“Con todas las medidas sanitarias” y otras mentiras que nos gusta creer

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Los lingüistas no escogen su carrera por vocación, sino que los trae la suerte. Eso también pasó con Benjamin Lee Whorf, quien descubrió su llamado profesional mientras hacía otra cosa más urgente. Poco después de graduarse del MIT como ingeniero químico, en 1918, Whorf empezó a trabajar en una compañía de seguros como inspector de prevención de incendios. En Language, Thought and Reality se recoge un texto que narra varias anécdotas de esa parte de su carrera, en las que observó cómo los hábitos verbales propiciaban conductas que terminaban en incidentes, incendios y hasta explosiones.

 

Hay una muy famosa: en un almacén, los tambos de gasolina llenos se guardaban en un cuarto, y los vacíos en otro. Las personas que trabajaban ahí tenían precauciones extremas cuando estaban cerca del cuarto de los contenedores llenos, pero las relajaban cuando estaban en el área de los vacíos. Incluso, cuenta Whorf, llegaban a fumar y aventar las colillas de sus cigarros cerca de donde estaban estos contenedores. Lo que no notaban era que los depósitos vacíos son tanto o más peligrosos que los llenos, pues a pesar de no contener líquido, contienen vapores de gasolina que los hace sumamente inflamables. “No sólo es la situación física, sino el significado de esa situación para la gente, lo que constituye un factor, mediante la conducta de las personas, en el inicio de un incendio”, dice el ingeniero-lingüista. La palabra “vacío” en ese contexto se refiere a la ausencia de gasolina líquida, pero no implica la ausencia de restos de esta sustancia, de gases o de otros materiales. Sin embargo, al interpretar esa palabra, la gente infería la ausencia de todo, y con ello la ausencia de peligro, y esta idea, pensaba Whorf, los llevaba a actuar de maneras imprudentes o francamente nocivas.

 

Esta anécdota me viene a la mente a menudo en estos días de pandemia. Pienso en el amigo que se reúne con tres o cuatro personas en un lugar cerrado “con sana distancia”; en la vecina que visita cada día a una hermana distinta “protegida” por su cubrebocas, y en las invitaciones a fiestas y reuniones “con todas las medidas sanitarias”. Tal vez a todos nos ha asediado esta pregunta: ¿por qué, en el ascenso imparable de una pandemia, la gente se expone al contagio? En algunos casos, la respuesta es muy obvia: porque tienen que hacerlo. Los trabajadores y trabajadoras de la salud, por ejemplo, o quienes viven al día y no pueden dejar de presentarse en su negocio, o de usar en el transporte público, lo hacen a costa del riesgo que esto implica, por necesidad. Pero ¿qué motivos tiene la gente que, pudiendo optar por no salir de casa, decide hacerlo? En vista de los drásticos incrementos en cifras de contagios y mortandad, uno pensaría que reunirse con otros por placer, más que una necesidad de socializar, revela una conducta profundamente antisocial, de desprecio por la salud y la vida. ¿Por qué lo hacen quienes lo hacen?

 

Una respuesta fácil es que son actos motivados por egoísmo, por ignorancia o por descreimiento. Esa respuesta satisface nuestro afán maniqueo de dividirnos entre gente que “se porta bien” y gente que “se porta mal”, pero está muy lejos de conducir a una explicación, pues implicaría que unos (nosotros) tomamos decisiones racionales e informadas y otros (los otros) actúan fuera de la razón. Y una explicación que asume que “los otros” actúan por mera irracionalidad nunca es satisfactoria. Así que regreso a la explicación de Whorf: ¿será posible que nuestra manera de verbalizar las situaciones nos lleve a concebir el riesgo como menor o inexistente?  Pienso, por ejemplo, en las reuniones “con todas las medidas sanitarias”. No existen las reuniones “con todas las medidas sanitarias”, pues el mero hecho de reunirse quebranta la medida sanitaria primordial, que es el distanciamiento social. Pero la manera de describir estas reuniones como si fueran actos responsables, nos hace concebirlas como situaciones en la que se está a salvo, desde luego sin estarlo.

 

Concebir al cubrebocas como instrumento de protección personal también podría ser otra de estas trampas verbales o conceptuales. Está probado que el cubrebocas es una medida de protección para evitar contagiar a otros y, sólo en segundo término, para evitar ser contagiado. Pensarlo como una medida de protección para quien lo porta tiene el efecto beneficioso de alentar su uso. Pero, por otro lado, tiene el efecto desfavorable de que quien lo usa se siente protegido −y “protegido” se entiende como “inmune” −, cuando en realidad el cubrebocas debería pensarse como el indicador de que se está en una situación de riesgo. Si bien el cubrebocas disminuye la probabilidad de contagio, la existencia de ese grave riesgo debe siempre tenerse presente, pues si no existiera no habría necesidad de usarlo.

Desde luego, el control de la pandemia es una labor colectiva que debe ser guiada por políticas de aplicación masiva, y no estoy pretendiendo afirmar que nuestros hábitos verbales sean los responsables del éxito o del fracaso de las campañas de mitigación. Pero quizás reflexionar sobre la manera como, a partir de las palabras, concebimos el riesgo y la protección puede ayudarnos a entender por qué algunos deciden asumir conductas riesgosas y ponerse en peligro a sí mismos y a los demás. Quizá no es sólo egoísmo e irracionalidad: probablemente nuestro comportamiento está encauzado por hábitos verbales y de pensamiento que, si se logran cambiar, podrían resultar en algún cambio de conducta.

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Por cierto, a Whorf y la influencia de su maestro Edward Sapir les debemos la hipótesis de que la lengua que hablamos determina nuestra manera de concebir la realidad. Esta hipótesis no ha encontrado respaldo unánime en la comunidad académica −y sí mucha evidencia en contra−, pero dio pie a narrativas que han sido la base de buenas películas de ficción, como Arrival, de 2016. No dudo que esa película pudiera ser el acto de suerte por el que alguien después decidiera convertirse en lingüista.

 

Violeta Vázquez-Rojas Maldonado

Enero 17, 2021.

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