Programas sociales y transferencias bancarias

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Federico Anaya Gallardo

Te preguntarás, lectora, por qué inserto una imagen del billete de diez mil pesos que supuestamente circuló en nuestro país entre 1943 y 1978 –si mi tema son los programas sociales y las transferencias bancarias. En este comentario y en los siguientes quiero analizar una de las innovaciones que el obradorismo trajo a la política social mexicana (la transferencia directa y universal de dinero a la persona beneficiaria) y los retos que ha enfrentado desde 2000 en que esto se propuso en el Distrito Federal (hoy Cdmx, mañana Anáhuac). El billete con don Matías Romero (señor hoy desconocido pero con nombre de calle) parece no tener que ver, pero …

… resulta que esa pieza de papel-moneda es el actor principal en una película de 1963 titulada El hombre de papel, dirigida por Ismael Rodríguez (sí: el de Nosotros los pobres y Ustedes los Ricos, 1947-48). El filme siguió el texto de El billete de Luis Spota. (Liga 1.) Adán (interpretado por Ignacio López Tarso) es un pobre entre los pobres, pepenador de cartón en los basureros que rodean la capital federal. Un mudo. Quiere la diosa Fortuna que ese miserable se encuentre por azar un billete de diez mil pesos. Pero el pobre no puede usarlo. Al tratar de comprar algo el vendedor de inmediato desconfía: ¡¿Cómo es posible que un pepenador tenga un billete así?! El papel no sólo causa sospechas. Genera envidias. Provoca persecución.

La película es una pesadilla… Yo la ví alrededor de 1970, niño sentado frente a la tele junto a mi Nana Mary –quien terminando me comentó algo así como “tener dinero en el mundo, dinero maldito que nada vale” –que ahora sé era una cita en automático de La que se fue de José Alfredo Jiménez.

El hombre de papel retrata eso que los marxistas llaman alienación. La sociedad opulenta excluye, vuelve “extraños” (aliens) a los pobres. Recordemos que privilegio significa privi-legis, ley privada. Como la “ley del dinero” sólo funciona para la “buena sociedad”, tener en posesión un billete de diez mil pesos no significa nada. No importa que el papel moneda contuviese, en aquél tiempo la leyenda El Banco de México S.A. pagará diez mil pesos a la vista al portador –es decir, que quien tuviese el papel podía cambiarlo por metálico.

Como Adán es pobre y viste como pobre, la posesión no significa capacidad de pago ni liquidez. Peor si la posesión es de buena fé, como nos muestra Ismael Rodríguez. Porque ocurre que, en la sociedad en que impera el maldito dinero, el ladrón violento se impone sobre los ricos ¡quienes incluso lo adulan! (Pregúntenle si no a los ricos laguneros que departían gozosos en fiestas de narcos…) Así que el maldito dinero tiene una hermana gemela: la maldita violencia. Juntos oprimen a las y los pobres.

La historia de Adán en la película de Rodríguez es el retrato de la exclusión financiera total. Adán (el humano original, desnudo) no es portador socialmente acreditado para que el Banco de México le entregue diez mil pesos de “oro nacional” (una expresión del cínico y corrupto general Gonzalo N. Santos). Si a ese desastre de 1963 agregamos la exclusión política de las nuevas clases sociales (1965-1968), la guerra sucia del gobierno priísta en contra de quienes se le oponían (1965-1980) y las crisis financieras (1981-1995) no extrañará que hacia 2000, menos de un tercio de las y los mexicanos tuviese acceso a servicios bancarios. Lo último, de acuerdo con varias mediciones (entre ellas la que hace el Banco Mundial).

Es decir, siete de cada diez mexicanos no usaban ningún servicio bancario. Esta realidad era parte del escenario cuando Andrés Manuel López Obrador propuso su programa de apoyo a personas adultas mayores durante la campaña para Jefe de Gobierno del DF. La propuesta era sencilla: transferir mensualmente el equivalente de ½ salario mínimo a todas las personas mayores de 70 años que residiesen en la entidad federativa. Al empezar aquél primer sexenio obradorista (el chilango) la idea de una transferencia monetaria no fue bien recibida en ninguna parte del espectro político. A la Izquierda más ortodoxa, le parecía un placebo que ni generaba organización popular ni ayudaba a recuperar las capacidades de atención social del Estado. A la socialdemocracia le parecía un ejemplo perverso de darle un pez al hambriento en lugar de enseñarle a pescar. A las Derechas les escandalizaba la idea de “regalar dinero” a “cualquiera” –desde una supuesta ética del mérito personal.

Repaso a vuelo de pájaro esos argumentos, empezando por Derechas. López Obrador recordó desde sus Mañaneras en el Viejo Palacio del Ayuntamiento que la inmensa mayoría de nuestros “viejitos y viejitas” ya habían trabajado, ¡y mucho!, sin que la sociedad les hubiese asegurado ningún ingreso ni seguridad social. Si íbamos a hablar de mérito personal, lo único claro era la mezquindad de nuestro sistema social. A la izquierda buenaondita que hablaba de enseñar a pescar sólo había que recordarle la urgencia de comer que tiene el hambriento. Una cosa no quitaba la otra: y para eso se fundaron preparatorias y una nueva universidad –públicas y gratuitas. Lo que no quedaba claro es cómo podría un programa así ayudar a la organización popular y –más grave– si el programa no permitiría al Estado seguir siendo omiso en sus obligaciones de desarrollo social. Y frente a estos cuestionamientos sólo la praxis concreta dio respuesta.

El problema más complejo era operativo. ¿Cómo entregar el apoyo? La idea de austeridad republicana ya estaba allí. El GDF no construiría una burocracia para entregar las ayudas económicas. De hecho, la idea de universalidad provenía no sólo de una convicción humanista (todas y todos tenemos los mismos derechos) sino de un muy fino pragmatismo administrativo. El único requisito por verificar era la edad y para ello bastaba el acta de nacimiento. No importaba si la persona tenía ó no tenía una pensión (IMSS, ISSSTE, ó cualquiera otra). No importaba si la persona tenía ó no necesidad económica. Si se hubiesen impuesto esos requisitos habríamos necesitado un funcionario verificador y un trámite de verificación. Y el funcionariado cuesta. Andrés Manuel nos lo decía a cada rato: ni un centavo de los programas para burocracia.

Detrás de lo anterior había también una radical astucia democrática. El funcionariado verificador de requisitos tarde o temprano se vuelve gestor de favores/cobrador de lealtades políticas. No íbamos a resembrar la semilla del viejo corporativismo. Dicho todo lo anterior… ¿cómo se entregarían los (más ó menos) $600 pesos mensuales a las y los beneficiarios?

Aquí aparece de nuevo el problema de la bancarización y la cuestión de la inclusión financiera. Que el programa naciera en la metrópoli federal tenía sus ventajas. Aunque buena parte de la población no tuviese una cuenta bancaria, no sería difícil entregarle a cada beneficiario una tarjeta de débito especialmente diseñada para el programa. El problema era: ¿a dónde se podría usar ese plástico? Porque, querida lectora, la baja bancarización tiene otro lado: los proveedores de bienes y servicios tampoco están conectados al sistema financiero. La inmensa mayoría de las tienditas chilangas (las misceláneas de la esquina) no tenían en esos años terminales para recibir el pago.

Pero las grandes tiendas de autoservicio sí podían recibir de inmediato las tarjetas de adulto mayor. De hecho, este detalle nos muestra aún otra faceta de la complicada realidad política que estaba creando el obradorismo con este programa. Mientras las Derechas partidistas en la Asamblea Legislativa tronaban contra el programa, la Derecha empresarial callaba. Supongo que la ANTAD (Asociación Nacional de Tiendas de Autoservicio y Departamentales, A.C.) hizo rápidamente la cuenta y encontró que prácticamente todo el presupuesto del nuevo programa terminaría en los bolsillos de sus asociados. (Atención: PRI y PAN dominaban dos tercios de la cámara estadual, así que si la Derecha comercial hubiese estado en contra del programa podría haberlo boicoteado.)

Que las tarjetas sólo se recibiesen en las grandes tiendas de autoservicio sirvió para evaluar mejor el programa. Por ejemplo, en las primeras cartas-compromiso que cada persona beneficiaria firmaba, se estipulaba que no usarían la tarjeta para comprar bebidas alcohólicas. La ventaja del pago electrónico era que se podía saber en qué se gastaba el apoyo. Básicamente en alimentos y medicinas. Por temporadas, en pequeños juguetes. Y sí, en fin de año –en alguna botella de sidra. La prohibición de alcohol demostró ser superflua. El sentido común imperaba en la mayoría de las personas beneficiarias.

Información como la anterior respondía –desde la praxis– a las preocupaciones de la Izquierda radical. El pequeño subsidio servía para reinsertar a las y los ancianos en su comunidad (regresar con cierta autonomía a las relaciones de intercambio). Un pequeño empujón hacia la dignificación de los que no eran nadie.

No serían los diez mil pesos que se encontró el Adán de la película en 1963, pero la intuición original de Andrés Manuel al proponer el programa era correcta. El siguiente reto era: ¿cómo hacer lo mismo a nivel nacional?

Liga usada en este texto:

Liga 1:

El paquete de reformas aprobado en el senado / El paro de la UAM-I / Bloqueos en Matamoros y Reynosa
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