Un espejo japonés

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Federico Anaya Gallardo

Comentando mi entrega de la semana pasada, el buen camarada Miguel Ortega Vela (@Miguelov65) me dice en Facebook: “De acuerdo con su análisis, Dresser quiere equiparar manipulando a Weber, carisma igual a no democrático. Pero sí se puede criticar a AMLO no por su carisma ni por su falta de legitimidad, esa la tiene de sobra, el tema es que el carisma no es transferible y la racionalidad requiere de nuevas instituciones que den sentido y orienten los cambios de justicia social que enarbola. Así como un nuevo estamento burocrático con capacidades éticas, técnicas y políticas comprobables y evaluables, no por confianza de quien los nombra.”

 

Exacto. Ese era uno de los problemas estudiar, según el profesor Weber: ¿cómo se institucionaliza (ó más bien, cómo evoluciona) un sistema social desde lo carismático a otro modo de legitimación? Porque, debemos aclararlo, el sociólogo alemán no jugaría a “dictar” que “debe” existir una línea “evolutiva” única entre sus tipos ideales de legitimación (en este caso, de lo carismático a lo legal-racional). Pongamos un ejemplo lejano. En el Japón de 1600-1868, la “solución” Tokugawa sería un ejemplo de “evolución” de lo carismático (gobiernos “personalistas” de Nobunaga Oda y de Hideyoshi Toyotomi) a lo tradicional (el sistema establecido por Ieyasu Tokugawa).

 

El caso japonés es interesante porque resolvió problemas de convivencia gravísimos –un tema que interesa mucho al camarada Ortega, especialista en el análisis de la violencia social y lector atento de René Girard.

 

El Japón del período Sengoku (1467-1603, 戦国時代, Sengoku jidai, ó Tiempo de los Estados en Guerra) se caracterizó por una continua lucha entre señoríos más ó menos poderosos. Duró casi 150 años. La figura social dominante era el guerrero samurái (侍) radicalmente leal a un señor (大名, daimió). Se trataba de guerreros semiautónomos aglutinados alrededor de un número reducido de casas nobles. Esas redes clientelares se enfrentaron en una guerra permanente hasta que, en uno de los linajes nobiliarios menores –los Oda de la provincia de Owari (尾張国, Owari no Kuni)– apareció un líder carismático: Nobunaga (1534-1582).

 

Mezclando violencia, astucia e innovación, Nobunaga unificó casi todo el territorio japonés. Un detalle que lo retrata es la adopción de las armas de fuego españolas y portuguesas que empezaban a llegar a Japón. El Clan Oda empleó a todos los artesanos que pudiesen imitar y mejorar los mosquetes. Mejor armados, los soldados-campesinos de Owari podían derrotar a los samuráis tradicionales de otros señoríos.

 

Lograda la unidad, Nobunaga empezó a usar como emblema estos signos kanji: 天下風布 que se leen Tenka Fubu (gobierno/Estado militarizado). Justo en ese tiempo lo conoció Luís Froís, un misionero portugués, quien nos dejó este retrato: “infatigable, inclinado a hacer justicia y actos de compasión, arrogante, amante del honor, muy discreto en sus decisiones, maestro en las estratagemas, prácticamente no hace caso de las admoniciones y consejos de sus subordinados, y es temido y venerado por todos en el más alto grado. No bebe vino, es brusco en sus modos, ve con soberbia a todos los otros reyes y príncipes del Japón y les habla con desdén como si fuesen sus inferiores.” (Las personas que asumen el liderazgo carismático en sus sociedades, lectora, se parecen todas ellas.)

 

Y mueren parecido. Como el romano Cayo Julio César en 44aC y como el luisiano Huey Long en 1932, el japonés Nobunaga Oda fue asesinado en 1582 por una facción tradicionalista que insistía en que su régimen estaba destruyendo la sociedad. Pero en la renovada guerra civil quien imperó fue otro líder carismático del bando Oda, llamado Hideyoshi Toyotomi (1537-1598) –un samurái de gran éxito que provenía del estamento campesino. (¡Atención! Los liderazgos carismáticos sí se transfieren.) Derrotados los enemigos de Nobunaga, Hideyoshi adoptó el título de Taiko (太鼓, regente retirado). Murió en su cama y se creó un gobierno de gabinete durante la infancia de su heredero (hijo de él y de una sobrina de Nobunaga). Notemos cómo después de un segundo líder la legitimidad carismática se institucionalizó por vía tradicional: herencia patrilineal y alianzas matrimoniales.

 

El régimen de El Taiko se desmoronó y una nueva guerra civil fue ganada por Ieyasu Tokugawa (1543-1616), un daimió tradicional que había sabido inclinarse ante los liderazgos carismáticos de Nobunaga é Hideyoshi. Ieyasu finalmente logró estabilizar un gobierno nacional en una nueva capital centralizadora, llamada Edo (el Tokio moderno). Sus descendientes gobernaron Japón como shogunes por dos siglos y medio. A partir de la segunda generación el modo esencial de legitimación del shogunato fue tradicional.

 

Pero también hubo elementos racional-legales en el proceso. En el violento siglo XVI nipón, la adopción de los mosquetes fue una más de las técnicas extranjeras hibridizadas y mejoradas por la sociedad japonesa. Mucho antes había ocurrido lo mismo con la escritura ideográfica china. A finales del siglo XIX, la industrialización japonesa pudo aprovechar esta tradición de apertura a nuevas tecnologías porque la misma había sido institucionalizada en circuitos académicos y artesanales estrictamente regimentados por los Tokugawa. Pero los elementos racional-legales también podían ser regresivos: desde los tiempos de El Taiko el gobierno central japonés desarmó a los campesinos  para evitar el surgimiento de nuevos liderazgos –que necesariamente traen inestabilidad política. Todo lo anterior (sistematizar la innovación y domesticar a la sociedad) se hizo mediante cuerpos legales diseñados centralmente y aplicados rigurosamente.

 

Por cierto de la buena aplicación de Max Weber, lectora, te recomiendo el libro de Eiko Ikegami, La domesticación del samurái: El individualismo honorífico y la construcción del Japón moderno (México: UNAM, 2012). La catedrática de la New School University de Nueva York explica allí cómo el ethos individualista del samurái pasó de generar una competencia sangrienta perpetua –en los días de guerra civil– a una lealtad absoluta a las jerarquías sociales nacionales. En este proceso hubo elementos racional-legales (la estandarización de la literatura y códigos de la casta de los guerreros) pero también tradicionales (la organización de todo Japón en estamentos cerrados y minuciosamente jerarquizados que aseguraban espacios de honor a los samuráis). La domesticación de los samurái salvajes de los 1400s y 1500s –entre los que surgieron Nobunaga é Hideyoshi) estaba ya muy avanzada cuando el Almirante Perry obligó al shogunato Tokugawa a abrir los puertos del imperio en 1853. El Japón moderno prosiguió la domesticación al punto que la antigua casta de guerreros se convirtió en el estamento burocrático del Japón occidentalizado.

 

Dicho lo anterior, regreso un momento a los comentarios del camarada Miguel Ortega. En el México de nuestros días, el liderazgo carismático de Andrés Manel López Obrador ha procurado consolidarse vía reformas legales y constitucionales. Miguel dice (y dice bien) que “una cosa es institucionalizar y legalizar programas y otra distinta crear un nuevo régimen legal-racional democrático que atienda profesionalmente lo que los programas sociales no están cubriendo. Particularmente mi preocupación es la seguridad humana, sin participación ciudadana desde abajo no es posible la paz y la justicia.”

 

Atenderé más en detalle este comentario la semana que viene. Hoy me concreto a reiterar que los tres modos de legitimación weberianos pueden (y suelen) activarse simultáneamente. Con el ejemplo japonés que hoy he expuesto, por otra parte, debería quedar claro que la “voluntad personal” de los actores políticos vale comparativamente muy poco frente al modo concreto (histórico, es decir, azaroso) en que –dentro del tejido social y navegando entre contradicciones de clase– se articulan tradiciones, leyes, golpes de mano y liderazgos.

 

Es probable que si un equipo de sociólogos weberianos pudiese entrevistar a Ieyasu Tokugawa este subrayaría su voluntad de contener la emergencia de liderazgos desde la sociedad subalterna, la necesidad de recuperar las tradiciones de los estamentos dominantes y la urgencia de evitar cambios. Es decir, tendríamos frente a nosotros al aburrido fundador de un régimen tradicionalista. Pero ese sistema regimentó legalmente al Japón y aprovechó el legado de unidad política, disciplina militar é innovación de los líderes carismáticos –creando la leyenda popular de Ieyasu como Tercer Unificador del Japón.

 

En la pedagogía oficial del Japón moderno hay una rima fascinante: “¿Qué hacer si el pájaro no canta? / Nobunaga responde: ¡Mátalo! / Hideyoshi responde: Haz que quiera cantar. / Ieyasu responde: Espera.” Ciertamente, los Tokugawa esperaron pero (sigamos con la metáfora aviar) se aseguraron que siempre hubiese criaderos de pájaros cantores; escuelas y veterinarios cualificados; espacios para apreciar los gorjeos; así como libros de poemas que comentasen la belleza de esos cantos. (Nota lectora, por último, que la tonada japonesa de los tres grandes nos presume cómo una sociedad absorbe, supera y domestica a sus grandes líderes.)

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