Clarice Lispector, Elena Garro, Rosario Castellanos Narrativa poética, rompiendo paradigmas e imponiendo estilos

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Juan Alberto Cedillo

 

La hora de la estrella

 

La nordestina, los domingos “se despertaba más temprano para quedarse más tiempo sin hacer nada”.

“¿Y cuando despertaba? Cuando despertaba ya no sabía quién era”.

La nordestina, cuyo nombre es Macabéa, era en realidad una víctima más entre muchas otras víctimas “de un suelo flagelado” del gigante del sur. “Da lo mismo que exista o no exista”.

“La pobreza es fea y promiscua”.

La nordestina “no tiene cuerpo para vender, ella es virgen e inocua, no le hace falta a nadie”.

No obstante, su vida también es una vida. Una historia. Una filosofía. ¿Una vida sobre qué? Quién sabe. “Es evidente que esta historia es verdadera a pesar de ser inventada”. Como que estoy escribiendo su historia en el instante mismo que soy leído, afirma el personaje que se asume como el autor, en la novela “La hora de la estrella”.

“Es evidente que, como escritor, tengo la tentación de usar términos suculentos: conozco adjetivos esplendorosos, carnosos sustantivos y verbos tan esbeltos que atraviesan agudos el aire”.

La nordestina “era muy impresionable y creía en todo lo que existía y en lo que no existía también”. La palabra realidad no le decía nada. Para ella, la realidad era demasiada para creer que existía. A ella le hacía falta encontrarse consigo misma y sufrir un poco con ese encuentro.

“Pregunto yo: ¿alguna vez habría conocido el amor y su adiós? ¿Conocería algún día el amor y sus desmayos?”

Pues en una ocasión, la nordestina conoció en un bar a un hombre tan, tan, tan guapo que quería tenerlo en su casa.

En mayo, en medio de la abundante lluvia, un muchacho y ella se miraron entre las gruesas gotas y se reconocieron como nordestinos. “Y a la muchacha le bastó verlo para convertirlo de inmediato en su ate de guayaba con queso”.

Su novio, Olímpico, era un macho de pelea. Para Macabéa “tener futuro era un lujo”. Entonces el noviazgo se deshizo. “Él trató de decirle algo que suavizara la hora del adiós para siempre”. Ella respondió: “¡No, no, no! ¡Ah, por favor, ya quiero irme! ¡Por favor, ya dime adiós!”.

Tiempo después visitó a una pitonisa que le leyó su futuro: Madame Carlota, quien le dijo que tenía grandes noticias para ella. “¡Tu vida va a cambiar completamente!” le comentó efusivamente, y afirmó que saliendo de su casa conocería un extranjero con mucho dinero. ¡Yo nunca me equivoco!, le aseguró. “Ya vete para que encuentres tu maravilloso destino”.

Salió de la casa de la pitonisa, y al bajar la escalera y dar el paso para atravesar la calle, como un enorme transatlántico, un auto Mercedes amarillo la embistió. “Al caer todavía tuvo tiempo de ver, antes de que el carro huyera, que ya empezaban a cumplirse las predicciones de Madame Carlota, ya que el carro era de gran lujo”.

“En el fondo, ella no había pasado de ser una cajita de música medio afinada”.

“Y ahora… ahora sólo me resta encender un cigarro e irme a casa. Dios mío, sólo ahora me acordé que morimos”.

La hora de la estrella “destaca por su estilo de escritura introspectivo y experimental. Lispector juega con la narrativa convencional, desafiando las estructuras tradicionales y llevando al lector a un viaje emocional e intelectual”, señalan los estudiosos de su obra. La consideran una de sus novelas más notables, publicada por primera vez en 1977, poco antes de su muerte.

 

 

Recuerdos del Porvenir

 

“Las palabras eran peligrosas porque existían por ellas mismas y la defensa de los diccionarios evitaba catástrofes inimaginables. Las palabras deberían permanecer secretas. Si los hombres conocían su existencia, llevados por su maldad las dirían y harían saltar el mundo. Ya eran demasiadas las que conocían los ignorantes y se valían de ellas para provocar sufrimientos”.

¿El realismo mágico nació desde una piedra o con el hielo? ¿con los Moncada o en Macondo?

“En vano cruzaban los jardines nubes de mariposas amarillas: nadie agradecía su aparición repentina”.

“Estoy y estuve en muchos ojos. Yo sólo soy memoria y memoria de lo que de mí tengan”, narra la roca que ha rodado a través de diversos valles y en varios momentos de la historia. Y después la dejaron fija mucho tiempo. Ella cuenta la historia de nuestro pueblo: “Mi gente es morena de piel. Viste manta blanca y calza huaraches. Se adorna de collares de oro o se ata al cuello un pañuelito de seda rosa. Se mueve despacio, habla poco y contempla el cielo. En las tardes, al caer el sol, canta”.

Esos que hablan poco sirven en casas grandes, con muchos cuartos, patio y jardín. Casas con una gran cocina donde desayuna, come y cena la servidumbre. Con ecos de niños que juegan subiendo a los frondosos árboles, se esconden y reclaman la protección de sus nanas cuando se pelean. Con esos olores matutinos a leña, a tierra mojada después de la lluvia, y con tortillas recién hechas que invitan a comerse la primera rociada con sal.

Casas grandes que dominan en los pueblos del México prerrevolucionario. Propiedad de militares, terratenientes o hacendados. El cacique del pueblo, en este caso un militar, siempre tiene queridas de las que todos hablan. Y quizá una esposa beata.

En la casa grande de nuestra historia vive la honorable y tradicional familia mexicana: los Moncada, con tres menores, Isabel, Nicolás y Juan quienes tienen su vida enraizada en un pueblo que no conoce el teatro y por consecuencia es un pueblo “sin ilusiones”, por eso los tres “quieren irse de Ixtepec” cuando sean grandes.

En el pueblo de nuestra historia gobierna un alcalde, Juan Cariño, que tenía una trascendente tarea:

“Su misión secreta era pasearse por las calles y levantar las palabras malignas pronunciadas durante el día. Una por una las cogía con disimulo y las guardaba debajo de su sombrero de copa. Las había muy perversas; huían y lo obligaban a correr varias calles antes de dejarse atrapar... Al volver a casa se encerraba en su cuarto para reducir las palabras a letras y guardarlas otra vez en el diccionario".

El tedio y la somnolencia de las tardes se rompió con la llegada de los militares, con el arribo del general Francisco Rosas al mando de hombres “taciturnos que surtían de ahorcados a los árboles”, toda gente morena que vestía manta blanca.

Los colgados dejaron de ser gente descalza o con huaraches gracias a un decreto del dictador que gobernaba México a finales de los años veinte del siglo pasado: Plutarco Elías Calles. Los extravagantes caprichos de los caudillos iluminados normalmente cuestan vidas. Y proscribir con una ley a “Cristo Rey” le valió a la República miles de sacrificios inútiles.

“Luego el mundo se volvió opaco, perdió sus olores penetrantes, la luz se suavizó, los días se hicieron iguales y las gentes adquirieron estaturas enanas”. Los árboles también se poblaron de ahorcados y en Ixtepec todos culpaban a la bella y frágil Julia Andrade, la querida del militar.

La mujer de Rosas enloquecía al general porque tenía memoria. Y él no podía penetrar en sus recuerdos para saber si otros hombres habían besado sus labios. Cuando la besaba, él pensaba que ella pensaba en otro. Hasta que un día, la bella Julia simplemente desapareció de Ixtepec junto con un extranjero que recién había llegado, hundiendo a Rosas en el más terrible dolor y melancolía, a la vez que incrementaba su odio contra el pueblo pues creía que se reía de su desdicha.

Además, en Ixtepec comenzó la cacería nocturna a manos de soldados que vigilaban que se respetara la prohibición de bautizos, bodas religiosas, y perseguían y encarcelaban a los “representantes de Dios en la Tierra”.

Las mañanas siguientes, la tropa se daba a la tarea de levantar a sus compañeros con uniformes perforados y borrar de las paredes la consigna “Viva Cristo Rey”.

Uno de los instigadores, el sacristán, fue lapidado en una lúgubre noche. Pero su cadáver se “esfumó” en un descuido de los soldados. Le seguiría el sacerdote, pero primero deberían encontrar un escurridizo cuerpo inerte. ¿Quién tiene escondido el cadáver? se preguntaban los militares. La respuesta: “Ixtepec”, como Fuenteovejuna.

Los sacrificios inútiles provocados por el dictador le costaron la vida a Juan y Nicolás, a su hermana Isabel que se enamoró del verdugo de sus hermanos. El mismo general Francisco Rosas se consumió en el alcohol y en el dolor por matar inocentes, y por sentirse querido por su víctima mientras él sigue embrujado intentando recuperar en su memoria un amor imposible que ya no le pertenece. Así que prefirió huir y perderse en lo desconocido.

“Soy Isabel Moncada… En piedra me convertí el 5 de octubre de 1927… Causé la desdicha de mis padres y la muerte de mis hermanos Juan y Nicolás. Cuando venía a pedirle a la virgen que me curara del amor que tengo por el general Francisco Rosas, que mató a mis hermanos, me arrepentí y preferí el amor del hombre que perdió a mi familia. Aquí estaré con mi amor a solas como recuerdo del porvenir por los siglos de los siglos”.

 

 

Oficio de Tinieblas

 

Catalina la “estéril”. La joven “ilol” que hechiza. Con un vientre “cerrado como una nuez”. “Así para Catalina fue nublándose la luz y quedó confinada en un mundo sombrío, regido por voluntades arbitrarias. Y aprendió a aplacar esas voluntades cuando eran adversas, a excitarlas cuando eran propicias”.

Catalina tiene un hijo postizo: “el que nació en el eclipse” con un promisorio destino: igualar a los chamulas con los caxlanes cuando fuese crucificado.

Hijo nacido de una injusticia, de una violación a una jovencita que en Ciudad Real nadie defiende y a pocos les importa.

El esposo de Catalina, Pedro González Winikton, era un indio de estatura aventajada, músculos firmes. A pesar de su juventud, los demás acuden a él como se acude a un hermano mayor. “Por eso cuando fue forzado a aceptar la investidura de juez, y cuando juró en la cruz del atrio de San Juan, estaba contento”. No rechaza a su esposa a pesar de su estéril vientre. Pero su destino es combatir las injusticias contra el pueblo tzotzil.

“Pedro se acostó dando la espalda a su mujer. Respiraba acompasadamente como los que han entrado ya en el sueño. Catalina medía esta respiración para medir la profundidad de su angustia”.

“-Ya no piensa en nada; ya no piensa en nadie”.

“Y esa certidumbre la apaciguó”.

“Pero Winikton fingía, haciendo lo que algunos animales cuando el peligro mayor los amenaza; cerrar los ojos, paralizarse, imitar la muerte. Porque la injusticia estaba allí, agazapada en un rincón del jacal".

Ahí también dormía la niña violada.

“La miseria los subleva como una injusticia. Un hombre no tiene porqué padecerla”.

“Si los ladinos no nos reconocen nuestros derechos, tenemos que reclamarlos. Con la fuerza, si es preciso. Con la guerra”.

Los chamulas se ilusionaron con poder recuperar sus tierras alentados por las aladas promesas del presidente Lázaro Cárdenas. La llegada a Ciudad Real de Fernando Ulloa, un empleado gubernamental que venía a adjudicar los ejidos a las comunidades indígenas y quitar latifundios para establecer pequeñas propiedades, los alentó.

“Fernando era un arrebato de romanticismo”. Era hijo del zapatismo. De la viuda desamparada. Era el niño que trabajaba mientras otros jugaban. Era el solicitante de becas miserables para poder estudiar, el que terminó su carrera con tantos sacrificios. El idealista.

En cambio, su esposa, Julia Acevedo, alta, inigualablemente bella, esbelta, ágil, con una cabellera “insolentemente roja suelta al viento”, no era ni abnegada ni sufrida. “Debía ser una esposa cara”.

La Julia de Rosario tiene algunos rasgos de la Julia de Elena, la amante del general. La mezquindad de la vida de provincia hirió profundamente a Julia. No era sólo la pobreza. Así que pronto se aburrió y buscó aventuras con el hombre que sabía que soñaba con ella: el rico, el poderoso, el enemigo de los indígenas, violador de mujeres tzotziles y antítesis de su marido: Leonardo Cinfuentes, el cacique de los caxlanes quien encabezará la lucha contra el levantamiento indígena.

Los chamulas comenzaron a ser azotados cuando abandonaron las santas figuras de madera en los templos católicos para adorar a sus ídolos en las cuevas de Tzajal-hemel. Hasta esa cueva arribó el padre Manuel Mandujano, de la congregación de San Juan, para “ahuyentar a los demonios que se habían enseñoreado” de su comunidad. Cuando Mandujano intentó lanzar su fuete contra los ídolos, Catalina se interpuso y el padre intentó castigar a la “ilol”. Los tzotziles provistos de piedras, machetes y palos se abalanzaron contra él. “No quedó más que una masa asquerosa de huesos”.

Ya no había marcha atrás. Había llegado el instante para la rebelión. Fernando Ulloa decidió encabezarla con Pedro González Winikton a su lado. Preparó a los indígenas para el combate instruyéndolos con un documento al que tituló “Ordenanzas Militares”.

A la hora de matar gritarían: “¡patrón, ladino. Caxlán! Porque también los caxlanes mueren. ¿Acaso no los han visto caer, en una encrucijada, abatidos a machetazos? ¿O achicharrados por las llamas del incendio?”

“Los indios saben matar a traición. Son muchos, más que sus enemigos. ¿Por qué han de tener miedo?”

Los indios podrán ser muchos, pero los caxlanes tienen soldados y armas a su servicio.

Semanas después quedaron pueblos abandonados como si les hubiese caído una plaga. “Los diezmaron las epidemias”, porque son sucios, argumentaron los coletos ante las autoridades estatales.

Los sobrevivientes ajenos a la rebelión huyeron y se escondieron en cuevas. “Están de rodillas, con la cara oculta entre las manos, plañendo, rezando”.

En el interior de una cueva reposa “el arca”. “La han defendido de la codicia de los ladrones y más de uno sucumbió antes de permitir que se la arrebataran. La cubren de las intemperies como si fuera criatura desvalida, la protegen de la incuria, la rodean de solicitud y reverencia. Porque en el arca está depositada la palabra divina. Allí guardan el testamento de lo que fueron y la profecía de los que vendrán. Allí consta lo que dictaron las potencias oscuras a sus siervos”.

En su interior contiene un libro sagrado cuya página inicial tiene el título: “Ordenanzas Militares”.

“Oficio de Tinieblas” está basada en un hecho histórico: “el levantamiento de los indios chamulas, en San Cristóbal, en 1867. Este hecho culminó con la crucifixión de uno de estos indios al que proclamaron los amotinados como el Cristo Indígena. Por un momento y por ese hecho, los chamulas se sintieron iguales a los blancos”.

Rosario Castellanos cuenta que acerca de esta sublevación casi no existen documentos. Los testimonios que pudo recoger se resisten, como es lógico, a “partidismos más o menos ingenuos”.

“Intenté penetrar en las circunstancias, entender los móviles y captar la psicología de los personajes que intervinieron en estos acontecimientos. A medida que avanzaba, me di cuenta que la lógica histórica es absolutamente distante de la lógica literaria; abandoné poco a poco el suceso real”.

Castellanos cambia el escenario histórico y lo ubica en la época del presidente Lázaro Cárdenas. En los momentos en que “el Tata”, o “Tatik”, intenta remediar la injusticia contra los “pueblos originarios” regresando sus tierras con su “Reforma Agraria”. En Chiapas ese hecho “probablemente” produce malestar entre los caxlanes dueños de las tierras.

“El malestar termina con la sublevación indígena”. A diferencia del levantamiento zapatista del EZLN, la rebelión concluyó “con el aplastamiento brutal del motín por parte de los blancos”.

 

Las tres novelas “reseñadas” comparten una cualidad: una narración extraordinaria, de vanguardia, que rompe paradigmas e impone estilos, como el realismo mágico.  También con una magnífica y profunda descripción e interpretación psicológica de los principales personajes: Macabéa, la brasileña e Isabel y Catalina, así como las dos enigmáticas y hermosas Julias en las novelas mexicanas.

 

En el firmamento de la literatura mexicana ahora se revalora a Garro y Castellanos, víctimas del sistema patriarcal que impuso el Partido Revolucionario Institucional durante muchas décadas. Una época en la que se acostumbraba premiar a los escritores que ellos escogían para encumbrarlos, seleccionando de preferencia a los que criticaban su régimen, a los que consideraban de izquierda. Los premiaban en una fastuosa ceremonia donde los escritores, todos hombres, eran efusivamente aplaudidos cuando criticaban con “guante blanco” a los presidentes en turno.

 

Tanto Elena como Rosario también fueron víctimas de la envidia de sus propios esposos que reconocieron que algunas de sus obras opacaban a las suyas. En el caso de Octavio Paz, su recelo incluso provocó que Elena intentara quemar los Recuerdos del Porvenir. De hecho, a pesar de ser un libro premiado, ha circulado con pocas ediciones, debido a ello es un texto que no se consigue fácilmente.

 

 

¿Una envidia ante su imposibilidad, como hombres, de profundizar y construir personajes femeninos, de adentrarse en sus pensamientos y sentimientos, como magistralmente los construyen Garro, Castellanos y Lispector?, me pregunto.

 

 

 

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