La soledad que no queremos ver

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Para Vero, por sus 12 años

 

 

Una de las consecuencias más terribles que la pandemia ha provocado es la soledad. Miles, millones de personas en todo el mundo hemos estado, total o parcialmente, confinadas durante varios meses de este aciago año, lo que ha dejado huellas de diferente calado en cada uno de nosotros, en cada una de nosotras. La atención ha estado puesta fundamentalmente en los estragos que la Covid-19 ha ocasionado en la salud y en la economía, mientras que las repercusiones en la salud mental, en las emociones, en las subjetividades, han sido subestimadas. Como si la soledad generada por el retraimiento social fuera un asunto de desadaptación individual y no un problema de salud pública.

La soledad provocada por el confinamiento ha sido difícil de sortear para los adultos (de allí la proliferación de fiestas y reuniones en las últimas semanas, o las protestas en diversas partes del mundo contra el cierre de bares y restaurantes), pero para niñas, niños, adolescentes y jóvenes ha sido mucho más complicada de soportar. En un mundo dominado por las exigencias y las expectativas de los adultos (sobre todo de los varones, además), las voces y las necesidades de niñas, niños, adolescentes y jóvenes, son invalidadas, eludidas o abiertamente rechazadas. El adultocentrismo se ha agudizado con la pandemia y, con ello, la soledad de niñas, niños, adolescentes y jóvenes ha sido desplazada tanto de la agenda social como de la atención mediática y de las políticas públicas. Es una soledad que no queremos ver.

En México la escena se ha vuelto cotidiana: niñas y niños, adolescentes y jóvenes conectados a pantallas de televisión, celular, tablet o computadora, cubriendo la formalidad de las clases y la escuela, para tranquilidad de sus familias y el beneplácito de las autoridades educativas. Niñas, niños, adolescentes y jóvenes en un aislamiento disimulado por el cumplimiento de los deberes y tareas académicas (en el mejor de los casos, porque el abandono escolar es constante) que al cabo de ocho meses se ha vuelto una suerte de espiral descendente que se agudiza con cada día que pasa. Es terrible la soledad en que viven millones de niñas, niños, adolescentes y jóvenes. Es una soledad que no queremos ver porque no sabemos qué hacer con ella, así que mejor la ignoramos, la menospreciamos, la justificamos, lo que sea, menos hacerle frente. Pero no por ignorarla, la soledad que no queremos ver lacera menos.

En su comparecencia ante el Senado, el pasado 14 de octubre, el secretario de Educación, Esteban Moctezuma Barragán, trazó un escenario de la educación en el país que, si nos atenemos a los números expuestos, pareciera que la pandemia no ha hecho la menor mella en la educación de unos 30 millones de estudiantes. Mire usted si no: 8.5 millones de personas siguen diariamente el programa Aprende en Casa II por televisión abierta, en tanto 7.5 millones lo hacen por televisión de paga, 5.9 millones por algún sistema de televisión estatal y 1.2 millones son atendidos por radio y por el personal del Consejo Nacional de Fomento Educativo. Además, señaló que se crearon 19.5 millones de cuentas de correo electrónico para los estudiantes. En fin, si estimamos el resultado de las medidas asumidas por las autoridades educativas para hacer frente a la pandemia en función de los números expuestos por el secretario Moctezuma, no hay duda de que estamos ante un éxito rotundo y contundente.

Sin embargo, cabe hacer algunas preguntas: ¿La escuela es sólo tomar clases? ¿Mantener cerradas las escuelas ha sido la mejor decisión? Si ante la inminencia de una catástrofe debida al cierre prolongado de las escuelas la ONU hizo un llamado a abrirlas, ¿por qué no ha sido escuchado en México? ¿Por qué no pasar cuanto antes a un esquema mixto (presencial y a distancia) de aprendizaje? ¿Por qué permitir que se abran bares, restaurantes, plazas comerciales, cines, pero no escuelas? ¿Por qué no flexibilizar los criterios para que las escuelas que tengan las condiciones adecuadas (número de estudiantes, espacios abiertos, etc.) puedan transitar desde ya a un modelo mixto?

Mientras las autoridades educativas se llenan la boca de grandes cifras que evidencian el éxito de sus políticas e iniciativas, millones de niñas, niños, adolescentes y jóvenes padecen en silencio sus muy discutibles decisiones. Mientras los indicadores de desempeño académico sean satisfactorios para los adultos, que los 30 millones de estudiantes padezcan su soledad (que no queremos ver) soterradamente, en silencio, aislados, estigmatizados inclusive.

Niñas y niños en edad prescolar que no pueden jugar, cantar, correr, saltar, colorear, platicar con sus amigos, con sus maestras, con sus iguales. ¿Qué está sucediendo con su desarrollo cognitivo, emocional, sociopsíquico? ¿Qué repercusiones tendrá a futuro? O niñas y niños que cursan algún grado de educación primaria y no pueden jugar en el recreo, cantar, copiar la tarea, hacer bromas a sus amigos/as, dibujar, divertirse en grupo, hacer deporte. Nada, aislados y aisladas deben seguir las clases por televisión y cumplir con las tareas, como si de adultos pequeños se tratara. Y qué decir de chicas y chicos de primer año, o segundo o tercero de secundaria que no han visto ni platicado con nadie de su edad desde vaya usted a saber cuánto tiempo, aislados, sin jugar en grupo, sin poder iniciarse en los escarceos del amor, sin salidas a excursiones planeadas o dichosamente robadas a la disciplina institucional. Similar situación de las y los jóvenes de bachillerato que deben cumplir con los contenidos académicos de las materias, pero sin el desmadre propio de la prepa: las bromas, los torneos deportivos, los fajes, las incursiones moteleras, los extravíos en lo oscurito, los bailes y los reventones. Y qué decir de las juventudes que han debido iniciar su vida universitaria a través de una pantalla, muchas veces sin conocer a nadie, sin la posibilidad de matar el tiempo de las horas muertas con profundas disquisiciones existenciales o con jocosas banalidades, sin noches de desvelo más por el placer de la compañía que por la carga de trabajo.

En medio de la pandemia, niñas, niños, adolescentes y jóvenes cumplen como mejor pueden con sus deberes académicos (si es que no han abandonado la escuela), lo que a los adultos nos hace menos densa la carga de nuestro propio aislamiento, de nuestra propia soledad que, evidentemente, tampoco queremos ver.

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