La pandemia y la importancia de lo superfluo

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Si nos atenemos a las tendencias de los meses pasados en el comportamiento de la pandemia, es altamente probable que, en los próximos días, o semanas, en México los contagios sigan un patrón similar al que acusan varios países europeos. Las autoridades sanitarias, encabezadas por el doctor Hugo López-Gatell, así lo han advertido: “Sí, efectivamente, estos son signos tempranos de un rebrote que todavía podemos atenuar, que podemos reducir en la medida que se ejecuten los lineamientos que tenemos de salud pública”. Sin embargo, el presidente López Obrador argumentó que, aunque hay incremento en el número de personas hospitalizadas, el incremento no se observa en el número de fallecimientos, por lo que dijo: “Es para nosotros un alivio y demuestra con mucha claridad, precisión, que no hay un rebrote”. Si hay o no rebrote, incluso si se puede llamar así porque en esencia los contagios y fallecimientos disminuyeron mas no desaparecieron, es una cuestión de creencias: que cada quien crea lo que mejor le convenga, o que no crea. Toda vez que la 4T   se ha convertido en un asunto de fe, cada quien está en libertad de creer, o no, en sus estrategias, sus informes, sus alegatos, sus contradicciones y sus resultados.

Si en Europa el incremento de los contagios ha obligado a que en diferentes ciudades se establezcan medidas restrictivas para la reunión de personas (llamadas erróneamente “toque de queda”), no hay argumentos más o menos razonables para suponer que en México no ocurra, en breve, algo similar, aunque no se crea en los rebrotes o se afirme que “estamos domando la pandemia” (desde mayo, por cierto). Hasta donde sabemos, al SARS-CoV-2 le tienen sin cuidado nuestras creencias. La llamada segunda ola de la pandemia en Europa está siendo más devastadora que la primera, cuyo pico se alcanzó en el mes de marzo; de acuerdo con la información de la Organización Mundial de la Salud, la pandemia en el continente europeo ha alcanzado niveles de contagios hasta tres veces más elevados que los ocurridos en abril. El rebrote de la pandemia en Europa está asociado, básicamente, a dos circunstancias: el inicio del otoño y, con ello, del frío, y la mayor asistencia de personas a espacios cerrados, restaurantes y bares, entre los más concurridos.

En Italia, con más de 20 mil contagios diarios, el gobierno de Conte decidió cerrar bares y restaurantes a las 6 de la tarde, así como teatros, cines, centros nocturnos, casinos y salas de conciertos. En España, las restricciones impuestas a la movilidad y las reuniones nocturnas van de las 11 de la noche a las 6 de la mañana, con cierta tolerancia para las regiones autónomas de ajustar una hora más, o menos, el cierre de negocios. En Francia, las medidas restrictivas obligan a 46 millones de personas a estar en su casa entre las 9 de la noche y las 6 de la mañana. Similares iniciativas se han tomado en ciudades de Inglaterra, Alemania, Dinamarca, Bélgica, Holanda y otros países europeos. Al parecer, no es exagerado afirmar que, al menos en Europa, lo peor de la pandemia está por venir. Y si el patrón de contagios de hace unos meses se repite, en breve el continente americano estará en medio de la segunda ola de la pandemia.

En México aún no llegamos a la segunda ola pandémica, aunque el número de personas contagiadas y fallecidas sigue incrementándose, eso sí, a menor velocidad (gran consuelo para los deudos). No encuentro absolutamente ningún dato ni argumento para pensar que nuestro país no sufrirá los estragos del rebrote o de la segunda ola, como quiera llamársele. Por el contrario, el calendario de festividades religiosas, y comerciales, no permite albergar muchas esperanzas. Día de Muertos, Gran Fin, Virgen de Guadalupe y Navidad son fechas que desplazan y congregan a gran cantidad de personas y si bien se han anunciado importantes restricciones (en la Basílica de Guadalupe, por ejemplo), difícilmente se podrá impedir que la gente se traslade y se reúna. Así, desgraciadamente, no sería extraño que la segunda ola de la pandemia en México coincida con las celebraciones de fin de año que inician con Todos los Santos; sin embargo, y a diferencia de los países europeos, en nuestro país difícilmente se podrán imponer drásticas medidas (tipo “toque de queda”) para restringir la movilidad de la gente, por lo que no sería extraño que lo peor de la pandemia aún no lo hayamos padecido.

Un factor decisivo en el incremento de los contagios ha sido el hartazgo de la población por tantos meses en semi o total confinamiento. Las fiestas, bodas, XV años, reuniones de colegas o tertulias entre amigos y amigas que se suspendieron en abril o mayo, en octubre se están llevando a cabo; las salidas que hace unos meses se evitaron, al cine, al parque, al estadio o a simplemente ver aparadores, ahora, ante los largos meses de encierro, se han vuelto a realizar. Fatiga de pandemia se ha llamado al hartazgo, al agotamiento emocional, que hace que millones de personas en todo el mundo abandonen el miedo de los primeros meses de la COVID-19 y opten por correr riesgos acudiendo a fiestas, corros y cenáculos. Lo más sencillo es acusar de irresponsables e inconscientes a quienes organizan y asisten a fiestas, reuniones de amigos, excursiones por antros, bailes, bodas o cualquier otra actividad que congregue a personas en espacios cerrados, pero quizás sería más fructífero intentar comprender el sentido detrás de las acciones.

Ningún país del mundo, ni los desarrollados con sólidos sistemas de salud, ni los pobres con instituciones incluso inexistentes, estaba preparado para hacer frente a la pandemia y sus estragos. Algunas sociedades han podido lidiar mejor que otras con el confinamiento, las medidas sanitarias, los inevitables ajustes sociales, económicos y culturales obligados por la pandemia e inclusive con las repercusiones emocionales de la misma. Pero en conjunto, en una perspectiva general, la humanidad se ha visto absolutamente rebasada por el virus, tanto en los ámbitos de la salud, como en la economía y la cooperación internacional (ausente por completo). Faltan muchos años todavía para cerrar en definitiva el archivo COVID-19 y así poder reflexionar y sistematizar los aprendizajes obtenidos de esta difícil experiencia. Tal vez uno de los ángulos olvidados, o al menos relegados, es el de lo considerado superfluo, superficial, banal inclusive. Si algo nos ha permitido mantener cierta cordura, alguna coherencia, ha sido precisamente lo socialmente considerado superfluo, o poco importante: la música, el cine, el deporte, la convivencia familiar (aunque en muchos casos la constante es la violencia), los lazos con nuestras amistades, para no pocas personas la experiencia espiritual. En fin, si algo nos ha permitido seguir tirando pa’lante con relativa cordura son actividades que gravitan más en la esfera de la cultura, que en el ámbito de la productividad y la economía.

En un sistema centrado en la productividad, la competitividad, el comercio, el desarrollo, el parón obligado por la pandemia ha permitido ver, a contraluz, la importancia de lo considerado como superfluo, o al menos, prescindible: beber una cerveza con los amigos, ir a un concierto, presenciar una obra de teatro, bailar en una fiesta o simplemente deambular por las calles sin rumbo fijo. Para las personas que tenemos condiciones laborales que nos permiten escapar de la presión y la angustia de vivir al día, el confinamiento (total o parcial) nos ha confrontado con la realidad de nuestra cotidianidad centrada en el trabajo, con la rutina de ir y venir a la oficina, con la costumbre forjada durante años de hacer siempre lo mismo inclusive en los días “libres”, con el maravilloso tedio de esperar que ocurra lo inesperado... y que lo inesperado llegue a través de un virus.

En la definición de las políticas establecidas en cada país para hacer frente a la pandemia, los criterios principales han sido dos: la salud y la economía. La combinación de ambos factores, de acuerdo con las condiciones particulares de cada país, de cada sociedad y de cada región, ha dado lugar a estrategias más o menos exitosas, o no, de contención de la enfermedad. Sin embargo, hasta donde he podido percatarme, en ningún país se ha colocado lo superfluo (precisamente por serlo) en el corazón de las estrategias. Lo “superfluo” es del orden del amor, del imaginario y del juego, sin los que la vida sería solamente trabajo, eficiencia, rendimiento y productividad. Tal vez sea tiempo de colocar lo hoy “superfluo” como centro de la actividad humana. La pandemia nos está mostrando que, sin convivencia social, sin amor, sin arte, sin fiesta, sin juegos, la vida no es muy interesante de ser vivida.

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