombres todos, es precisamente porque el patriarcado habla a través de nuestra ignorancia, de nuestra indolencia o de nuestra inquina.

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