Allende Parte III

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Juan Alberto Cedillo

 

Desde que colocamos un pie fuera del vehículo, una parvada de “Halcones” comenzó a sobrevolar sobre nuestras cabezas. Descendían y volaban cada vez más bajo en la medida en que “tranquilamente” recorremos y nos adentramos a las solitarias calles del pequeño poblado.

 

Para esa época ya no era un joven, sino un viejo reportero con diez años de cubrir la fuente de economía, finanzas y negocios, más otros cuatro años de estar sumergido en el profundo pantano de la violencia y en la guerra que protagonizan grupos rivales del narcotráfico.

 

No obstante, mis andanzas en otras regiones dominadas por el crimen organizado no se comparaban con sentirse en el interior de la boca del lobo. Pero no era el momento para asustarse, titubear o arrepentirse.

 

El sofocante escrutinio de los Halcones, especializados en olfatear el miedo, comenzó a inquietarme. Sentí que en un momento dado, la cacería de los lobos terminaría por cerrar sus fauces sobre nosotros. En un instante me quebré, pensé que nos detendrían, interrogarían, torturarían y que al descubrir que éramos periodistas ya no saldríamos vivos de Allende.

 

Mientras yo me derrumbaba por dentro, Melva continúo con una “ingenua” actitud de turista despistada, sonriendo a todo mundo y observando alegremente detalles del “folclórico” pueblo. Al observarla, molesto pensé improperios, qué no se da cuenta del peligro en que estamos”. En ese momento mi miedo me nubló para entender que ella sí tenía muy claro el riesgo que enfrentamos. Y que su magistral “actuación” sirvió para que los Halcones nos consideraran “inofensivos” turistas lo que al final no permitió salir sanos y salvos del trágico pueblo de Allende.

 

Sí, en algunos momento me mostré preocupado y torpe, incluso podría haber pasado como un “miembro de la contra”, ese simple hecho, podría habernos llevado a una muerte lenta y dolorosa, sin embargo, la presencia de Melva hizo la diferencia, una mujer de modales educados, de clase media, que cuida detalles de su vestimenta e imagen, lo que la hace ver distinguida, y con una actitud ligera y afable, posiblemente nos salvó la vida. No era una mujer del tipo “buchona” o de ese rasgo conocido que le gusta juntarse con personas vinculadas a cárteles de droga o crimen organizado.

 

Recuperado el temple optimista que debía mostrar, nos enfilamos rumbo al vecino municipio de Nava para hablar con el único contacto que nos había proporcionado personal de la Diócesis que encabezaba el obispo Raúl Vera… el párroco del pueblo.

 

Cuando entramos a la iglesia los Halcones nos observaron intrigados. En el interior le contamos al padre nuestra intención de escribir sobre lo sucedido el 18 de Marzo del 2011. Le expliqué que todo lo que nos contara sería anónimo. En ese momento el párroco cambió su alegre semblante, sus ojos brillaron de rabia, su rostro se horrorizó y como poseído por el diablo nos corrió de la Iglesia. Nos sentimos como cuando Cristo expulsó a los mercaderes del templo.

 

Salimos sorprendidos y tristes. Tenía centradas las esperanzas de conocer a través del padre lo sucedido. Busqué con la mirada a los Halcones, observé que la parvada de aves de rapiña se había reducido. Sólo quedó un par de ellos que nos esperaba sentados en un auto estacionado en la plaza. Su estado de alerta había cambiado, ahora estaban más interesados en conversar, con una actitud más franca y despreocupada.

 

A partir de ese momento nos siguieron, alejados, como parte de una rutina. Retornamos al centro de Allende con la esperanza de conseguir testimonios, pero la actitud del párroco nos mostró que a pesar del paso del tiempo, el miedo continuaba poseído sobre la gente del pueblo y que nadie se atrevería a contar su testimonio a dos desconocidos.

 

En la plaza central, triste y solitaria, circulaba poca gente. Había un par de vendedores ambulantes así como un bolero. Decidí lustrar mis zapatos, sucios por el polvo de las calles recorridas. El bolero era un joven de unos 30 años que recién había sido expulsado de los Estados Unidos, así que cuando lo interrogué sobre los hechos del 18 de marzo comenzó a contar confiado lo poco que sabía. Fue suficiente para sumarlo a lo que ya me habían narrado amigos de Monclova, y gracias a ello escribí el primer reportaje sobre los sangrientos sucesos de Allende, muy limitado para la dimensión de la tragedia.

 

Insatisfecho por el pobre resultado de la primera incursión seguí investigando. En mi segunda visita acompañado por mi querido Miguel, el nuevo alcalde y su jefe de seguridad nos contaron durante más de una hora lo que ellos conocían de primera mano.

 

En abril del 2013 viajé a Austin, Texas, para cubrir el juicio de José Treviño Morales, hermano mayor de Z40 y Z42. En esa ocasión, la suerte estuvo de mi lado, ahí testificaron los principales capos que desataron con su traición la Masacre de Allende. Durante dos años escribí para el portal de la revista Proceso una serie de reportajes con los detalles que contaron en Austin, lo descrito por el alcalde y las versiones de las víctimas que logré contactar.

 

A pesar de la dimensión del magnicidio, y que falta mucho por investigar e historias tristes que contar, ningún medio retomó el caso durante dos años.

 

Para enero del año 2014 se realizó un “macro operativo” por parte de la Subprocuraduría para la Búsqueda de Personas no Localizadas que encabezaba Juan José Yañez Arreola, para buscar víctimas en el norte de Coahuila. Así que el periodista “Paco” Cobos de Univisión fue el primero en retomar la tragedia. Le siguió el estimado colega Diego Osorno con una crónica del operativo, publicada en Vice, y Jan Martínez Ahrens complementa parte de la historia con un excelente reportaje en el diario español El País.

 

No obstante, ningún medio nacional retomó el caso hasta mucho tiempo después. Incluso hasta hoy en día, la tragedia de Allende sigue siendo un caso “menor” frente a casos como  Ayotzinapa.

Hoy día, la mayoría de los funcionarios estatales y federales cómplices del magnicidio siguen impunes. Entre ellos sobresalen los hermanos Moreira y el actual Secretario de la Defensa Nacional, Luis Crescencio Sandoval, quien protegió a los Zetas y ocultó la tragedia al gobierno federal durante más de un año.

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