Científicos sociales: un demonio tras los misterios humanos

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Edurne Uriarte Santillán**

Rompeviento TV

Los acontecimientos políticos en México no dan tregua. Desde 2018, estamos montados en lo que algunos llamaron el tsunami o efecto AMLO: una ola de gran energía a la que no se le ve el fin y que parece trastocarlo todo. La ciencia, sus comunidades e instituciones, no escapan al remojo. Por ejemplo, en estos casi cuatro años de lo que se ha denominado «La cuarta transformación de la vida pública de México», hemos sido testigos de numerosas noticias asociadas con el Conacyt y sus políticas hacia la investigación y la docencia, incluyendo su intento por intercalar a las humanidades en el acrónimo; el escandaloso caso del Comité Evaluador, tanto en su existencia como en la forma en la que se abordó; o la responsabilidad del fiscal Alejandro Gertz Manero en un caso de plagio y su cuestionable admisión al Sistema Nacional de Investigadores (SNI), entre otros más.

 

La comunidad académica alzó la voz en todos los casos mencionados —ya sea a favor o en contra— y ha estado presente de manera activa, pública y con intención política en medios de comunicación y redes sociales. Las respuestas desde «La Mañanera» no han sido pocas, ni respetuosas para el gusto de muchos. En otros casos, tampoco han sido precisas, ya que, como a veces le ocurre a nuestro presidente, generaliza y agrupa en grandes sacos, cargados de actores defectuosos, a gente y comunidades que nada deben. Ya sea a causa de estos sucesos, así como a posibles afinidades y diferencias ideológicas de origen, los científicos están afuera, en el ring de la política. En concreto, en las redes sociales.

 

Llama mi atención la actividad de las ciencias sociales. Estas disciplinas requieren de un grado de autonomía regida por una normatividad teórico-metodológica; sí, una frontera siempre compleja, cuestionable incluso, y que requiere de mucho esfuerzo. Parte de esa distancia incluye una importante reflexión lingüística, para construir categorías y términos que tendrán un significado específico para economistas, antropólogos, sociólogos, etcétera. Del mismo modo, se definen frente a otros campos de la sociedad como la política o las ciencias de la comunicación. En tiempos como los que vivimos, es grande el reto que esto implica.

 

La sociología, en específico, tiene como un principio fundamental la comprensión de fenómenos o hechos sociales definidos bajo un valor de integridad científica. Valiéndose de una compleja caja de herramientas de teoría y metodología (permítanme el guiño con la TARDIS de Doctor Who: esta caja no es azul, pero es mucho más grande por dentro), el sociólogo desenmascara el mundo —dice Peter Berger— con una curiosidad sin límites, observando y desvelando una realidad socialmente creada, relativa en tanto no responde a reglas aparentes ni universales.

 

Así, la sociología es, por lo tanto, una forma de conciencia —entre otras—; una forma de curiosidad, de comprensión de todo aquello que se construye como resultado de la acción humana —desde el acto más individual hasta los complejos estudios de masas o de grandes procesos históricos—, en los márgenes dispuestos por la disciplina. En voz de Max Weber, la ciencia es una vocación y una experiencia con un alto significado para el científico, y para el mundo social que le rodea, en tanto entendemos y aceptamos que la ciencia ocupa un lugar en nuestra sociedad.

 

Es en este interés científico, por entender nuestra naturaleza social, que disciplinas como la sociología han partido, desde sus inicios, de distinguir entre el ejercicio científico y la vida práctica y personal. Por ello, autores como Weber sostienen la importancia de evitar juicios de valor en el razonamiento, así como no adoctrinar políticamente a los alumnos. Sin embargo, y como hemos ejemplificado, el científico social como un sujeto activo de la vida pública y con una intención pública, difícilmente puede tomar distancia de la realidad.

 

Claro, me dirán —y dirán bien—, todos somos sujetos con emociones, prejuicios y una posición social que determina nuestra mirada. O bien, cuando está en la arena pública, el científico social no está en su cancha y todo lo mencionado sobre la disciplina compete a su ámbito profesional. Sí, así es. Al mismo tiempo, ¿hasta dónde puede el científico social dejar su posición, su careta, su fachada profesional para ser uno más que participa de la opinión pública? ¿Cuándo están dentro de su campo y cuándo están fuera? ¿Tienen cabida en las redes sociales? Y nosotros, ¿cómo los posicionamos? ¿Cómo los vemos desde espacios como Twitter, Facebook o YouTube?

 

La vida cotidiana en «las benditas redes sociales»

 

Las redes sociales agregan un elemento más a la complejidad de nuestro tiempo y a la presencia mencionada de la ciencia social en la vida pública. Los espacios digitales confunden a más de uno: borran con mucha facilidad el ámbito personal, privado. Es fácil echar al aire «virtual» las ocurrencias que surgen mientras trabajamos, cocinamos, conversamos o escuchamos las noticias. En esta acción de opinar, colectivamente, un espacio como Twitter —que hace 10 años se utilizaba para palíndromos, letras y otras ocurrencias—, es ahora un foro político en nuestro país, a veces todo un coliseo. Del mismo modo, los chats de YouTube —que hasta hace un puñado de años nadie atendía y parecían una pérdida de tiempo— se han convertido en retroalimentación y un medio de comunicación con la audiencia del periodismo, por ejemplo. Es probable que en unas décadas miremos toda esta comunicación escrita y encontremos un mundo más complejo de lo que podemos dimensionar.

 

Lejos de ser inocuas, redes sociales como las mencionadas, son indicadores de las inquietudes y sentimientos de individuos, grupos y comunidades en diversos temas de interés. Son territorios sociales con un grado de horizontalidad que pocas veces ocurre en aquel otro territorio con materialidad, al que comúnmente llamamos «nuestra vida real». En los comentarios, tuits o hilos, se mezclan las opiniones de políticos y especialistas, periodistas y líderes de opinión, así como personas de muy diversos espectros y formaciones; sí, científicos también. En esa horizontalidad, es posible escribir, con menos intermediación, a diputadas, senadores, deportistas o artistas, así como a nuestros medios, periodistas y escritores de opinión.

 

Los diversos sujetos «de la vida real» —taxistas, obreros, amas de casa, empleados domésticos, oficinistas, académicos, científicos, médicos y un gran etcétera— nos comunicamos en un sitio donde todos somos legos; es decir, faltos de instrucción, ciencia o conocimientos. En Twitter o YouTube todos somos más iguales. Si bien hay restricciones y límites a la interacción, definidas por las plataformas —con algunos criterios bastante debatibles—, entre usuarios no existe, de facto, un experto sobre la participación en Twitter o cómo comentar en YouTube; no existe una autoridad intelectual de lo que se debe decir o no, ni un especialista que deba aprobar nuestro mensaje. ¿Qué nos limita como individuos? En el nivel de los usuarios, ¿quién decide lo correcto o aceptable de los contenidos en estos actos de comunicación?

 

De ese complejo mundo emergen comunidades científicas que existen fuera de las redes y que parecen reconfigurarse en ellas. Entre la actividad divulgativa y la opinión política, se les ve en redes sociales con complejos hilos de análisis; otros, con razonamientos políticos que oscilan entre el apoyo al gobierno actual y el hate declarado (con todos los matices que los extremos encierran); algunos más se salen de todo eso y se ocupan de difundir su trabajo o su visión como académicos y docentes y, otros más, comparten memes y lo pasan bien. Como sea, ese espía —nuevamente Peter Berger— está más que visible en la arena pública digital.

 

Verles invita a consultar con la almohada, a cavilar, acerca del quehacer de la ciencia y el papel de las ciencias sociales en el debate público. En contraste, tomo como referencia otro oficio que ha estado en la mira en los últimos tiempos: el periodismo. Entre la confrontación y el diálogo, fuera y dentro del periodismo, el debate ha sido fuerte en cuanto a cómo definir un buen periodismo, qué es la verdad, cómo actuar frente a la desinformación o cómo realizar el trabajo con honestidad y con una posición política transparente. Me pregunto si, desde nuestras disciplinas, debemos considerar discusiones similares en relación, por ejemplo, a la tan complicada neutralidad de la opinión, la ideología política, entre muchas otras.

 

La visibilidad de las ciencias de lo social, —de esos demonios que van tras los misterios humanos— es, desde mi punto de vista, un indicador de que debemos dialogar y cuestionar la realidad que las sostiene. Para continuar con este diálogo, en la siguiente entrega conversemos un poco más sobre qué es esto de la opinión pública.

 

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¿Por qué La voz multiplicada?

 

¿Cómo elegimos nuestra voz en este gran escenario digital que nos coloca en un terreno inédito? En redes sociales, como en cualquier otro espacio de nuestra vida, detrás de cada una de nosotras, de nosotros, hay muchos otros: personas reales e imaginadas. Junto con ellas, espacios y tiempos, lugares, lecturas, experiencias que definen lo que somos. Invariablemente rememoramos, recordamos algunas letras y evocamos personas. Todo ello es parte de nuestra voz: somos nuestros referentes, nuestros lugares y posiciones, nuestra historia. Y las multiplicamos.

 

La voz multiplicada es la que cada una y cada uno somos cuando hablamos, escribimos, gesticulamos. Es parte de esta voz pública, leída y atendida por alguien allá afuera; voces conscientes e inconscientes que se multiplican de maneras insospechadas, sin control. Así es la complejidad, el caos de la comunicación y quizá vale recordarnos que existen. Nadie, ni el científico social más autorizado escapa a esta realidad.

 

 

** Trabaja desde hace casi 10 años en la UNAM como responsable del área de Inventario de Colecciones y Datos de Investigación, en la Dirección General de Repositorios Universitarios. Colaboró en “El empresario”, suplemento del periódico El Economista, en la Ciudad de México, así como para “La hora hispana”, de The Daily News, en Nueva York. Se declara siempre en formación en temas de redacción, así como sociología, historia y divulgación de la ciencia.

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