Día Internacional de la Lengua Materna: Dos ideas que desaprender

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En colaboración con Elena Ibáñez Bravo

 

Si hay algo que todos los humanos somos, todos por igual, es ser hablantes de una lengua materna. No hay capacidad mejor repartida entre los miembros de nuestra especie que la de adquirir, saber y hablar una lengua natural.

El 21 de febrero se conmemoró el Día Internacional de la Lengua Materna, una fecha instituida en el año 2000 por la UNESCO para promover entre los gobiernos y las sociedades el respeto y fomento al derecho de los hablantes a usar y transmitir su lengua nativa. La lengua materna es aquella que cada uno de nosotros adquirió por primera vez en su vida, por eso casi siempre nos referimos a ella en singular, incluso si más adelante se aprenden otros idiomas. Al derecho universal de hablar y transmitir la lengua materna subyace la idea de que todas las lenguas son igualmente aptas para cumplir sus funciones como herramientas de pensamiento, de creación y de comunicación.

Si este día es necesario es porque en la práctica hay lenguas –y por lo tanto, hablantes– más favorecidas mientras que otras se encuentran en franca desventaja social. Por ejemplo, los gobiernos suelen dictar políticas de uniformidad lingüística y promover en las escuelas el uso de una lengua que no es siempre la que las niñas y niños hablan en sus casas. Esta disociación entre lengua materna y lengua escolar es una causa de bajo rendimiento académico y un incentivo para dejar de hablar la lengua de casa y desplazarla en favor de la lengua de Estado. Varios activistas han escrito al respecto y no abundaremos en este punto. Nos interesa, más bien, desmontar parte de la ideología que vehicula, reproduce y justifica esta desigualdad, y que se plasma en ideas cotidianas que adoptamos sin que tengan sustento empírico. Hablaremos de sólo dos de estas ideas o mitos de desigualdad lingüística:

 

  1. “Hay lenguas más poéticas que otras”

Es común escuchar que las lenguas indígenas son “más poéticas” que las lenguas de Estado como el español o el inglés. La verdad es que todas las lenguas pueden conferir sentidos literales y figurados, y todas tienen recursos retóricos para obtener efectos estéticos o simplemente para facilitar la expresión de una idea. Uno muy socorrido es la metáfora: evocar un concepto aludiendo a otro con el que el primero guarda semejanza. Algunas metáforas están tan enraizadas en nuestra habla cotidiana que ya no las notamos, como cuando en español decimos que cada quien pelea “desde su trinchera”, sin reparar en que “trinchera” no se usa en su sentido literal, sino figurado. Las metáforas novedosas, en cambio, se consideran poéticas. Por eso tiende a percibirse así el uso de metáforas transparentes en lenguas con las que no estamos familiarizados. Por ejemplo, la palabra iwa:y ‘corazón’ en paipai, lengua yumana hablada en Baja California, se usa para describir emociones. Para decir ‘estoy preocupada’ se dice iwa:ytzpebyak ‘mi corazón está a un lado de mí (afuera de mí)’. Quien escuche esta asociación por primera vez podría considerarlo poético, pero para los hablantes de esa lengua es la manera cotidiana de decirlo. Otro ejemplo lo encontramos en las palabras para las partes del cuerpo, por ejemplo, en tsotsil: sjol yakan ‘su rodilla’ literalmente significa ‘la cabeza de su pierna’ y sbe yik’ ‘garganta’ literalmente sería ‘el camino del aire’ (Laughlin, R. “Las expresiones metafóricas de la anatomía tzotzil”). Si lo pensamos bien, en español empleamos este recurso tan a menudo que ni nos damos cuenta. Hablamos de que alguien está “echando chispas” por decir que está muy enojado, o que la noticia “nos cayó de golpe”, aunque una noticia no tenga capacidad de golpear. Tal vez alguien que entienda por primera vez el sentido de estas expresiones pensará que se trata de figuras poéticas, pero en realidad sólo son símiles que pueden o no usarse con efectos estéticos. En suma, todas las lenguas emplean estos recursos, algunas veces con intención creativa y otras veces simplemente como hábitos ya asentados en nuestra forma de hablar cotidiana.

 

  1. “Hay lenguas más complejas que otras”

Esta aseveración es controversial de inicio, porque es arbitrario a qué nos referimos con “complejidad”, y de ello depende qué indicios o criterios empleamos para medirla. Durante muchos años el consenso entre lingüistas era que todas las lenguas son igualmente complejas, y que por lo general una lengua compensa la simplicidad de una parte del sistema (por ejemplo, del sistema de sonidos) con la complejidad de otra (por ejemplo, las reglas de la sintaxis). Hay un sustento empírico para decir que todas las lenguas deben tener el mismo grado relevante de complejidad o simplicidad, y es que absolutamente todas las lenguas naturales empiezan a ser dominadas por sus aprendices desde los tres o cuatro años de edad. No hay una sola lengua que no pueda aprender una niña o niño.  Las que nos parecen “lenguas complicadas” lo son en función de la similitud o diferencia que guardan con nuestra lengua nativa, es decir, es una percepción subjetiva y cambiante. En todo caso, en lo que sí hay un consenso es en que la complejidad estructural de una lengua –lo que sea que eso signifique– no es un reflejo de la complejidad cultural de la sociedad que la habla. No hay ninguna razón empírica para suponer una relación causal entre estas dos cosas. Y dado que tampoco hay un criterio único de complejidad ni una metodología para determinarla, lo sensato es admitir que comparar lenguas con este criterio es ocioso.

En suma, lo interesante es que, a pesar de las evidentes diferencias entre lenguas, que hacen que contemos unas siete mil en el mundo, todas tienen iguales capacidades expresivas –no se ha encontrado una lengua en la que una determinada idea sea totalmente inefable–, todas pueden recurrir a figuras conceptuales para expresar sentidos figurados –ya sea con funciones poéticas o simplemente comunicativas–, y todas tienen un sistema de reglas de similar complejidad. En ninguno de estos ámbitos podemos decir que hay lenguas mejores o más aptas que otras, ni mucho menos trasladar ese prejuicio a las comunidades que las hablan.

La discriminación, y dentro de ella la discriminación lingüística, se mantiene muchas veces porque no reflexionamos sobre nuestro actuar y pensar. Es decir, no nos levantamos y tenemos como plan en nuestro día desayunar, tomar el transporte, trabajar y discriminar. No es así de consciente: discriminamos porque lo aprendimos y, por lo tanto, si queremos, lo podemos desaprender. Esperamos que este texto dé pie a pensar algunas nociones preconcebidas que tenemos sobre las lenguas y sus hablantes, y que la reflexión ayude a desmontarlas y a sustentar la idea de que, en lo que respecta a nuestra capacidad y derecho de hablar nuestra lengua materna, todos los humanos somos iguales.

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