El porvenir, identidades en transición

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Por Érika Paz*

 

Nathalie Chazeaux, interpretada por Isabelle Huppert, es ahora una mujer que se acerca a la tercera edad y enfrenta una serie de pérdidas, empezando por el fin de su matrimonio, seguido de la enfermedad de su madre, su casa editora deja de publicar sus libros, su exalumno y protegido se presenta como si la hubiera superado en sus convicciones académicas y, en la carrera de Nathalie, por momentos aparece una fecha de caducidad.

 

Pero, frente a lo que pareciera ser el fin (de todo) que anunciaría el drama de la depresión o el iluso aviso de una nueva “aventura” de tipo holiwoodense (con todo y amigas que llegan al rescate con look y novio nuevos para “auxiliarla” de la soledad), la directora, Mia Hansen-Løve –¡por fortuna!–, anula el estereotipo de la divorciada o la abandonada, presentándonos la sutil transición de Nathalie de una etapa de su vida a otra, a pesar de la inesperada serie de infaustos eventos.

 

En la introducción de El porvenir (2016), Hansen-Løve nos presenta a una profesora universitaria de filosofía, casada, madre de dos hijos pequeños. “Muchos años después”, su matrimonio continúa su curso, sus hijos se han independizado, nos muestra escenas del día a día de Nathalie; el viaje en el metro hacia el trabajo (Lycèe Paul-Valery, Paris) mientras lee El perdedor radical. Ensayo sobre los hombres del terror, de Hans M. Enzenberger, para al corte siguiente y en su arribo, encontrar la universidad tomada por un grupo de estudiantes que protestan en contra de la reforma laboral y de pensiones de Nicolas Sarcozy (2010).

 

“El bloqueo en la universidad me parece lamentable, ¿los estudiantes decidiendo si los profesores pueden trabajar?”, responde a la interpelación de uno de sus alumnos, para después invitarles a reflexionar sobre una frase: <<Si hubiera un pueblo de dioses se gobernaría democráticamente. Un gobierno tan perfecto no conviene a los hombres>>. “No la malinterpreten –les dice a sus pupilos–, recuerden que Rousseau escribió El Contrato Social, que inspiró la ‘Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano’, el resultado de la Revolución”.

 

Toda la cinta es un intercambio de ideas, de invitaciones a reflexionar sobre el paso del tiempo, sobre la verdad, la felicidad, el sentimentalismo y las posturas políticas de diferentes generaciones –con todo y sus contradicciones–, que se filtran entre los retazos de la cotidianidad aglutinados por el simbolismo que guardan libros como La obsolescencia del hombre, de Gunther Anders, El mundo como voluntad y representación, de Shopenhahuer; Julia o la nueva Eloísa, de Rousseau, o Pensamientos, de Pascal, del que Nathalie lee un fragmento:

 

“He aquí lo que veo y lo que me perturba. Miro a todas partes y en todas no veo sino oscuridad […]. Mientras que en el estado en que me encuentro, ignorando lo que soy y lo que debo hacer, no conozco ni mi condición ni mi deber. Mi corazón tiende todo entero a conocer dónde está el verdadero bien para seguirlo. Nada sería más preciado para mí para toda la eternidad” (Pascal, 1669).

 

Pero, sobre todo, Mia Hansen-Løve coloca como telón de fondo la libertad, aun cuando las alumnas(os) de Nathalie están más interesadas en la “verdad”. Ella les dice “debatir sobre la verdad es una cosa, cuestionarla es otra. Al final el problema no es la existencia de la verdad sino los criterios que permiten establecerla… diferenciarla de entre los hechos y de las creencias que no son verdades establecidas”, sobre las que el tiempo tiene un rol central.

 

Nathalie afirma: “encontré de nuevo mi libertad, una libertad total. Nunca tuve eso. Es extraordinario”. Sin embargo, esa libertad a la que ha sido arrojada –sin previo aviso–, la conduce a las lágrimas por el duelo y el dolor, a los que la directora nos introduce mediante breves escenas muy íntimas, en las que Nathalie se acompaña solo por la gata negra, mascota de su madre, y asume su soledad.

 

La soledad como un recurso metodológico, diría Marcela Lagarde, como un proceso de vida y autonomía por el que la protagonista atraviesa incluso con la presencia de los otros, cuando ella ignora las discusiones que su exalumno, Fabien, y sus amigos sostienen. “Soy demasiado vieja para ser radical, ya he estado ahí”. Más adelante lo espeta: “Mi meta no es hacer la revolución, mi meta es más modesta: enseñar a los jóvenes a pensar por sí mismos […]. No coincidimos, pero por lo menos creí haberte transmitido eso”.

 

Al final, la película de Mia Hansen-Løve nos empuja a preguntarnos en cada etapa de nuestra vida, no quién o qué soy, sino “¿quién voy siendo?”. Como dice Marcela Lagarde, las identidades de las mujeres son identidades en transición, entre lo que se conserva y lo cambiante, nunca idénticas a las otras mujeres, ni a los estereotipos.

 

Ficha: Gillibert, Charles (productor) y Hansen-Løve, Mia (directora). (2016) L’Avenir (El porvenir). Francia-Alemania:

 

* Segunda entrega de tres artículos que abordan películas de mujeres cineastas, en el marco del #8M.

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