El espacio sin nombre

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Para Nadia y Rubén

 

Esta semana, el día 31, se cumplen 5 años del asesinato de Nadia Vera, Rubén Espinosa, Alejandra Negrete, Yesenia Quiroz y Mile Virginia Martín, sin que hasta la fecha se haya impartido justicia. El crimen permanece impune y la supuesta investigación, una evidente mascarada, sin resultados confiables. Desde este espacio y como lo hemos hecho desde 2015, me sumo a las voces que exigimos ¡Justicia! ¡Ni perdón, ni olvido! ¡Castigo a los asesinos!

Información: https://casonarvarte.articulo19.org

 

 

La pandemia de COVID-19 es el acontecimiento de mayor trascendencia e impacto global del presente siglo; por mucho, opaca cualquier otro suceso político, tecnológico, educativo, comercial, social, cultural o de cualquier otra índole. Minimizar el alcance y la profundidad de la pandemia ha sido desastroso, tanto por los miles de personas cuyas muertes quizás pudieron evitarse, como por las consecuencias emocionales, sociales y económicas ante las que poco se ha hecho, y lo hecho, a todas luces, ha sido insuficiente. La vida de millones de personas ha quedado marcada irremisiblemente por el virus SarsCov2 y pasarán muchos años, quizás generaciones, para resarcir los múltiples daños ocasionados por la pandemia. Lo más doloroso del COVID-19 sin duda son las personas fallecidas, la pérdida de empleos y el incremento de la pobreza, estragos que arrojan cifras verdaderamente alarmantes y que, por desgracia, aún no llegan a su punto final. Pese a la buena voluntad y al optimismo echaleganista, lo cierto es que la pandemia está siendo devastadora y de una duración mucho más prolongada de lo anunciado, de lo deseado y de nuestras capacidades para hacer frente con mediana atingencia a sus funestas consecuencias.

Nadie estaba preparado para un evento de tales proporciones, por supuesto, por lo que los ajustes en nuestras vidas se han debido hacer sobre la marcha, con criterios más o menos racionales y de acuerdo a las condiciones de vida de cada quien, con mucho o poco de intuición, pero sin tener la certeza del rumbo al que nos dirigimos. Si algo ha motivado los cambios y ajustes en la vida cotidiana de miles de millones de personas, ha sido el miedo. Miedo al contagio, al dolor, a la muerte. Y a pesar de que el miedo es la constante, se habla muy poco del tema, como si dejar de nombrarlo lo expulsara de nuestras pequeñas y maravillosas vidas.

Una de las expresiones más elocuentes de los cambios a los que ha obligado la pandemia es la reconfiguración de los espacios, proceso que está muy lejos de haber concluido y, por lo mismo, no sabemos cuáles serán los nuevos escenarios en la vida pública: cines, estadios, teatros, calles, restaurantes, hoteles, escuelas; y privada: recámaras, baños, estancias, patios, solares. Al momento, lo único que hemos podido hacer es acomodarnos lo mejor posible a las obligadas circunstancias: en casas y departamentos donde habita alguien con COVID-19, las familias han tratado de aislar a la persona enferma, si bien con frecuencia y debido a las limitaciones de espacio, es una tarea muy complicada que puede suscitar innumerables conflictos familiares. En algunos centros laborales en los que la presencia de los trabajadores es imprescindible, se ha tratado de preservar cierta distancia mediante separadores plásticos o similares.

En otros espacios públicos, como restaurantes, hemos visto que los lugares necesarios para mantener la distancia son ocupados con muñecos de peluche, o en los estadios las butacas han sido llenadas con monigotes de cartón. Quiero suponer, con una cierta dosis de optimismo, que los profesionales de la arquitectura y el diseño ofrecerán soluciones más eficaces y menos ridículas para ajustar nuestros espacios públicos y privados a las condiciones obligadas por la pandemia. Asimismo, no me extrañaría en lo absoluto que en un futuro más próximo de lo que uno pudiera suponer, esos espacios fuesen ocupados por hologramas de nosotros mismos, de nosotras mismas, de nuestras amistades, de nuestros familiares. Así, quizás podremos salir a cenar con amigos repartidos en diferentes puntos de la ciudad, o en ciudades distantes: mientras unos se sientan ante ricas viandas y sutiles vinos, otros asistiremos en formato hologramático con sándwich y cerveza en el menú de casa.

Más allá de las utopías artísticas y/o tecnológicas, el problema de la reconfiguración del espacio al que ha obligado la pandemia es político y, como tal, en disputa. Es algo que hemos experimentado continuamente desde el inicio del periodo de confinamiento, y, sin embargo, no hemos podido nombrar, o al menos no adecuadamente. Permítame hilar mi argumento a través de una pregunta: ¿qué hay entre dos personas que se encuentran, pero se mantienen distantes entre sí? Digamos que dos amigos se encuentran y lejos de saludarse con la alegría y el entusiasmo de hace apenas unos meses, mantienen entre sí la llamada “sana distancia”: ¿qué hay en ese espacio? Desde luego que no es un espacio vacío, por el contrario, está cargado, y mucho, de sentido. Ese espacio abierto entre dos personas que se tienen afecto es un espacio sin nombre.

La contundencia de la pandemia ha sido tal, que no hemos podido nombrar ese espacio que dejamos, en aras de evitar contagios, entre personas con quienes nos unen lazos de fraternidad, de cariño, de amor. Sí, por supuesto, es el espacio llamado de la “sana distancia”, pero esa higienista denominación encierra un peligro latente: el de la vigilancia y, por consecuencia, el poder. Si bien en México no hemos experimentado los excesos para obligar al distanciamiento social como los han vivido en otros países, no son pocas las voces que exigen mano dura de la autoridad para exigir que se preserve la distancia entre personas y el uso generalizado del cubrebocas. En otros países, bajo la premisa del control epidémico, la exigencia del distanciamiento social es absoluta, incluso opresiva y quizás hasta intrusiva de la privacidad personal. El uso de drones, por ejemplo, para verificar el distanciamiento social, medir la temperatura corporal y vigilar el confinamiento de las personas contagiadas es una indudable estrategia de control social, eso sí, revestida de un discurso epidemiológico difícilmente refutable que, por lo mismo, resulta altamente eficaz (https://www.bbc.com/mundo/noticias-51736635). El discurso que nombra el espacio del distanciamiento social en términos exclusivamente higiénicos y sanitarios, es un discurso que aísla, que separa, que fractura las relaciones sociales, es un discurso eminentemente político con visos notablemente autoritarios.

No se trata de eludir la “sana distancia” con la proximidad contagiosa, en lo absoluto, sino de salir del discurso higienista para nombrar el espacio dejado por el distanciamiento al que nos ha obligado un microscópico virus. El SarsCov2 está allí y, por lo visto, seguirá habitando nuestro humano mundo durante mucho tiempo. Y si no es ese virus, será otro similar o, peor aún, uno completamente desconocido. Algún día quizás se hable en pasado de esta pandemia, pero nada nos garantiza, y más bien las probabilidades van en contra nuestra, que a la del COVID-19 le sigan otras enfermedades altamente contagiosas, de rápida expansión e inclusive de mayor letalidad. Entre la pandemia de gripe A-H1N1 y la de COVID-19 mediaron tan solo 11 años, por lo que no sería raro que en 10, 8, 5 años o menos, se suscite otro fenómeno de magnitudes similares, o peores, fundamentalmente porque según los expertos estas enfermedades están asociadas al modelo de consumo impuesto por el capitalismo globalizado. Mientras el modelo no cambie, las pandemias estarán a la orden del día por lo que quizás estemos ante una era zoonótica en la que enfermedades originadas en animales (por lo demás, frecuentes) brinquen a los humanos y se conviertan en pandemias de alcances hoy apenas vislumbrados. Las palabras para nombrar los fenómenos de los tiempos zoonóticos no han sido acuñadas: quedan muchos espacios que requieren de nuestra atención, espacios y procesos que exigen de la ciencia, del arte, de la filosofía, de la música, de las matemáticas, de la tecnología, de la política y de todos nuestros talentos y habilidades para entenderlos, para darles sentido, para nombrarlos.

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