Saldo de 15 años de narcoguerra: atentado al Bar Sabino Gordo

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Juan Alberto Cedillo

 

La orgullosa metrópoli de Monterrey comenzó a sumergirse en las tinieblas un par de años antes de que terminara la primera década del nuevo milenio.  La ácida violencia se había vuelto cotidiana. Incluso alcanzó a prestigiosas instituciones representativas de la sociedad regiomontana. La zozobra, el miedo y la tristeza se apropiaron definitivamente de la ciudad cuando dos estudiantes del Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM), la principal universidad privada de México, cayeron en el fuego cruzado entre efectivos del Ejército Mexicano y miembros del crimen organizado, el 19 de febrero de 2010. Trágicas muertes de dos alumnos de Maestría en Ingeniería, con categoría de excelencia, que los militares intentaron hacer pasar como sicarios.

 

En esos días, el “Cártel” de los Zetas controlaba la ciudad y su consigna era: “La noche es nuestra”. Así que, cada día, alrededor de 4.5 millones de habitantes de los 9 municipios que conforman la zona metropolitana se despertaban con sangrientas noticias: enfrentamientos con múltiples caídos entre los Zetas y sus rivales del Cártel del Golfo (CDG) que le disputaban “la plaza”. Atentados con granadas contra bares, casas de seguridad o cuarteles de las policías municipales que estaban bajo las órdenes de alguno de los bandos, se repetían cada madrugada.

 

La ola de crueldad y barbarie iba “in crescendo”. Los novedosos asesinatos no dejaban de sorprender. Por primera vez en la historia reciente de la metrópoli, se pudieron observar múltiples cuerpos descuartizados, incinerados o colgados.

 

La madrugada del 31 de diciembre de 2010, los Zetas dejaron un “regalo” de Año Nuevo, como preludio de lo que vendría para el siguiente: una guapa mujer colgada de un puente de una de las más importantes vías rápidas de la ciudad, una pelirroja, con el torso desnudo y sobre su espada pintado el nombre de su novio, un capo del CDG. Horas antes habían ordenado sacarla de la prisión de “Topo Chico” donde se encontraba detenida.

 

La imagen de la pelirroja con los senos desnudos ahorcada en un puente peatonal, recorrió y asombró al mundo.

 

Para el año siguiente se cumplió el versículo bíblico del libro de Ezequiel 8:15: “Y veremos cosas más abominables”.

 

Durante los primeros meses, los atentados a negocios de cada uno de los bandos se multiplicaron. Los Zetas incluyeron a medios de comunicación como El Norte entre sus objetivos para sus ataques con granadas de mano, debido a que sus reporteros no acataban su censura, ataques inusitados para Monterrey que se caracteriza por ser la “Capital Industrial de México”, sede de los grupos financieros, del sector comercio y las industrias más grandes de América Latina.

 

A mediados de ese año se perpetró un nuevo atentado que hizo descender a la sociedad regia un círculo más en el averno de horror: al filo de las 21:00 horas, sicarios del Cártel del Golfo mandaron al inframundo a 22 almas que trabajaban y se divertían en el Bar Sabino Gordo, hasta ese momento el asesinato masivo más grande en la historia de México sucedido en un antro.

 

Pasadas las nueve de la noche del 8 de julio del 2011, me preparaba para una entrevista con una radio de la Ciudad de México sobre mi libro “Los Nazis en México” cuando entró una llamada a mi móvil alertando sobre un nuevo atentado. Mi querido amigo Tomás Bravo, fotógrafo de Reuters, me confirmó el evento que se reportó por la frecuencia policial. Como somos vecinos en la zona del centro, salimos en mi auto rumbo a la calle de Julián Villagrán esquina con Carlos Salazar, una zona de antros y table dance de “mala muerte” del primer cuadro de Monterrey, que eran controlados por los Zetas, así que arribamos en unos cinco minutos, incluso antes de los agentes ministeriales.

 

Me alcancé a estacionar a menos de una cuadra del Sabino Gordo.  Cuando me preparaba para bajar con el equipo fotográfico, entró la llamada para la entrevista, así que me quedé dentro del auto. Paralelamente arribaron los agentes ministeriales a delimitar la escena del crimen por lo que recorrieron a reporteros y fotógrafos dos calles de distancia del bar, sobre Carlos Salazar.

 

Terminada la entrevista me integré con el resto de los colegas quienes ya tenían un reporte preliminar de 20 asesinados. La primera reacción fue de incredulidad. Así que los fotógrafos y camarógrafos enfocamos a las unidades del Servicio Médico Forense que recogía los cuerpos; era una zona oscura y poco iluminada.

 

La noticia se confirmó cuando observamos que se completaron los ocho espacios de una unidad del “Semefo” y arribaban otras dos para llevarse los cadáveres.

 

La versión oficial señaló que el ataque al Sabino Gordo fue un ajuste de cuentas entre bandas rivales.

 

Muchos meses después comenzaron a filtrarse detalles desconocidos. Según la Inteligencia Militar, en la parte posterior del bar, los Zetas mantenían un “pequeño” laboratorio para empaquetar la droga que distribuían en la zona, mientras terminaban un horrendo edificio de tres pisos que está sobre la calle Villagrán, a tres cuadras del Sabino, el cual se quedó en obra gris.

 

La noche del 8 de julio del 2011, los sicarios del CDG tuvieron la “cortesía” de arribar temprano, alrededor de las 21:00 horas, horario de matiné para la vida nocturna. Pretendían evitar más “daños colaterales”, porque a partir de las 22 horas comienza la música de bandas gruperas y el baile con las mujeres que cobran “su ficha” por danzar con el cliente. A partir de esa hora, el local que tiene capacidad para unos 200 parroquianos siempre estaba atestado.

 

De dos camionetas que se frenaron frente al Bar Sabino descendió una decena de sicarios que desde afuera activaron sus poderosos “Cuernos de Chivo” contra un guardia, un vendedor de hot dogs y una persona que lo acompañaba, ambos considerados “Halcones” de los Zetas. Los disparos errados impactaron en la pared de la puerta y durante muchos años los profundos hoyos se quedaron como huellas de la barbarie.

 

Ya dentro del antro, comenzaron a juntar a los meseros y empleados del bar que se distinguían por portar un chaleco. Hincaron a 12 empleados para luego acribillarlos. Las ráfagas de las poderosas balas mataron ahí mismo a seis clientes, entre ellos cuatro mujeres, y uno más falleció posteriormente en el hospital.

 

Tras el atentado, los pistoleros huyeron campantemente, sin que nadie los molestara, como cotidianamente sucedía en esos años.

 

Los parroquianos que se salvaron salieron en estampida, y si algunos ya estaban ebrios, se les debió bajar la borrachera.

 

Uno de los agentes ministeriales que llegaron para investigar describió la escena: “al entrar vimos en el piso muchos cuerpos tirados flotando en un río de sangre”. Atentados y escenas que ya son cotidianos en toda la República Mexicana.

 

El récord de muertos que mantenía el Sabino fue superado la madrugada del 28 de agosto del 2019, cuando sicarios arribaron con el mismo “modus operandi” al antro de Coatzacoalcos, Veracruz, llamado Bar Caballo Blanco, asesinando ahí mismo a 23 parroquianos e hiriendo a seis personas más, que murieron horas después en hospitales; un nuevo máximo histórico difícil de superar.

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