El celular o la servidumbre voluntaria 3.0

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Advertencia: si usted sigue estas líneas en su teléfono celular quizás debería dejar la lectura en este momento. Pero si puede más su curiosidad, le invito a continuar leyendo este breve y quizás deshilvanado texto, que intenta ir un poco más allá de los dimes y diretes cotidianos del debate generado por la muy raspada y chipotuda política nacional. Debate que, independientemente de si usted es amlover, facho, chairo, derechango o cualquier otro -o ninguno- de los adjetivos que se asestan mutuamente entre los miembros de la variopinta fauna política mexicana, se realiza en gran medida a través del teléfono celular. El acceso al ágora en tiempos pandémicos y digitales es a través del celular.

Y aquí es donde comienzan las preguntas: ¿el celular es un instrumento nuestro? o bien, ¿somos instrumentados/as por el smarthphone? O tal vez se trate de una relación en ambos sentidos. En cualquier circunstancia, la reflexión sobre este pequeño aparatito, sus alcances, sus limitaciones, sus repercusiones sociales, sus posibles impactos en la determinación misma del debate social, sus consecuencias en nuestra subjetividad, es ineludible. Y lo es por la centralidad que ocupa el celular en la vida de todas y de todos; si la televisión fue el aparato central en la vida de millones de personas durante la segunda mitad del siglo XX, el celular es el objeto más representativo de los tiempos que corren.

Aunque pueda estar cargado de virus, troyanos y otros habitantes no deseados, el celular, nuestro teléfono, se nos presenta como un objeto neutral, leal, eficiente, divertido incluso, obediente a nuestras necesidades, sumiso a nuestros deseos; es un objeto asintómatico, si se me permite la expresión. Y precisamente en su aparente neutralidad, en su imposible objetividad, en su docilidad condicionada, en su irrefutable omnipresencia y en su indiscutible eficacia como facilitador de innumerables tareas cotidianas, en esos rasgos que tanto valoramos, radica su mayor riesgo.

No hay tecnología en el vacío, toda tecnología (y el celular lo es) está inserta en relaciones de poder que son, por antonomasia, asimétricas. En esta perspectiva, bien vale preguntarnos qué posición ocupamos en las relaciones de poder anudadas dentro y en torno a “nuestro” celular. ¿Es nuestro el smarthphone? O al revés, nuestra condición de sujetos deriva de que estamos sujetos, es decir, sujetados (y sujetadas) por medio del celular. Preguntas para ocupar el tiempo, por si acaso hemos olvidado el teléfono en casa, en el coche, o en la oficina.

El celular es un objeto dotado de sentido que ha sido internalizado y se ha convertido en prótesis de nuestras atribuladas subjetividades, al punto de haber desarrollado relaciones de dependencia hacia este pequeño, y poderoso, objeto. Los miedos de la ciencia ficción a que las máquinas escapen del control humano y establezcan su imperio electrónico, resultan francamente chabacanos, aterciopelados y hasta aburridos frente a las alternativas que brinda cualquier telefonito de gama media. Las posibilidades de expansión narcisista que nos da el celular lo convierten en un imprescindible aliado que ha venido a desplazar a la analista, al chamán, a la bruja, al sacerdote. El diván es una app más y la transferencia (y su contrario) ocurre fácilmente siempre y cuando haya wifi disponible o datos suficientes. Y si hacen falta más, con una recarga de veinte pesos solucionamos el problema: psicoanálisis de bolsillo.

El celular es instrumento de autocontrol a través de aplicaciones para medir los kilómetros recorridos, las calorías perdidas, los tiempos “invertidos”, las pulsaciones por minuto, los “me gusta” cosechados. Es también oficina, lugar de ejecución de tareas y de reuniones en eso llamado el ciberespacio; y es espacio de coordinación de actividades, territorio del rendimiento y la productividad, vamos, es hasta la puerta de salida a la hora del despido vía WhatsApp. Y el celular es, al mismo tiempo, juguete para despejar la mente o para matar el tiempo (o para matar a ambos), pantalla de cine y aparato de televisión, es radio, rocola y karaoke. Puede ser útil para el guiño del ligue o puede ser puente para el acostón ocasional. Y, desde luego, también puede utilizarse para el acoso y la violencia de todo tipo.

El celular es llave que abre puertas, interruptor que activa luces, Big Brother que controla cámaras, cámara de fotos y video; es crupier, entrenador, asesor financiero, ayudante de cocina sino es que chef, consejero de todo tema y hasta confidente de secundaria.

El smarthphone es también oficina de gestoría ante diversas entidades del gobierno y látigo persecutorio en caso de deudas bancarias o de otra índole. Sirve lo mismo para iniciar una colecta de firmas por alguna noble causa, que para denunciar una de tantas violaciones a los derechos humanos o para extorsionar a las muchas personas incautas que aún no han caído en el garlito. Es instrumento útil para el debate democrático, de la misma forma que lo es para la persecución de la disidencia. Y precisamente en la posibilidad de hacer zapping entre la reunión de trabajo, el juego de solitario, el chat de los amigos de prepa, el feisbuc, el tuiter, y el seguimiento al último capítulo de la serie preferida, en esa posibilidad, insisto, estriba la capacidad seductora del celular y sus puertas abiertas a miles de opciones que extienden nuestras muy limitadas fronteras corporales.

Como dice Paula Sibilia: “… el cuerpo humano, en su anticuada configuración biológica, se estaría volviendo obsoleto. Intimidados (y seducidos) por las presiones de un medio ambiente amalgamado con el artificio, los cuerpos contemporáneos no logran esquivar las tiranías (y las delicias) del upgrade. Un nuevo imperativo es interiorizado: el deseo de lograr una total compatibilidad con el tecnocosmos digital.”

Si en tiempos analógicos la sentencia “el medio es el mensaje” fue precisa, en tiempos digitales quizás habría que pensar que no hay mensaje, que tampoco hay medio, que lo único relevante es estar siempre conectados e incluso, geolocalizados a cada instante. En tiempos digitales mira uno el celular para ver que hay decenas o cientos de mensajes, o peor, para constatar que no hay mensaje, que acaso me dejaron en visto.

De allí que da lo mismo si usted es de izquierda, de derecha, de centro, o como quiera definirse, o no. No importan sus convicciones políticas, ni sus creencias religiosas, sus aficiones deportivas, sus inclinaciones estéticas o sus preferencias sexuales. Bien si es usted Puma, Águila, Chiva, Panza Verde, Diablo Rojo o Potro de Hierro, no importa. Da lo mismo si usted es antivacunas o si ya se puso las dos de cajón, la de refuerzo y hasta una más, pa’ que amarre, no vaya a ser.

Da igual, mientras usemos el celular para luchar por nuestras causas (las que sean) o solamente para dar una opinión, estaremos abonando a las cuentas de Slim, Zuckerberg, Dorsey o cualquier otro personaje similar.

En fin, realmente no interesa nada, salvo que usted y yo estemos conectados y cuanto más tiempo, mejor. Lo importante es mirar e interactuar con el telefonito, permanecer en línea, estar disponible siempre y en cualquier lugar y cuanto antes, mejor. Parafraseando a Nietzsche, si miras al celular, el celular mira dentro de ti. Y eso, mirar para ser mirados/as, jugar para ser jugados/as, usar para ser usados/as, es en lo que reside el poder anudado en un teléfono celular. Se trata de una muy amplia libertad, pero paradójicamente, una libertad vigilada.

Étienne de La Boétie escribió el Discurso de la Servidumbre Voluntaria en el siglo XVI, desde entonces han sido cientos, quizás miles, los estudios que se han realizado sobre este muy interesante texto, cuyos primeros fragmentos aparecieron hacia 1574. Quizás para muchas personas el Discurso de la Servidumbre Voluntaria no tiene nada qué decirnos en nuestros tecnologizados y pandémicos días, no obstante, para otras personas (me incluyo), el texto aún motiva a reflexión por la tesis central que lo anima: la servidumbre del pueblo, lejos de ser impuesta a través de la fuerza, es aceptada con total aquiescencia, y hasta con mansedumbre, es decir, voluntariamente. Dice de La Boétie: “La primera razón de la servidumbre voluntaria es la costumbre; es la costumbre la que consigue hacernos tragar sin repugnancia su amargo veneno”. Y mire usted que, si a algo estamos acostumbrados, es al celular. Que no sea el tirano de los tiempos de don Étienne quien ejerza el poder no significa que estemos eximidos de entregarnos voluntariamente en servidumbre a otros poderosos intereses.

En el fondo, la voluntad de obedecer, la anuencia de servir, la condescendencia hacia el poder, pese a todo, pese a las críticas, a las revueltas y a las transformaciones, sigue incólume. El teléfono celular es la expresión de la servidumbre voluntaria, versión 3.0.

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