El regreso a clases: entre burocracia y autonomías

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Si algo ha mostrado el comportamiento de la pandemia de COVID-19 es que las mutaciones del virus y su incidencia en los contagios responden a lógicas que las y los expertos aún no han logrado descifrar. Tampoco es que se trate de comportamientos veleidosos y totalmente impredecibles, se sabe, y muy bien, las formas de contagio y las pautas para al menos aminorar las posibilidades de que más personas enfermen. Con todo, el anuncio del regreso a clases en México ocurre precisamente en el momento en el que el pico de contagios está en lo más alto, lo que no deja de representar una enorme paradoja: el confinamiento en casa de millones de niñas, niños, adolescentes y jóvenes ocurrió cuando los contagios eran mucho menos frecuentes; por el contrario, el anuncio del regreso a clases el día 30 de agosto es altamente probable que suceda precisamente en el momento en el que la variante Delta del virus se propaga con más intensidad. Sin duda, la decisión del regreso a clases en estas circunstancias no parece la mejor y si se confirman los augurios más negativos, estamos ante la posibilidad de un notable incremento de los contagios a los que, por cierto, sí son susceptibles los menores de edad.

Sin embargo, tampoco parece que la mejor decisión sea mantener a nuestras infancias y adolescencias en el confinamiento, habida cuenta de los enormes costos académicos y, sobre todo, emocionales que implica el aislamiento; así, estamos ante una disyuntiva de difícil resolución: malo si se regresa a clases, malo si se continua el confinamiento. Se puede argumentar, con justa razón, que es peor enviar a las niñas y los niños a las escuelas debido tanto al riesgo de contagio como a la posibilidad de que contribuyan a dispersar el virus en el transporte público e inclusive que lo lleven a sus hogares. Sí, no se puede negar que es un riesgo mayor que puede tener consecuencias muy graves en la salud de miles de personas; un atenuante de relevancia son las vacunas, que acaso harían que la posible enfermedad tuviera efectos menos nocivos. Sin embargo, hay que decirlo, aún faltan muchas personas por vacunarse: no se ha alcanzado ni siquiera al 50% de la población con la doble dosis.

Por otra parte, condicionar el regreso a las escuelas al color de los semáforos epidemiológicos no parece ser la alternativa, lo mismo por la irrelevancia de este sistema de indicadores de contagios, como porque nada puede garantizar que, en dos, tres semanas o en cuatro meses la pandemia esté medianamente controlada, o “domada” como comentó el presidente López Obrador en un par de ocasiones el año pasado. Menospreciar la pandemia ha tenido un altísimo costo en vidas, enfermos y en el control de la enfermedad, por lo que insistir en ello, ahora con el pueril argumento de que en las niñas y los niños la enfermedad no es grave, es sumamente irresponsable.

De allí que resulte preocupante, por decir lo menos, que el presidente haya dicho que se regresará a clases presenciales “llueva, truene o relampaguee”, si bien después matizó su comentario afirmando que el regreso a clases “es voluntario”. Entre la determinación burocrática -y hasta autoritaria- que encierra el “llueva, truene o relampaguee” y el voluntarismo implicado en que sean los padres y madres de familia quienes decidirán si envían o no a sus hijos e hijas a la escuela, me parece que hay una tercera posibilidad: que sean las comunidades educativas las que, en pleno ejercicio de sus autonomías, decidan las pautas y las modalidades del regreso a las escuelas. Y que sean las comunidades educativas las que respondan, de acuerdo a las particularidades de cada una de ellas, sobre el regreso a las escuelas: ¿regresar a qué?

Nadie mejor conoce las condiciones de las escuelas que las comunidades educativas compuestas por maestras y maestros, madres y padres de familia, tutores y tutoras, directivos de las escuelas, y, por supuesto, niñas, niños y adolescentes. Son esas muy heterogéneas comunidades educativas las que conocen al detalle las condiciones tanto físicas de las escuelas: salones, baños, acceso al agua, equipamiento, mobiliario; como las particularidades de cada escuela, de cada salón: número de estudiantes, ventilación y temperatura de las aulas, iluminación, distancia entre pupitres y mesas, etc. Asimismo, las comunidades educativas son quienes mejor conocen las vías de acceso y los sistemas de transporte en los que se arriba a las escuelas: a pie, en transporte público masivo y congestionado, en transporte público privado (taxis colectivos, por ejemplo), en autos particulares, en cayuco (como en Tabasco)... en fin. Cada comunidad educativa conoce al detalle las condiciones en que operan los cientos de miles de escuelas en nuestro país. Esas comunidades son las que deberían tener la última, y la primera palabra, sobre el regreso a clases presenciales: los tiempos, las modalidades, la cantidad de estudiantes por aula, los días y los horarios, las actividades, las medidas de higiene, en fin, los mil y un detalles que deben ponerse a punto en cada escuela.

Para que las comunidades educativas ejerzan sus autonomías es imprescindible que las autoridades del sistema educativo flexibilicen sus razones, su normatividad, sus esquemas de observancia y supervisión; sin criterios flexibles por parte de la Secretaría de Educación Pública y de las Secretarías de Educación de los Estados, las comunidades educativas estarán imposibilitadas de ejercer sus autonomías, en evidente detrimento de la educación y, sobre todo, con el riesgo de que decisiones de orden burocrático se traduzcan en mayores índices de contagios de COVID-19. Ante circunstancias inusitadas, no se puede responder con rutinas institucionales que pueden ser, o no, eficaces en situaciones normales; por el contrario, estamos obligados a ajustar el funcionamiento institucional a las situaciones extraordinarias exigidas por la pandemia. De allí que sea necesario cuestionar el intento de hacer obligatoria la firma de la carta responsiva por parte de los padres y madres de familia; transferir los riesgos sanitarios a las familias y, con ello, eliminar la responsabilidad de las autoridades educativas, es una iniciativa burocrática y autoritaria que en nada abona a que la reanudación de las actividades escolares ocurra en los mejores términos.

Las autoridades del sector educativo deben responsabilizarse de que las escuelas estén en las mejores condiciones para el regreso a clases: con agua y jabón, baños en buen estado, electricidad funcional, conectividad a internet, ventilación adecuada en aulas, laboratorios, talleres, oficinas y pasillos, con protocolos sanitarios eficaces (sin los inútiles tapetes desinfectantes), con cubrebocas suficientes para quienes no lo lleven, entre muchos otros requerimientos sin los que es impensable el retorno a las aulas. Inclusive, se necesita que las autoridades educativas gestionen ante las de salud la atención de las niñas, niños, maestras, maestros y, en general, del personal que asiste a las escuelas, en caso de contagios por COVID-19. La dimensión pedagógica y el “cumplimiento” de los planes y programas de estudio debe ser responsabilidad de cada comunidad educativa. Asimismo, es imprescindible que el gobierno federal se comprometa a gestionar acuerdos con las compañías de telefonía celular y proveedoras de servicios de internet a efecto de garantizar el acceso a la educación para quienes participen en modalidades mixtas o híbridas. Si la educación es un derecho, los servicios de conectividad deberían ser gratuitos para la población de escasos recursos económicos.

En el mismo tenor, las organizaciones gremiales del magisterio nacional pueden ser un baluarte en el ejercicio de las autonomías de las comunidades educativas o, por el contrario, pueden ser un lastre. Sin menoscabo alguno de los derechos conquistados de las maestras y los maestros, las diferentes organizaciones sindicales están llamadas a ser un actor protagónico en el regreso a clases con flexibilidad, responsabilidad y sentido de reconstrucción comunitaria democrática. Si demandamos de las autoridades educativas amplitud de miras y generosidad, lo mismo se requiere de los sindicatos y organizaciones magisteriales.

A días del regreso a clases, las alternativas son bastante claras: burocracia o autonomías. ¿Usted qué piensa?

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