La subversión de los abrazos

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Este miedo no me pertenece, no es mío, no lo reconozco como propio. Tengo otros miedos, quizás peores, o no, o tal vez más escandalosos, o menos turbios, no lo sé. Pero este miedo no es mío, no lo cargo desde antes, como los miedos que sí reconozco como propios, algunos por derecho de antigüedad. Nunca he tenido miedo de abrazar a mis amigas y a mis amigos, pero ahora dudo de estrechar sus brazos, de ser estrechado entre sus manos y su cariño. ¿Temo por mí? ¿Temo por ellos/as? Por supuesto que sí, lo que no logro entender es cómo se nos ha incrustado el puto virus de la desconfianza, el virus del miedo a los abrazos. No lo sé, pero no lo acepto, y aunque reconozco la necesidad sanitaria de la “sana distancia”, rechazo el mandato administrativo de no dar ni recibir abrazos, para no saturar clínicas y hospitales. Puedo cubrir mi boca para evitar contagios, para mitigar toses y evitar besos, pero mal haría en cubrir mi boca para guardar silencio. Este miedo, que no me pertenece, debe ser mucho peor y más dañino si se mantiene en silencio, oculto detrás del cubrebocas o agazapado debajo de otras capas de miedos que sí son míos. El miedo de abrazar a mis amigos no me pertenece, pero admito que sí me habita, por eso debo decirlo en voz alta, gritarlo a voz en cuello, a ver si logro conjurarlo y que me abandone ya, aunque sea por un momento.

El miedo a los abrazos, ese miedo que no me pertenece, que a nadie pertenece pero que quizás ya está dentro de todas y de todos, es piedra angular en la llamada “nueva normalidad”. Sin ese nuevo miedo no puede haber “nueva normalidad”: se alimentan mutuamente. La “nueva normalidad” no oculta su pretensión de regresar a los tiempos prepandémicos (en febrero, apenas) pero remozada, recargada y con afanes de imponer su racionalidad de gestión sanitaria a toda costa; para ello necesita del miedo a los abrazos, del miedo a los besos, del miedo al otro no por lo que pueda hacerme por voluntad propia, sino por la inevitabilidad de estornudar en ¿mi espacio vital? El de la “nueva normalidad” es un miedo a los demás no por ser malas o buenas personas, sino por ser humanos. Es un miedo que excluye ética, moralidad, religión, dinero, preferencia sexual, ideología, en fin, la condición social de las personas. Este miedo, que yo denomino a los abrazos por la proximidad física implicada, es mucho más básico y elemental, es un miedo biológico a la saliva, los mocos, las babas, los fluidos, a nuestra naturaleza humana, con inmensas consecuencias, muchas aún desconocidas, para nuestras vidas y nuestras sociedades.

La gestión sanitaria de la pandemia es también una forma de biopoder ejercido sobre nuestros cuerpos: el mandato de guardar “sana distancia” y la instrucción “quédate en casa” no sólo son fórmulas para administrar la epidemia, también son expresiones del poder ejercido sobre nuestros cuerpos, expresiones biopolíticas. Es el poder de Estado que (re)construye nuestros cuerpos con arreglo a criterios que buscan evitar mayores contagios, desde luego, pero también que intentan que el número y la gravedad de los enfermos no rebase la capacidad del gobierno para darles atención. Comprender y atender los procesos y mecanismos de la gestión sanitaria de la pandemia, no significa cerrar los ojos a las muchas y graves consecuencias políticas de que nuestros cuerpos sean controlados y “normalizados” en aras de contener la velocidad de contagio. Sí, se trata de medidas sanitarias para obstaculizar la expansión del virus, pero también son acciones de control biopolítico sobre nuestros cuerpos. La gestión de la pandemia no concluye con el fin del periodo de confinamiento, en lo absoluto, es posible que se prolongue durante mucho tiempo, quizás hasta que haya una vacuna contra el virus, y eso quién sabe.

Por lo pronto, ya se comienzan a perfilar los protocolos de la “nueva normalidad” para restaurantes, cines, transporte público, oficinas, escuelas, gimnasios, centros comerciales, en fin, para el regreso a nuestras actividades cotidianas. En nuestro país, el regreso escalonado a la “nueva normalidad” se avizora acompañado de loas al espíritu nacional que nos ha permitido “domar a la pandemia”. Ya se sabe, los mexicanos somos un pueblo ancestral, noble y sabio (y bien chingones), que nos hemos levantado de terremotos, guerras, invasiones, inundaciones, devaluaciones, gobiernos corruptos, narcos, hambrunas, neoliberalismo y lo que se nos ponga enfrente. ¿Qué nos dura una pandemia? El triunfalismo oficial será acompañado, es altamente probable, por campañas publicitarias para salir a comprar toda clase de productos y servicios cuyas ventas han caído por el confinamiento: viajes, autos, ropa, restaurantes, bares, seguros, joyas, perfumes, en fin, todo lo que usted “necesite” o crea necesitar. No es casual que en ciudades de Francia y España las tiendas de ropa y los salones de belleza se hayan abarrotado cuando se relajaron las restricciones a la movilidad.

El miedo a los abrazos se impone ostensiblemente al hacer del cubrebocas y la careta objetos imprescindibles en la vestimenta (y hasta artículos de moda), de la “sana distancia” la norma(lidad) cotidiana, de la desafección hacia los otros un signo encomiable de prudencia. El llamado a la “nueva normalidad” es la convocatoria a normalizar el miedo a los demás. Y si ese miedo es lo “normal”, entonces cualquier otra emoción estará por fuera de la normalidad y debe ser señalada, excluida, estigmatizada. En este sentido, resistir al regreso a la “nueva normalidad” tendría que ser una declaración política, una manifestación de la necesidad de construir anormalidades en las que todas y todos tengamos cabida. El retorno a la vieja-nueva normalidad no puede, no debe, significar una alineación (y alienación) a las consignas y mandatos que buscan, por todos los medios posibles, retomar el ritmo de la vida prepandémica: los procesos económicos y su competencia a rajatabla, la dinámica política con todas sus miserias, los proyectos de gobierno con todas sus posibilidades y sus muy evidentes limitaciones.

Es necesario poner el miedo, que no nos pertenece, en su justa dimensión y no hacerlo aliado nuestro, por más que la “nueva normalidad” intente imponerse en nuestras vidas. Ese miedo no es nuestro. Ese miedo no puede impedir la lucha en defensa de los territorios amenazados por la minería o por los proyectos desarrollistas (Tren Maya). Ese miedo, que no es nuestro, no puede arriar las banderas feministas, mucho menos luego de la exacerbación de la violencia doméstica por el periodo de confinamiento. Ese miedo, que no es normal, tampoco puede impedir ni inhibir la lucha de millones de trabajadores que han sido despedidos, o que están por perder su empleo en los oscuros meses por venir. Ese miedo, ajeno a nosotras y a nosotros, no puede ser el pretexto para que millones de estudiantes y personal académico resistan las pretensiones de hacer normal la educación en línea, sin el reconocimiento de las carencias estructurales para “dar clases” por internet. Y, sobre todo, ese miedo no puede ser usado como argumento para imponer sistemas de vigilancia que, bajo el argumento de la seguridad sanitaria, reduzcan libertades individuales y colectivas.

Que el cubrebocas no calle nuestras voces, que la “sana distancia” no nos aísle de las y los otros, que quedarnos en casa no signifique renunciar al espacio público ni a lo común que nos da sentido precisamente como comunidad. Que encontremos la forma de abrazarnos en la construcción de anormalidades mejor a las viejas y nuevas normalidades. Que el cubrebocas y las mascarillas no sean la frontera que nos separa y nos confina en nosotros mismos. Que nuestros abrazos sean el mejor antídoto contra el miedo: que sean intensa y profundamente subversivos.

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