¡Échale ganas!

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El echaleganismo es el deporte nacional por excelencia, el culmen de las artes tricolores, la condición sine qua non para que cualquier proyecto, iniciativa, acción, gesta o proceso trascienda en la historia. Dentro del territorio comprendido entre el río Bravo y el Suchiate, y en algunas islas por allí cercanas, el echaleganismo es el salvoconducto para dejar huella en la historia local, regional o nacional, y por supuesto en las historias particulares de las familias e incluso de las parejas. Es bien sabido que si una pareja fracasa es porque alguno de los dos, o ambas personas, no le echaron suficientes ganas.

El echaleganismo todo lo puede. Es, por antonomasia, voluntarismo en estado puro; de allí que a ideologías individualistas que pregonan que “el cambio está en uno mismo” y que “uno puede lograr lo que quiera”, el echaleganismo les vino como pandemia a la 4T (o anillo al dedo, pues). No importa la magnitud ni complejidad de la tarea, echándole ganas todo se puede: desde conquistar el corazón de la persona deseada, convertir el pequeño negocio en un emprendimiento millonario o, incluso, hasta acciones poco menos que imposibles como dejar de beber, o bajar de peso. El echaleganismo lo puede todo.

Si bien al echaleganismo se le escamotean sus indudables méritos en la configuración de este nuestro muy madreado país, está claro que las muchas derrotas sufridas a lo largo de la historia no tienen ningún peso en la conciencia nacional (lo que ello signifique) gracias a que nuestros héroes nacionales le echaron ganas. Es más, le echaron hartas ganas. Desde el Tlatoani Cuauhtémoc y sus ganas vueltas estoicismo al no revelar donde tenía oculto el fabuloso tesoro (pese a los pies pasados por lumbre), a don Pípila y las ganas que le echó cargando tremenda piedra en la espalda durante la toma de la Alhóndiga de Granaditas, hasta Juan Escutia y las ganas con las que saltó envuelto en la bandera para evitar que cayera en manos de los gringos, lo cierto es que la mitología nacional está llena de actos heroicos pletóricos de ganas. Si hay un continuum en la construcción de la memoria Patria (así, con mayúsculas, con ganas) es justamente que nuestros héroes y heroínas se han entregado a la lucha con hartas ganas. Y si “las armas nacionales se han cubierto de gloria” (Ignacio Zaragoza dixit) en poquísimas ocasiones, no existe recuerdo alguno de que la derrota militar o política se haya debido a la falta de ganas, en todo caso, obedeció a que el enemigo o le echó más ganas (casi imposible porque el echaleganismo es de estirpe mexicana), o las puso en mejor lugar. Y esa, precisamente, es la principal debilidad del echaleganismo.

El echaleganismo acusa sus limitaciones en la dirección, más que en la intensidad. En otras palabras, muchas veces el problema no es la intensidad o la fuerza de las ganas echadas, sino que se echaron donde no se debía. Para decirlo coloquialmente: se le echan muchas ganas, pero a lo pendejo. En tal caso, los resultados del echaleganismo se vuelven en contra. Se convierte en un echaleganismo búmeran. Tal sería el caso, por dar un ejemplo, del estudiante que le echa muchas ganas preparando el examen de física, cuando al día siguiente la evaluación es de español. O bien, aquel joven político con aspiraciones que le echa muchas ganas para ‘organizar’ (eufemismo de acarrear) a la gente de su colonia, pero la lleva al mitin del candidato equivocado (que no necesariamente es el que menos oportunidades de ganar tiene). O las muchas ganas que se necesitan para pacificar al país a fuerza, o a ternura, de abrazos y no balazos. En fin, hay muchos ejemplos de que no es suficiente con echarle ganas, si las ganas no se colocan en el lugar debido.

Otro de los problemas con el echaleganismo es que no existen parámetros para medir la intensidad y la dirección de las ganas echadas. Lo que para usted pueden ser pocas ganas, para el paciente terminal quizás son muchas, y las últimas. O aquel pobre niño -asmático, para más señas- que corre tras el balón con todo lo que tiene y puede, espoleado por los frenéticos gritos de su padre, desde la comodidad de la banca: “¡échale ganas!” (comentario dedicado a mi hijo Daniel, a manera de disculpa). O bien, aquel joven que se culpabiliza por perder el empleo por “no echarle ganas”, cuando no es responsable de que la fábrica haya cerrado, ni que la economía no genere los puestos de trabajo suficientes. Recuerdo que cuando mi papá murió, en el velorio se acercó un familiar (a quien quiero mucho, por cierto) a darme las condolencias y al momento de abrazarme me susurró al oído: “échale ganas”. Hasta la fecha no sé cómo interpretar esa incitación, si echarle ganas significaba alcanzar pronto al muertito (mi papá), o llorar con más intensidad y más mocos, o seguir mi vida echándole más ganas, no lo sé. La expresión me gustó, por el misterio que encierra, por lo que la he aplicado en algunos velorios, siempre por supuesto, susurrada al oído como personaje de Mario Puzo: ¡échale ganas!

No hay un echaleganasnómetro que permita calibrar las ganas de unos y de unas, de otros y de otras. Ni, por supuesto, para poner en contexto las diferencias abismales que hay de una persona a otra, de un escenario a otro, en el momento de estimar las ganas echadas, o las ganas faltantes, o si las ganas fueron echadas en la dirección correcta, o a lo pendejo. Tampoco hay claridad en torno a los resultados obtenidos de echarle ganas, es más, mientras a ojos del escrutinio público se le estén echando suficientes ganas, los resultados no son relevantes. Se trata de correr y sudar mucho la camiseta, aunque perdamos por goleada. Se trata de levantarse antes del amanecer e iniciar actividades (que ya sabemos que al que madruga Dios lo ayuda), aunque las tareas realizadas y los acuerdos convenidos bien pueden hacerse en horario de oficina. Se trata de trabajar 16-18 horas al día, aunque las evidencias apunten a que tal frenesí no sirve de gran cosa, tal vez porque la intensidad del echaleganismo no ha sido acompañada de las mejores decisiones. Y pese a que la terca realidad se obstina en demostrar que el echaleganismo no es suficiente, es más, que puede ser hasta contraproducente, eso no importa, lo que es relevante es el performance.

Lo que queda de manifiesto es el carácter eminentemente performativo del echaleganismo. Esto significa que las ganas se demuestran y cuanto más ostensible sea la demostración es altamente probable que se considere que sí se le están echando suficientes ganas. Por el contrario, si el echaleganismo no es evidente, o peor aún, si se realiza en lo oscurito, lo más seguro es que el juicio público lo catalogue negativamente, o cuando menos, como un esfuerzo insuficiente. Echarle ganas significa, por ende, realizar un performance y cuanto más elaborado y reiterativo sea éste, mayores serán las consideraciones positivas: le está echando ganas.

En un país en el que se valoran más las ganas que se echan a los resultados que se obtienen, es difícil lograr que las transformaciones calen hondo y modifiquen, de raíz, las estructuras y las relaciones que reproducen las desigualdades y las injusticias. Nadie duda de que para distribuir las becas y las pensiones se necesita echarle muchas ganas, lo que sí está en duda es que este sea el camino para erradicar las desigualdades sociales que generan la pobreza. Uno pensaría que tal vez una mejor vía sería una política fiscal progresiva y el desarrollo económico basado en ciencia, tecnología e innovación, pero bueno, uno qué va a saber, si no le echa suficientes ganas.

La tragedia de México es que las ganas nacionales se han cubierto de armas, sin y con uniforme. Y habida cuenta de los resultados obtenidos hasta el momento, al parecer no basta el echaleganismo para garantizar la seguridad ciudadana, ni tampoco para pacificar al país. Pero bueno, uno qué va a saber, si no le echa ganas, así que ¡échale ganas!

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