Tres notas sobre la formación militar

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Federico Anaya Gallardo

 

Primera nota. Una anécdota sangrienta. El 3 de Enero de 1994, en el hospital del IMSS de la ciudad de Ocosingo, Chiapas,  el subteniente de infantería Arturo Jiménez Morales ordenó la ejecución de 8 personas. El asunto fue ampliamente documentado por las organizaciones de derechos humanos y denunciado nacional e internacionalmente. A esta tragedia se sumó otra, en Abril de 1994, provocada por la opacidad con que la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA) administró el caso. El subteniente se quitó la vida en la sede central de SEDENA en la ciudad de México luego de admitir su responsabilidad en las ejecuciones. Todos estos datos fueron proporcionados por la propia Secretaría a José Miguel Vivanco, entonces director ejecutivo de Human Rights Watch/Americas, quien publicó un reporte detallado ese mismo año. (Ligas 1 y 2.)

 

Lo que pocos notamos en aquél tiempo es que el subteniente tenía menos de 25 años. Detalle relevante, la edad de ingreso a la escuela de formación de oficiales del Ejército Nacional (el Heroico Colegio Militar –HCM) era entonces de 15 años. Es decir, sólo se requería haber terminado la educación secundaria (9 años de instrucción escolarizada). Los egresados del HCM obtienen patente (nombramiento, comisión) de subteniente y pasan a formar parte del cuerpo de oficiales –es decir, tienen mando de tropa en pequeñas unidades. En situaciones de combate, como las de Ocosingo 1994, esto les da poder de vida y muerte. El caso de Jiménez Morales seguramente fue una alerta roja respecto de la madurez de los nuevos oficiales. En los años siguientes se tomó la decisión de exigir 12 años de instrucción escolarizada (preparatoria) para ingresar al HCM –cuyos estudios se volvieron desde entonces equivalentes a los de una escuela profesional. Debo señalarte, lectora, que esto ya lo hacía la Secretaría de Marina/Armada de México desde mucho tiempo antes: los aspirantes a oficial en la Escuela Naval Militar (ENM) de Antón Lizardo, Veracruz, por años han sido bachilleres antes de empezar su entrenamiento militar.

 

Segunda nota. Demos otro vistazo al Expediente Cienfuegos. (Liga 3.) Allí veremos que las fuerzas armadas habían reconocido desde los años 1980s que sus oficiales y jefes tenían problemas en su formación académica y apreciaremos qué medidas tomaron para remediarlos. En el Anexo 6 parte 1 páginas 21-22, podrás ver, lectora, un certificado académico de 1964. Proviene de la Escuela Secundaria Federal 364-1 de Mérida, Yucatán. Corresponde al general Virgilio  Méndez Bazán, quien fuera subsecretario de la Defensa en la Administración Calderón Hinojosa. Este certificado lo presentó el adolescente Méndez Bazán en el HCM junto con una constancia de Buena Conducta firmada por el subdirector de la secundaria (página 23) y una autorización de su padre (página 25) “para que mi hijo siga la carrera de las tres armas”. El presidente del Concejo Municipal de Mérida certificó que la firma del padre del muchacho era “la misma que usa ... en sus actos y contratos y fue puesta ante mí”. Esto es relevante. En las generaciones de quienes hoy son generales, los oficiales iniciaban su carrera militar como menores de edad. La conformación final de su personalidad estaba, por lo mismo, estrechamente impactada por el espíritu, naturalmente cerrado, del cuerpo armado. Esto tiene ventajas, como asegurar la lealtad a la institución castrense; pero conlleva desventajas porque, al separar a los oficiales del “tronco común” de formación educativa y social de la población civil, puede degenerar en un “espíritu de casta”.

En este espacio, ya había compartido otro certificado de Méndez Bazán, probablemente del año 1982 (Anexo 6 parte 5 páginas 26-27, en la Liga 3). En él, se certifican estudios de Bachillerato en Humanidades y Ciencias Sociales. Fue expedido por la Dirección General de Educación Militar y de la Universidad del Ejército y Fuerza Aérea (U.D.E.F.A.) enlistando materias y calificaciones obtenidas por el entonces Mayor de Infantería Méndez Bazán tanto en el HCM como en la Escuela Superior de Guerra (ESG). Se reporta que la mayor parte de las materias del bachillerato las cursó entre 1965 y 1967 en el HCM (12 del primer año, 8 del segundo año, 8 del tercer año). Una minoría se cursaron, entre 1975 y 1978 –diez años más tarde– en la ESG. Importa decir cuáles y qué calificaciones obtuvo Méndez. Primer año: Inglés (8.3); Segundo año: Historia Militar –equivalente de Historia de México II– (8.4), Derecho Constitucional Obrero y Agrario –equivalente de Derecho I y II– (6.0), Derecho Internacional Público (6.7), Sociología –equivalente de Ciencias Políticas y Sociales I y II– (8.5) e Inglés (9.3); Tercer Año: Historia Militar –equivalente de Historia Universal Moderna y Contemporánea– (7.9), Geopolítica (7.5) e Inglés (9.0).

 

Este certificado indica que a principios de los 1980s, las fuerzas armadas reconocieron que sus programas de estudio no estaban alineados con los del sistema educativo nacional. Se aseguraron de rectificarlos y se aseguraron que sus oficiales y jefes cubrieran los requisitos generales. Méndez Bazán había cursando otros estudios en la ESG entre 1975 y 1978 cuando se expidió el certificado de equivalencias que acabo de analizar. Poco  después, se sumó como profesor a la planta académica de la naciente universidad militar. Por eso importaba, en su caso particular, que sus certificaciones académicas fuesen equivalentes a las del sistema educativo nacional.

 

Tercera nota. Roderic Ai Camp, en su libro Generals in the Palacio: The Military in Modern Mexico, relata que uno de los problemas de la formación académica de nuestras fuerzas armadas era (¿sigue siendo?) un énfasis exagerado en la disciplina aparente. A principios de los 1980s, un estudiante-invitado-observador estadounidense que participó en los cursos de la ESG informaba que los profesores transmitían sistemáticamente el mensaje de que ellos, los instructores, son la única autoridad. Camp señaló: “Los estudiantes que ofrecen opiniones diversas o contradictorias son criticados y menospreciados frente a sus compañeros. No se invita al estudiante a tomar la iniciativa. Por ejemplo, los profesores suelen mostrar filminas de armas estadounidenses o sobre tecnología acerca de la cual ellos tienen poco o ningún conocimiento. A los oficiales extranjeros invitados que ofrecen explicaciones acerca de ese armamento o tecnología se les aclara que o están equivocados o que el profesor no acepta su participación. Los estudiantes no son evaluados en base a su conocimiento de las materias sino conforme a su voluntad de subordinarse a la autoridad de los profesores” (Camp, Oxford, 1992, p. 160, mi traducción).

 

Pese a esta dura crítica, Camp reconocía que desde 1920 y hasta 1990, nuestras fuerzas armadas habían invertido seriamente en mejorar la preparación de sus oficiales y jefes. Las generaciones más antiguas del generalato y almirantazgo mexicanos no consideraban prestigioso dar clases en las instituciones educativas castrenses, pero a partir de los 1960s este elemento empezó a cobrar importancia en el currículum de los oficiales con aspiraciones. De hecho, cuando en 2000 Clemente Ricardo Vega García fue nombrado General Secretario de la Defensa Nacional por Vicente Fox, se subrayó tanto su papel como director de instituciones académicas militares (fue Rector de la UDEFA), como un libro sobre seguridad nacional.

 

Sin embargo, el aislamiento que el régimen posrevolucionario impuso a nuestros cuerpos castrenses provocó problemas cuyas cicatrices aún perduran. Uno es que por casi un siglo no hubo alineación entre la educación de las élites civiles –en las que el requisito mínimo de licenciatura ya era regla en los 1960s y adonde maestrías y doctorados se volvieron usuales desde los 1980s– y sus contrapartes militares –adonde, como ya vimos, hasta los 1960s el HCM no cubría completos los requisitos del bachillerato. La Universidad del Ejército y la Fuerza Aérea se fundó para resolver el problema y jefes relevantes, como Méndez Bazán, fueron parte de la nueva planta académica. Pero cuando estos mandos se incorporaron a ese nuevo sistema educativo, la crítica de los observadores académicos extranjeros aún era que importaba más obedecer que aprender.

 

Gracias a la decisión del Gobierno de la República de transparentar el Expediente Cienfuegos, ahora tenemos oportunidad de reflexionar sobre tema tan relevante con más elementos. Desde 1994, en parte por la tragedia que referí en mi primera nota, aprendimos que nuestros oficiales con mando de tropa deben ser más maduros. Desde los 1980s sabemos que nuestra oficialidad y mando requieren tener la misma preparación académica que sus pares civiles. Lo que aún debemos debatir –si no se han superado los defectos señalados por Camp en 1992– es cuál es el papel de la obediencia y el disenso en la formación académica de nuestros militares. Hoy, que estamos conformando la nueva Guardia Nacional, el tema es más pertinente que nunca. Un personal de disciplina militar pero que está en constante contacto con la población civil, proveyendo garantías para la seguridad ciudadana, necesita una formación humanística compleja, en la que la obediencia se deba a la justicia del caso concreto y no sólo a la orden recibida de la Superioridad.

 

Ligas usadas en este texto:

 

Liga 1:

https://www.hrw.org/reports/1995/Mexico2.htm

 

Liga 2:

http://legacy.earlham.edu/~garcier/Proceso_com_mx%20-%20ExclusivaIdentifica%20el%20EZLN%20a%20militares%20que%20asesinaron%20a%20zapatistas%20en%20el%2094.htm

 

Liga 3:

https://www.gob.mx/fgr/documentos/investigacion-cienfuegos

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