Locura política

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Alejandro Saldaña Rosas

 

La imagen es recurrente en los medios y las redes sociales, en artículos de opinión, en caricaturas, en mesas de debate, en editoriales inclusive: la caracterización de X personaje del ámbito político como una persona afectada de sus facultades mentales, un loco, una loca, alguien de quien se sospecha carece de las mínimas condiciones intelectuales o emocionales para ejercer el cargo que ocupa. Por supuesto, este tipo de (des)calificativos no son exclusivos del ámbito político, suceden en prácticamente todas las actividades sociales, sin olvidar, desde luego, a las familias, en donde el fantasma de la locura suele atravesar a varias generaciones. Y si en su familia no hay historias de locura que circulen de abuelos a hijos, de hijos a nietos, de nietos a perros, no se extrañe que el fantasma sea usted mismo.

En mi interés no está abogar por la salud mental de nadie (no soy experto), ni tampoco apoyar su pronto internamiento (aunque ganas no faltan), que cada quien se salve, o no, como pueda; yo solamente quiero exponer un par de ideas que, es muy probable, me coloquen en la casilla del loco en la lotería de varias personas. Es un riesgo, menor hasta eso, por opinar en público lo que quizás debería mantenerse en lo privado, o acaso exponerse, pero en el diván o la cantina.

Piense usted en la persona política de su preferencia que, en su opinión, está medio o totalmente pirada. No lo discuto, quizás sí esté medio chalada, o quizás no, o nomás poquito, vaya usted a saber. Es altamente probable que si para usted esa personalidad política (diputado, diputada, gobernadora, alcalde, presidente, senador, candidata… da lo mismo) no está capacitada para ejercer un cargo de alta responsabilidad, para alguien más es exactamente lo contrario, es decir, es una persona capaz, valiente, audaz, echada pa’lante y sin pelos en la lengua como coloquialmente decimos. Lo que a ojos de unos es locura y mendacidad, a ojos de otros es lucidez y sinceridad.

En política las pasiones son intensas, por lo que las más variopintas locuras son inevitables y, por ende, los llamados a la cordura igualmente son indefectibles. Las convocatorias a la cordura se replican a mansalva, sin que las personas aludidas centren su juicio o al menos le bajen un poco a su estrambótico comportamiento. Insisto en el punto: el loco, la loca, siempre y por definición, es el otro, es la otra.

Lo que me parece no haber escuchado nunca son llamados a la locura. Emplazamientos a la cordura cualquiera los hace, pero pareciera que en política hay que estar loco para invitar a la locura. Si usted tiene información o recuerdos de algún llamamiento explícito a la locura, por favor avise y comparta; sin embargo, me siento en la obligación de advertirle que muchos estrafalarios pasajes de la vida política nacional, aunque lo parezcan, no fueron llamados a la locura porque se hicieron con total sensatez. Lo hicieron en serio, si bien pareciera lo contrario.

Episodios hay muchos y se necesitaría una enciclopedia para registrarlos todos, pero es una tarea absurda, e interminable, que, como dijera el clásico, ni nos beneficia, ni nos perjudica, sino todo lo contrario. En todo caso, lo que podemos hacer es tratar de identificar las posibles causas de la “locura política” (comillas que indican que cada quien interprete esto como quiera); al respecto, ubico dos grandes fuentes indirectas de la locura política y una directa. Veamos primero las indirectas: el dinero y el reflector.

Por cuanto al dinero, es pertinente recordar la puntual frase de Adolfo López Mateos: “La Revolución Mexicana fue la Revolución perfecta, pues al rico lo hizo pobre, al pobre lo hizo pendejo, al pendejo lo hizo político, y al político lo hizo rico”. Habría que añadir un momento más de esa interesante transmutación para tener el ciclo completo: y al rico lo hizo loco. Y sí porque las locuras políticas las más de las veces provienen de personas que siguen a pie juntillas el apotegma de otro insigne priista, Carlos Hank González quien pasó a la historia, y a la histeria, por su muy conocida frase: “un político pobre, es un pobre político”. Es decir, en política las locuras necesitan dinero, por lo que el pobre político se ve en la penosa obligación de hacer lo que Hilario Ramírez Villanueva, quien fuera alcalde en San Blas: robar, “pero poquito”.

La otra fuente de la locura política es el reflector, o, mejor dicho, la necesidad de reflector, la urgencia por ganar popularidad. Mientras el político que roba, así sea poquito, desea pasar inadvertido, el político, o la política, con aspiraciones (de robar, inclusive) anhela que la opinión pública y, sobre todo el electorado, le ponga atención, le vea, le escuche, y fundamentalmente, le dé su voto. Así, en aras de ganar la atención, las personas políticas son capaces de cualquier locura, o estrategia de campaña, como usted prefiera, siempre y cuando haya alguna cámara o micrófono de por medio: besar bebés, abrazar viejitas, comer tacos placeros, palear tierra, rescatar damnificados, cantar guitarra en mano, bailar cumbias, correr maratones, echarse un escorpión al hombro, leer cuentos en el kínder, dar conferencias sobre el tema que sea, y lo de hoy, lo que está de moda: hacer videos en TikTok.

Sin la menor consideración para el respetable y con nulo sentido del ridículo, candidatas y candidatos, acicateados por sus entusiastas equipos de campaña, se prodigan en desfiguros a cuál más de insufribles, vacuos y muchas veces involuntariamente cómicos (o eso quiero creer), todo para ganar la próxima elección, posicionar la agenda, consolidar el liderazgo, desplazar al adversario, opacar las críticas, eludir las responsabilidades o cualquier otro objetivo, o todos juntos. El hecho es que no hay día que no esté salpimentado por las locuras y ocurrencias de algún político en ciernes, en apogeo o en su ocaso.

Si el dinero y la popularidad son las fuentes indirectas o secundarias de la locura política, es porque el origen es, sin duda, el poder. La locura política es impensable, es imposible, sin poder. A lo largo de la historia hay innumerables casos de personas que ciertamente podrían haber padecido alguna enfermedad mental, como Calígula, Iván El Terrible o Mussolini, pero la inmensa mayoría de hombres y mujeres de poder lo han sido en pleno uso -y abuso- de sus facultades mentales. Han sido los cuerdos quienes más locuras han hecho, y los que mayor daño han causado.

La persona política por antonomasia es poderosa, así sea en grados o niveles mínimos y justamente por acrecentar ese minúsculo poder se incurre en extravagancias, ridiculeces y esperpentos. La naturaleza del poder es esa: enloquece. Cuánta razón tiene el presidente Andrés Manuel López Obrador al afirmar que “el poder atonta a los inteligentes y a los tontos los vuelve locos”. Acertada aseveración, si bien es preciso señalar que cada uno interpreta la inteligencia y la locura según sus propios criterios y, sobre todo, según sus afinidades y querencias políticas.

Sin negar la posibilidad de que la locura haya tomado por asalto, o por las buenas, las instituciones de nuestra maltrecha democracia, podemos concluir que de músico, poeta y político, todos, y todas, tenemos un poquito.

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