Catástrofes y movimientos sociales

  • 0

Lo imprevisto es consustancial a la vida humana. Por más planes que hagamos y por más claridad en el trayecto que nos hemos trazado, siempre e inevitablemente surgirán eventos que escapan a nuestras más finas capacidades de antelación, y, por lo tanto, es muy probable que nos obliguen a hacer cambios, ajustar metas, recomponer rutinas, trazar planes de emergencia y a utilizar recursos destinados a un fin para hacer frente a las adversidades no estimadas en el presupuesto. Accidentes, enfermedades repentinas o tragedias derivadas de la inseguridad que priva en el país (asesinatos, secuestros, extorsiones, robos o desapariciones, entre otros), son algunos posibles eventos que pueden trastocar el devenir más o menos normal de nuestras vidas.

Lo mismo pasa en la administración pública. Si algo temen los gobernantes es precisamente que lo inesperado surja por fuera de sus planes estratégicos, de sus escenarios previstos, de sus objetivos y metas, de sus compromisos de campaña, de los presupuestos asignados incluso para cubrir posibles eventualidades, pero no para hacer frente a lo inesperado. Keynes lo dijo de manera impecable: “lo inevitable rara vez sucede, es lo inesperado lo que suele ocurrir.” Y eso inesperado que suele ocurrir y que a los gobiernos siempre y por definición los agarra mal parados, puede dar al traste con las transformaciones más ambiciosas, con los proyectos mejor planeados o con la aparente estabilidad derivada de la abulia en el poder. Precisamente esto último es lo que le sucedió a Miguel de la Madrid Hurtado en 1985.

El terremoto del 19 de septiembre de 1985, que sacudió principalmente a la Ciudad de México (entonces Distrito Federal), fue un evento absolutamente inesperado que, a la postre, sería decisivo en la transformación del país. El terremoto dejó una profunda huella en todo México, no sólo por los miles de personas fallecidas y damnificadas sino también porque quedó expuesta la corrupción en muchas obras (hospitales, escuelas, edificios de departamentos), se evidenció la ineptitud y el pasmo gubernamental y se generó una amplia movilización social principalmente, que no exclusivamente, en la capital del país. El ocultamiento del número de muertos hace difícil establecer una cifra precisa, pero oficialmente se habló de entre 6 y 7 mil personas fallecidas, otros aseguran que fueron 20 mil, mientras que las organizaciones de damnificados establecen que 35 mil personas perdieron la vida.

El terremoto también dejó 30 mil viviendas destruidas, 70 mil dañadas, 400 edificios derruidos, cortes en el suministro eléctrico que en algunas zonas de la ciudad duró varias semanas, afectaciones al metro, al sistema de agua potable, al drenaje, a medios de comunicación; se estima que se perdieron alrededor de 200 mil empleos y hubo una caída en la economía de 2.4 % del PIB. Además, y de manera muy notable, movilizó a una ciudadanía que rápidamente ocupó el vacío dejado por el gobierno del corrupto y pusilánime presidente Miguel de la Madrid, quien, a pesar del desastre, continuó con los planes para que en 1986 se celebrara en México el mundial de fútbol. Y así le fue en la inauguración cuando más de 100 mil personas en el Estadio Azteca lo recibieron con una sonora rechifla y muy sentidas y sonoras mentadas de madre.

El terremoto fue el detonante de importantes movimientos sociales que fueron clave para la transformación social, política y cultural del país. Al calor de la solidaridad desplegada por la tragedia, en la exigencia de sus derechos y ante el pasmo tanto del gobierno del Distrito Federal como del gobierno federal, surgieron movimientos y organizaciones que cambiarían a la capital del país, y a la postre serían decisivas en la transformación de todo México: la Unión de Vecinos y Damnificados 19 de Septiembre, la Unión de Vecinos y Damnificados del Centro, la Unión de Vecinos de la Colonia Guerrero, la Coordinadora Única de Damnificados, el Sindicato de Costureras 19 de Septiembre, por mencionar sólo algunas organizaciones. Asimismo, el movimiento social surgido del terremoto fortaleció a la Coordinadora Nacional del Movimiento Urbano y Popular (CONAMUP), a la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) e incluso a los movimientos universitarios en la UNAM, la UAM, el IPN, Chapingo, entre otras instituciones. Muchas de estas fuerzas sociales serían decisivas en la conformación, por una parte, del Partido de la Revolución Democrática, y por la otra, de movimientos que seguirían una senda distante -y hasta opuesta- a la electoral, algunas de ellas incluso simpatizantes de movimientos armados.

El terremoto del 19 de septiembre de 1985 cambió para siempre la orientación política de la hoy Ciudad de México, toda vez que, desde las primeras elecciones a Jefe de Gobierno, en 1997, el PRI jamás regresó a gobernar la capital del país, aunque su impronta corrupta, gangsteril, autoritaria y clientelar se reprodujo en los gobiernos del PRD, en particular en el de Miguel Ángel Mancera. Se fue el PRI, pero no sus prácticas.

En 2020 estamos en la peor catástrofe que haya sacudido al país, la pandemia de COVID-19. Hasta el momento, las repercusiones de la pandemia en nuestro país arrojan cifras francamente alarmantes, tanto por el número de personas fallecidas, más de 70 mil, como por su impacto en la economía que, se estima en el mejor de los escenarios, tendrá una caída de 8.8 % y más de un millón de empleos perdidos. Estas cifras, de suyo ominosas, podrían ser mucho peores si consideramos el subregistro de fallecimientos y que la caída en la actividad económica al final del año podría ser de dos dígitos. Así, el número de personas fallecidas por la pandemia podría ser de al menos el doble de las oficialmente estimadas, es decir más de 140 mil, y el retroceso en el PIB podría llegar a menos de 10 puntos porcentuales. Por donde se quiera ver, se trata de una catástrofe. Además, hay que considerar que los meses fríos están próximos y que podría darse una confluencia de contagios de COVID-19 y de influenza, con lo que el número de personas fallecidas aumentaría sustancialmente, con el consiguiente impacto negativo en la recuperación económica.

Por otra parte, hay al menos otros dos ámbitos de impacto de la COVID-19 que no se están evaluando con justeza y precisión: la dimensión emocional y sus consecuencias derivadas del confinamiento (depresión, ansiedad, suicidios, violencia doméstica, etc.) y la dimensión educativa con el abandono escolar de millones de estudiantes, 2.5 en educación básica y unos 300 mil en educación superior. Esto es, cerca de 3 millones de estudiantes han abandonado sus estudios, pero es posible que la cifra se incremente en los próximos meses por la prolongación de la pandemia y la respuesta de las autoridades educativas de impartir clases por televisión (cuando muchos niños y niñas no tienen TV y/o electricidad en sus casas). Tanto atender las necesidades emocionales de la población como impedir, o al menos atenuar, el abandono escolar requiere acciones y recursos que en el presupuesto de 2021 no están contemplados.

A diferencia del sismo de 1985, la pandemia de COVID-19 no ha detonado movilizaciones sociales, en gran medida porque la misma naturaleza de la enfermedad ha obligado al confinamiento, al aislamiento, al individualismo inclusive. Si el terremoto concitó a que la gente tomara las calles y se organizara, la pandemia, por el contrario, ha provocado retraimiento y hasta desmovilización social. Baste considerar que las movilizaciones feministas de principios de marzo fueron desarticuladas en el periodo de confinamiento de la Jornada Nacional de Sana Distancia que inició el 23 de marzo. De la misma manera, otros movimientos y organizaciones sociales con banderas en alto en lucha por sus derechos, han debido postergar acciones y movilizaciones, obligados por las circunstancias.

Sin embargo, quien suponga que los movimientos sociales han sido desarticulados por efectos de la pandemia, o que no tienen razón de ser en el marco de la 4T, está por completo en un error. Al menos tres grandes movimientos sociales en el país han retomado sus expresiones políticas en calles, carreteras y plazas, lo que indica que no sólo no han arriado banderas, sino que sus demandas están vigentes e inclusive se han agudizado con la pandemia. Estos movimientos son: i) el de los pueblos y comunidades en resistencia contra los grandes proyectos desarrollistas, la minería y en defensa de sus territorios y sus culturas; ii) el de los colectivos de familiares en búsqueda de las y los desaparecidos y; iii) el movimiento de las feministas en contra de la violencia de género, en particular el feminicidio, y contra la dominación patriarcal.

Por supuesto que no son las únicas expresiones de la inconformidad social, pero sí acaso las más visibles y combativas y cuya plena legitimidad no ha sido cabalmente comprendida, ni atendidas sus demandas, por la 4T. Hay otras formas del descontento social que no se expresan de forma organizada, o no totalmente, y que no pueden desdeñarse ni cuestionar la justicia de sus reclamos: por una parte, la militarización del país a través de la Guardia Nacional no ha traído la paz y la tranquilidad exigidas, por lo que el malestar social derivado de la inseguridad, persiste. Por otra parte, la violencia política en zonas puntuales del país no cesa, pese a los esfuerzos e intentos pacificadores del gobierno de la 4T: los asesinatos de niñas, niños, mujeres y hombres en Aldama, Chiapas, y la proliferación de grupos paramilitares en la región son un ejemplo de la ineficacia política del gobierno federal.

En el contexto de la larga pandemia (que se extenderá por lo menos hasta mediados del próximo año, en el mejor de los casos), es altamente probable que los movimientos sociales se agudicen, se sumen otros y aparezcan nuevos. Adjudicar a la “mano negra” de los conservadores la causa de las movilizaciones sociales significa no comprender el carácter legítimo de las demandas de campesinos, comuneros, mujeres, indígenas, víctimas de la violencia en todas sus formas, estudiantes, normalistas, profesionistas, comunidades científicas y artísticas, entre otros sectores sociales que se sienten agraviados. Es muy entendible su reclamo, sobre todo si lo estimamos bajo el prisma del presupuesto federal para el próximo año, en el que, por dar algunos ejemplos, a las escuelas normales se les redujo la asignación en 40 %; los recursos para los Refugios Especializados para Mujeres Víctimas de Violencia de Género son exactamente los mismos que para 2020 (405 mdp) cuando la violencia contra las mujeres se ha acentuado durante el confinamiento; el presupuesto para la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas, la CEAV, se mantiene igual que en este año (poco más de 843 millones de pesos), amén de que la CEAV sigue acéfala luego de la renuncia de su titular en junio pasado.

El movimiento feminista, con sus muy diversas expresiones, formas de organización y de lucha, es previsible que incremente sus acciones habida cuenta de la pasividad y el letargo de las autoridades de todos los ámbitos de gobierno, de todos los poderes. No es un problema de incomprensión, soberbia o falta de interés. Vamos, lo es, sin duda, pero es mucho más profundo que eso: es un problema de poder del Estado patriarcal. De allí que la paridad de género, en el supuesto de que sea cierta, en puestos de la administración pública federal, estatal o municipal, no resuelve el problema estructural, ni tampoco la asignación de recursos, por sí misma. Pero no hacer nada, como sucede bajo el pueril pretexto de la pandemia, o suponer que canalizando recursos a programas como Adultos Mayores se resuelve el problema, es colocar en mayor riesgo la vida y la seguridad de millones de mujeres. Y eso, lo quiera o no el gobierno, va a desatar reacciones, las está desatando y desde hace mucho tiempo. Las protestas de los días recientes son muy claras: es un asalto al Estado, representado en la Comisión Nacional de Derechos Humanos y sus diversas sedes, por parte de las mujeres que, como lo han dicho insistentemente, no van a cejar en sus demandas. Y qué bueno que no lo hagan: sin ellas, el país no tiene futuro.

¿Tiene futuro Morena?
Atrás ¿Tiene futuro Morena?
Develando el Tren Maya: Ernesto Ledesma entrevista a Rogelio Jiménez Pons, director de Fonatur
Siguiente Develando el Tren Maya: Ernesto Ledesma entrevista a Rogelio Jiménez Pons, director de Fonatur
Entradas Relacionadas

Escribir comentario:

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *