La impotencia

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La pandemia de COVID-19 ha evidenciado nuestra impotencia colectiva, y eso, para nosotras y nosotros, hijas e hijos de la modernidad, es difícilmente aceptable. La pandemia ha pegado en la línea de flotación de la modernidad, la libertad, sin que hayamos sido capaces de asimilar el impacto en nuestras pequeñas y maravillosas vidas, hoy tan acotadas por la pandemia.

La libertad ha sido uno de los proyectos principales del proyecto de la modernidad (el otro ha sido la justicia), por lo que todo lo que atente contra ella es severamente cuestionado y combatido; bien sabemos que en aras de la defensa de la libertad se han declarado guerras, insurrecciones populares, revueltas callejeras y protestas de todo tipo. La pandemia ha venido a poner severos límites a nuestra muy preciada libertad, con el agravante de que no se puede protestar contra un virus, de ahí que las resistencias e inconformidades se enfilen en contra de los gobiernos y sus relativamente poco eficaces acciones de mitigación de los contagios. Gobiernos que, en su mayoría, se han mostrado a su vez impotentes para evitar la muerte, la debacle económica, el impacto emocional derivado del largo confinamiento, el desastre educativo. Los gobiernos, preocupados por preservar sus márgenes de gobernabilidad, han hecho lo posible dentro de su evidente y pasmosa impotencia: algunos han sido más exitosos que otros en disminuir los contagios y las muertes, en amortiguar la caída de la economía, en paliar el desastre educativo y social, pero todos han manifestado que sus recursos, sus instrumentos, sus estrategias y su poder, no han estado a la altura de las circunstancias. Los gobiernos tal vez han sido los primeros en mostrar su impotencia ante el inexorable y agresivo avance de la enfermedad.

La pandemia de COVID-19 ha mostrado que el proyecto de la modernidad, iniciado por allá del siglo XVIII con la revolución industrial y el capitalismo surgido de ella, no sólo no es infinito ni omnipotente, sino que sus mojoneras están incubadas en su propio seno: es la libertad individual, la libertad de empresa, la libertad de mercado, la libertad política incluso, la que ha conducido al confinamiento de aproximadamente la mitad de la población mundial. Sí, sin duda el virus Sars-Cov-2 es el causante de la enfermedad que nos aqueja, pero su carácter pandémico no está en la biología sino en la civilización moderna y sus conquistas: la industria, el comercio, los negocios, la globalización; las grandes y maravillosas ciudades aglomeradas y su intensa vida pletórica de restaurantes, bares, antros, cines, conciertos, teatros y estadios; los incesantes e insensatos viajes turísticos y de negocios que nos dan la ilusión de ser ciudadanos/as del mundo; las escuelas, en las que pasamos gran parte de nuestra vida en sus inicios. En fin, la pandemia es tal no por el virus en sí, sino por el modelo de desarrollo que abrazamos desde hace más de dos siglos.

Ante la contundencia del virus y sus consecuencias, estamos inermes, desvalidos, impotentes. Quizás nunca antes en la historia moderna nos habíamos visto y sentido individual y, sobre todo, colectivamente tan impotentes, tan imposibilitados de incidir en el curso de nuestras vidas. La impotencia para medianamente controlar (o al menos tener la ilusión del control) el curso de nuestras vidas, es algo a lo que no estamos habituados como sociedad. La pandemia ha demostrado que nuestra vida es inexorable, pero puede no ocurrir de acuerdo a nuestros planes, proyectos y sueños.

La herida narcisista no es menor y habrán de pasar muchos años para aceptarla y aprender a lidiar con ella, y eso quién sabe, y eso no todos. Es una herida muy difícil de sanar puesto que nos baja del pedestal humano, construido por nosotros (sobre todo por los hombres), en el que tan confortables nos sentimos. Es una herida que en lo individual se manifiesta por la impotencia de ver morir a un familiar sin que médicos ni curas puedan evitarlo, por perder el empleo, el salario y el estatus, por el obligado cierre del negocio con tanto esfuerzo levantado, por poder salir de casa y no hacerlo debido al temor al contagio, a la enfermedad y la muerte. En lo colectivo, la herida narcisista se expresa en nuestras grandes y extraordinarias ciudades cerradas, en la producción industrial paralizada, en nuestra vida reducida a desplazamientos en espacios reducidos. En fin, la impotencia de cada una de nosotras, de cada uno de nosotros, es la herida narcisista que padecemos en lo colectivo, que sufrimos no sólo como ciudad o como país, sino como civilización entera.

Para quienes se ufanan de su poder económico, de sus influencias políticas, de sus grandes dotes para conducir negocios, gobiernos y destinos, la impotencia tal vez sea más aguda, más infame: quizás por vez primera en sus exitosas vidas se enfrentan a una realidad desconocida ante la que poco, o nada, pueden hacer. Tener dinero y poder, pero estar en confinamiento al igual que millones de clasemedieros y de pobres, no es precisamente la imagen del éxito al que se aspiró y al que se llegó bien sea por méritos ajenos o por transas propias. No lo sé, pero tal vez la impotencia con dinero se agudice más que en la carencia. Por su parte, para los millones de personas excluidas, la impotencia no es nueva, en todo caso es un añadido más a la reproducción ancestral de su pobreza. Pero aun así, inclusive para los excluidos de siempre, la pandemia también es productora de impotencia que se expresa, entre otras formas, en la pérdida del precario empleo, en la baja de las ventas en la esquina, en hambre más días a la semana, en muerte más seguido que de costumbre.

La prometida vacuna es la esperanza de que el mundo vuelva a ser el mundo conocido hasta 2019. Ante la impotencia, se impone el pensamiento mágico depositado en un producto resultado de la investigación científica del cual, a decir verdad, nadie conoce sus alcances y limitaciones. Ante la impotencia, la vacuna significa la luz al final del túnel, aunque nadie puede asegurar que no se trate de un tren en sentido opuesto, o de una pantalla de plasma de 82 pulgadas. Suponer que la vacuna regresará mágicamente el tiempo a un momento previo a la pandemia, es pecar de un optimismo francamente candoroso, como si los muertos, el dolor, la frustración y la incertidumbre pudieran borrarse con un simple piquetito, o con unas diminutas gotas. Se confía en que la vacuna sea el viagra que regrese la potencia a un capitalismo que ya chochea, pero que aún desea continuar exprimiendo al máximo su razón de ser, su identidad forjada en la explotación, la colonización, el patriarcado y el desarrollo. Si la vacuna (o las vacunas) funciona y hace las veces de viagra para el capital, nos esperan varios años de entusiasmo desarrollista, consumismo exacerbado y depredación al alza. Hasta que la próxima pandemia nos alcance, porque si algo ha mostrado la pandemia de COVID-19 es la impotencia de la modernidad capitalista para pensarse -e inventarse- por fuera de sus referentes.          Esa es la impotencia en su máxima expresión: la imposibilidad de imaginar un futuro pospandémico. A lo más que llegamos es a anhelar que, gracias a la vacuna, regresaremos a un mundo igual al que teníamos previo a este funesto año, o bien a imaginar escenarios pospandémicos apocalípticos en los que el control de nuestras vidas ejercido por gobiernos y/o corporativos será total, o casi. Quizás esa sea la mayor expresión de nuestra impotencia como modernidad capitalista: nuestro poder de imaginar mundos alternos es muy limitado y, desde luego, no concita adhesiones. Para nuestra fortuna, la impotencia del imaginario no puede ser nunca absoluta: la psique es radical por antonomasia y aunque ha producido muchos y terribles monstruos, también ha sido capaz de crear belleza, arte, filosofía, ciencia, lenguaje. La imaginación radical es capaz de dar lugar a sujetos más autónomos y, con ello, a sociedades más equilibradas, más justas y más libres.

Una de las enseñanzas más contundentes de la pandemia de COVID-19 es que la modernidad capitalista produce, además de todo, impotencia.

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