La letra, la sangre y la vergüenza

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Con un abrazo solidario a las y los estudiantes que padecen la pedagogía de la vergüenza

 

El refrán popular de hace varias décadas rezaba que la letra con sangre entra. Muchas generaciones fuimos formadas en esa pedagogía centrada básicamente en el castigo físico por parte de profesores y profesoras, de directores y directoras, hacia los “malos estudiantes”. Y aunque la práctica de los coscorrones, los pellizcos, los reglazos, los varazos y los castigos corporales de todo tipo no se ha erradicado por completo, lo cierto es que cada vez se utiliza menos debido a que, afortunadamente, muchos padres y madres de familia se oponen a ello.

Si bien la pedagogía del reglazo ha quedado relativamente en el olvido, otras modalidades de infundir terror entre los estudiantes han ocupado su lugar. No se trata de ocurrencias de uno u otro centro de estudios, antojos de algún profesor sádico o medidas extremas asumidas en algunas escuelas, sino de todo un sistema de exclusión fundamentado en dos conceptos caros al capitalismo neoliberal: calidad y excelencia. Al amparo de la calidad y la excelencia la competencia se lleva a niveles extremos, agobiantes, deshumanizantes, a efecto de separar a los “winners” de los “losers”, a los “ganadores” de los “perdedores”, desconociendo que las condiciones de la competencia no son iguales para todos. La excelencia y la calidad, convertidas en una ideología que reproduce las relaciones asimétricas de poder, profundizan las desigualdades estructurales. Así, hay escuelas para las masas, para las mayorías, y escuelas para las élites. Y aun dentro de las mismas instituciones para las élites, hay diferencias: solamente algunos soportan los tics de profesores y profesoras que creen levitar por encima de los mortales, las manías de investigadores instalados eternamente en su fase anal, las obsesiones de científicos e intelectuales de grandes ideas y escasa humildad, las exigencias de un mundo académico embelesado con su autofelación.

Profesoras y profesores que han hecho de la calidad y la excelencia académica su sentido de vida (porque a su vez así fue su formación), y por ende se arrogan el derecho no sólo de exigir rendimientos casi imposibles de cumplir (ese no es el problema) sino de humillar, de sobajar, de burlarse de sus estudiantes. No son malas personas (al menos no todas), son simplemente profesores y profesoras que reúnen el perfil que necesita el sistema de exclusión: protagonistas y férreos defensores de la pedagogía de la vergüenza.

¿Tiene sentido exigir una carga académica que se sabe imposible de cumplir? ¿Es posible leer 4 o 5 libros en una semana? Hablo de libros de un cierto nivel de complejidad, no de novelas ligeras. Y además de eso, escribir 2 o 3 ensayos de siete mil palabras cada uno, estudiar para exámenes, preparar exposiciones, elaborar ponencias, etc. Estar en un ambiente académico de alta exigencia significa asumir que hay que dormir pocas horas, cancelar muchos fines de semana, aprovechar las vacaciones para avanzar en la tesis o para esbozar un artículo científico, olvidarse de fiestas y cumpleaños, etc. Eso se sabe. Allí no está el problema. El problema es que nunca, jamás, es suficiente: aunque le eche “muchas ganas”, el sujeto siempre e indefectiblemente estará en falta.

Así funciona un sistema de exclusión basado en la pedagogía de la vergüenza: si quieres ser excelente, te tienes que entregar en cuerpo, alma, corazón, espíritu, todo. Y aun así, siempre vas a estar en falta, nunca será suficiente. Esta sobreexigencia psíquica es crucial para la reproducción del capitalismo neoliberal y globalizado. No en balde se argumenta que los programas de calidad y excelencia son una preparación para el mercado de trabajo, y en efecto así es, pero no sólo ni fundamentalmente por los conocimientos aprendidos, por las “competencias” adquiridas o por las relaciones establecidas, sino por la sumisión ante la sobreexigencia psíquica, por la disposición voluntaria a la extenuación psíquica en aras de ser un “ganador”. De esta forma, el sufrimiento laboral (que no exime a la explotación) se convierte en una fuente prácticamente inagotable de utilidades para las empresas. Si alguien no puede más, si psíquicamente está exprimido (burnout), es simple: hay muchos remplazos.

La pedagogía de la vergüenza es clave para que la exprimidora psíquica escolar funcione: prepara profesionistas de “calidad y excelencia” necesarios para la competencia extrema presente en prácticamente todos los ámbitos de la vida: en la empresa y sus exigencias productivistas, en el deporte de alto rendimiento, en las ciudades y su paroxismo individualista, en la administración pública y sus siempre insatisfechas demandas, en los negocios de alto riesgo, etc.

Quizás lo peor de este sistema de exclusión, la pedagogía de la vergüenza, es que se ha normalizado hasta el punto de que no vemos opciones diferentes. Es más, nos parece normal y hasta necesario que los huevones sean excluidos, desconociendo por completo las condiciones de vida particulares de cada sujeto. Si acaso, a lo más que se llega, es a ofrecer apoyo psicológico a los “frágiles”, a los que están en proceso de exclusión, en un claro mensaje de que lo que falla es el sujeto, no el sistema. Paradójicamente, muchos de los más férreos defensores del sistema de exclusión, de la pedagogía de la vergüenza, son las propias víctimas. Son víctimas del propio sistema que defienden.

Se acusa a la actual generación de estudiantes de ser suave, endeble y frágil. No lo sé. No me atrevo a afirmarlo puesto que no sé que se siente ser joven en un país agobiado por la violencia, con escasas opciones de trabajo, acosado por la incertidumbre, devastado por el cambio climático, un país que acosa y depreda a las mujeres, un país con muy nebulosas utopías por fuera de la tecnología y el consumo. Lo que sí me queda claro es que si la ideología de la calidad y la excelencia, si la pedagogía de la vergüenza diera resultados positivos para la sociedad, viviríamos mejor, con mucha menor desigualdad, tranquilos, satisfechos, realizados y plenos. Pero no es así, sucede justamente lo contrario. El camino de la alta competencia que demanda sujetos “de calidad y excelencia” excluidos por la pedagogía de la vergüenza, parece conducirnos a un callejón sin salida, a un mundo devastado por el cambio climático, la desigualdad, la ignorancia y la pobreza. Es tiempo de cambiar este rumbo, ¿no cree usted?

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