Ángel Yael y la lógica militarista

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Michael W. Chamberlin

Rompeviento TV a 3 de mayo de 2022

 

El miércoles 27 de abril pasado, la Guardia Nacional disparó contra unos jóvenes universitarios, quitándole la vida a Ángel Yael Ignacio Rangel e hiriendo a su compañera, Edith Alejandra. El caso es similar a los estudiantes asesinados por el ejército en el Tec de Monterrey, el 19 de marzo de 2010. En ambos casos las víctimas son universitarios y los victimarios militares, en ambos casos la razón fue la misma: “eran sospechosos”, en ambos casos causó indignación y rechazo, y a doce años de distancia, ambos casos ocurrieron bajo la misma lógica de seguridad militarizada.

Ya sabemos que no es la primera vez que sucede y no podemos condenar los hechos sin hacerlo también por el contexto en el que ocurren. Sólo en Guanajuato, entre 2019 y 2020, al menos 14 estudiantes fueron asesinados. Desde 2016 esta entidad ha sufrido una oleada de violencia tanto del crimen organizado como de las fuerzas de seguridad.

Más aún, de acuerdo con la investigación de Marco Antonio López, Nayeli Valencia, Scarlett Lindero, Abraham Rubio y Juan Luis García, “La pacificación de AMLO es más letal que la de Calderón”, auspiciada por el Proyecto de Apoyo al Periodismo de la UNESCO, desde el inicio de la presencia de la Guardia Nacional en las calles, en julio de 2019 y junio de 2021, 93 civiles han sido ejecutados a manos de la Guardia Nacional, de acuerdo con información de transparencia.

El índice de letalidad de este cuerpo policial militarizado, de acuerdo con el mismo informe, es de 3.5 civiles muertos por cada civil herido o detenido (3.5x1). En números totales, por esos 93 civiles muertos hubo 26 heridos. Comparando los datos es 55.25% menor al registrado por la Policía Federal (PF) en el mismo periodo del expresidente Peña Nieto y 28.3% más que el registrado de la PF en el mismo periodo de Felipe Calderón, “según el registro de las Coordinaciones Estatales de la Guardia Nacional”.

En el caso de Ángel Yael y sus compañeros de la Universidad de Guanajuato, pronto supimos que se trató de una ejecución extrajudicial y de un uso desproporcionado de la fuerza. Así lo declaró el gobernador Diego Zinuhé: “Condeno enérgicamente los lamentables hechos registrados en #Irapuato en donde un joven estudiante perdió la vida y una más resultó gravemente herida a consecuencia de disparos en un uso desproporcionado de la fuerza por parte de un elemento de la Guardia Nacional.”; y la propia Guardia Nacional reprobó “cualquier conducta alejada de la observancia de la Ley”, mientras señalaba que la decisión de disparar del marino fue “de manera unilateral”. Pero ¿qué pasa con los otros casos que se desconocen, donde la Guardia Nacional también disparó?, ¿se persigue igual a los responsables?, ¿se trata de decisiones unilaterales o, como ocurrió en las ejecuciones de Tlatlaya, son órdenes de batalla? El llamado “índice de letalidad” nos da una idea.

Este índice es un indicador de abuso en situaciones difíciles de dilucidar. Sirve para saber la probabilidad de que un cuerpo armado haya utilizado o no, la fuerza de manera proporcional y justificada. Retomado de la experiencia en los conflictos armados convencionales, la proporción razonable a nivel internacional es de un muerto por cada cuatro heridos (1x4), siempre más heridos que muertos dado que se busca el menor daño posible.

En Vietnam, nos dice el mismo estudio, la relación fue de un muerto por cuatro heridos (1x4); en el conflicto Israel-Líbano fue de un muerto por cada 4.54 heridos (1x4.54), pero como habrán notado, estamos hablando de conflictos armados y no de una democracia en paz. Las desproporciones entre muertos y heridos/detenidos en México desde el sexenio de Calderón a la fecha, nos habla de un uso desproporcionado de la fuerza, pero su sistematicidad apunta a una política deliberada para cometer ejecuciones extrajudiciales que deben investigarse y en su caso juzgar a los responsables.

Aquí una nota: los responsables primeros son los que toman las decisiones en la esfera civil y militar, los soldados rasos suelen enfrentar situaciones contradictorias entre obedecer la ley y obedecer la orden, como ya hemos expuesto en una entrega enterior. Una contradicción fundamental que paga el “pueblo uniformado” cuando, como en el caso de Ángel Yael, se hace público.

Como creo que es claro ahora, la lógica de seguridad pública no puede tener como resultado enfrentamientos y mucho menos tantos muertos. Esto se explica en parte por la lógica militarista y de disuasión armada para enfrentar la criminalidad que actualmente impera, como si se estuviera atendiendo un conflicto armado.

La Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos ha insistido en la necesidad de cuestionar si en México vivimos o no en un contexto de conflicto armado interno. Tanto la Universidad de Leiden en Holanda como la Universidad de Ginebra en Suiza, han considerado que existen los elementos en México para considerarlo así desde el punto de vista del Derecho Internacional Humanitario. Considero que esto debe debatirse ampliamente porque tiene repercusiones distintas en el ámbito del derecho internacional y, sobre todo, en las responsabilidades del Estado mexicano ante sus ciudadanos.

La Comisión Mexicana nos recuerda en un reciente artículo que “las cifras de la violencia y violaciones graves a los derechos humanos en México son alarmantes. De 2007 a 2021, alrededor de 350,000 personas fueron asesinadas y, de enero de 2007 a abril de 2022, más de 83,000 continúan desaparecidas. A esto se suma la militarización de la seguridad pública: desde finales de 2006 el número de elementos de las Fuerzas Armadas que participan en estas tareas se ha multiplicado por cinco” y se pregunta, ante estos datos, ¿por qué el Gobierno mexicano ha insistido que en México no existe un conflicto armado interno?

Guillermo Trejo y Sandra Ley señalan en su libro Votos, drogas y violencia (pag 49), que “(a)unque técnicamente se considerara que México era un país en paz en la década de 2000, para 2005 las guerras criminales habían sobrepasado el umbral de muertos en batalla que suele usarse para definir una guerra civil”, es decir, 1000 muertos en combate. Una idea que apoya lo dicho por la Comisión Mexicana.

No obstante, considero que no existe un conflicto armado interno debido a tres factores: el primero es que el enemigo es difuso. Si miramos el índice de letalidad no parece que estemos hablando de confrontaciones armadas, sino como hemos dicho, una posible política de ejecuciones, quizá de “falsos positivos” que, como en Colombia, hacen pasar a víctimas inocentes por presuntos combatientes para justificar las ejecuciones. Segundo, los carteles de la droga, quienes serían la parte combatiente, han cambiado de hegemonía, de control territorial y de nombre, no son actores constantes; y por último, la única constante en esta “guerra” son las fuerzas armadas, quienes van ganando cada vez más control económico y político.

Lo que existe en México, como dijo del Comité de Desapariciones en su reciente informe sobre su reciente visita al país, es un enfoque insuficiente y equivocado de la seguridad, por lo que este órgano de expertos insta al gobierno mexicano a abandonar “de inmediato” la militarización de la seguridad pública.

La violencia es una industria que se alimenta de la impunidad estructural. Nos han acostumbrado tanto a ella que las historias de horror y el número de víctimas ya no nos escandaliza, aunque sean semejantes a los países en guerra. Hemos olvidado cómo es vivir sin miedo, cuando ese es el tipo de seguridad al que las personas libres debemos aspirar.

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