Tan cerca, tan lejos

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La pandemia de COVID-19 ha agudizado una tendencia observada años antes en nuestras sociedades: la ruptura del espacio-tiempo social provocada por la digitalización, la virtualización, la globalización y el internet. El espacio-tiempo inaugurado por la modernidad y su revolución industrial dio lugar a regularidades sobre las que millones de personas construyeron, construimos, nuestras pequeñas y maravillosas vidas en biografías caracterizadas por la certeza de que cada generación era “superior” que la precedente, toda vez que tenía mejores condiciones de vida, mayores niveles de escolaridad, oportunidades de trabajo más amplias, menor precariedad, o, al menos, la ilusión de que el anhelado desarrollo llegaría algún día. Así se forjó, al menos parcialmente, la idea de progreso y las utopías asociadas al mismo. Hay que decir también que esa idea de progreso no es compartida por todas y todos y, por ende, hay otras opciones de futuro.

La transformación del espacio-tiempo de la modernidad y sus rutinas, que se experimentaba ya desde inicios del siglo XXI, la pandemia la ha escalado a niveles que hasta hace pocos meses se consideraban imposibles: la producción mundial se detuvo casi por completo, y, sin embargo, el capitalismo no se ha derrumbado, y si hacemos caso a las señales observadas, no se derrumbará ni en breve, ni en los próximos decenios. Es más, no se derrumbará nunca, si no es que la organización social desde abajo, en horizontal y con respeto a las autonomías, construye las alternativas que den posibilidad a la vida de seguir siendo vida. La verdadera pandemia es el capitalismo, por lo que inexorablemente la del COVID-19 no es ni la primera ni será la última pandemia que acabe con la vida de millones de personas. Las centenas de miles de muertos, los millones de enfermos, la pérdida de empleos y la reconfiguración laboral mediante el traslado de costos de producción a los trabajadores (por el trabajo a distancia, entre otras formas), apuntan en una misma dirección: los costos de la pandemia los están pagando, fundamentalmente, los más pobres.

En la “nueva normalidad”, millones de personas desempleadas o con trabajo precario son quienes están en la necesidad de salir a buscar su sustento y el de sus familias, y, por consiguiente, son quienes están más expuestas al contagio. Y mientras miles, millones de personas salen a las calles a buscar el pan diario, quienes podemos permanecer en confinamiento nos limitamos a observar y, en no pocas ocasiones, a juzgar desde la mayor o menor comodidad de nuestras casas y departamentos. No es que no lo supiéramos de mucho antes, la pandemia simplemente ha exacerbado uno de los rasgos estructurales del capitalismo: el individualismo. La evidencia está allí: cada quien lucha por sobrevivir como puede, con muy escasas muestras de solidaridad de algunas, pocas, iniciativas individuales. Estamos tan cerca y a la vez tan lejos.

Muchas otras personas, cientos de miles o tal vez más, han abandonado el confinamiento sin tener el apremio económico de quien vive al día; lo han hecho posiblemente por el agotamiento emocional que significa estar encerradas solas o en familia: tan cerca, pero a la vez tan lejos. Las repercusiones emocionales de la pandemia seguramente son ominosas, sin embargo, no solamente no sabemos qué tan profunda es la huella que están dejando en las subjetividades, ni siquiera se considera que sea un problema que merezca atención, es decir, programas, estrategias, acciones, recursos. Que cada quien resuelva como pueda sus angustias emocionales, o que no las resuelva, pero que al menos tenga el decoro de no hacerlas evidentes.

Si algo ha caracterizado a la pandemia es que la cooperación internacional ha sido prácticamente nula, por lo que cada país ha debido hacer frente a la enfermedad como ha podido, con sus recursos, sus instituciones, sus capacidades y sus limitaciones. Y así como la cooperación entre países ha estado ausente, a nivel local, al menos en México, cada quien ha hecho frente a la adversidad pandémica como ha podido, con sus recursos, sus posibilidades, sus condiciones particulares de vida y de trabajo como aliados, o como pesada loza que habrá que cargar durante mucho tiempo, años incluso. Los apoyos gubernamentales, valiosos sin duda, son entregados individualmente, tanto las becas para estudiantes como la pensión para los adultos mayores o los créditos de 25 mil pesos para los empresarios, en un esquema que promueve subjetividades agradecidas que, acaso, pueden convertirse tersamente en potenciales electores. La consigna implícita, y a veces ni tanto, ha sido que cada quien se rasque con sus propias uñas.

La ausencia de acciones colectivas ha sido la constante para enfrentar la pandemia y sus consecuencias derivadas del confinamiento; no obstante, los innegables y muy significativos brotes de solidaridad, de apoyo mutuo, de construcción de tejido social desde abajo, nos recuerdan que estando tan cerca, podemos estar muy lejos y al revés, que estando tan lejos, podemos estar muy cerca. Las redes de apoyo de/entre mujeres, los comedores comunitarios, las organizaciones de los barrios y los pueblos, el consumo local, las cooperativas de consumo, en fin, las mil y una expresiones de la economía solidaria y de la resiliencia social nos permiten albergar la esperanza de que otros mundos son posibles. Sin embargo, hay que decirlo, la solidaridad (que solo puede darse entre iguales y en horizontal) es la excepción: la norma es el individualismo.

Remitidos a nosotros mismos, reenviadas a nosotras mismas, nos encontramos con la terrible paradoja de que cuanto más cerca de nosotros/as estamos, más lejanos/as nos sentimos. Yo le pregunto: ¿qué tan lejos está de usted?

Sostengo que a la emergencia sanitaria y a la crisis económica hay que sumar la desafección social. Estando tan cerca, estamos tan lejos.

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