Necropolítica y recursos naturales

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Violeta R. Núñez Rodríguez[1]

 

El capital nació chorreando sangre. Desde que vino al mundo, es necropolítico, ha decidido quién vive y quién muere (Mbembe, 2011). Así lo narró Karl Marx en su obra El Capital. A través de ella, podemos constatar cómo, desde su origen y fundamento, el capital desplegó una violencia férrea para apropiarse de los medios de producción (entre ellos la tierra) y de la fuerza de trabajo, para hacerlos parte de su “cuerpo”, controlándolos, dominándolos y sometiéndolos, es decir, subsumiéndolos a su racionalidad. No olvidemos que durante el proceso de acumulación originaria (el cual consistió en la escisión de los productores directos de su medio de producción), que marcó el inicio del capitalismo, las poblaciones que se negaron a salir de sus propiedades, fueron quemadas vivas. Al respecto, Marx señala cómo miles de familias fueron expulsadas y desarraigadas, “se destruyeron e incendiaron todas sus aldeas; todos sus campos se transformaron en praderas. Soldados británicos, a los que se les dio orden de apoyar esa empresa, vinieron a las manos con los naturales. Una anciana murió quemada entre las llamas de la cabaña que se había negado a abandonar” (Marx, 1975 [1867]). Este fue el inicio, el “pecado original” del capital, dice Marx.

 

A esto se suman los crueles acontecimientos descritos por el fraile Bartolomé de las Casas en la Brevísima relación de la destrucción de la Indias, vividos durante el proceso colonial en América, el cual también formó parte del proceso de acumulación originaria. En esta obra se da cuenta de cómo durante la colonización se apoderaron de las tierras, y cómo a las poblaciones originarias se les esclavizó y se les mató, utilizando las formas más crueles, como indica el fraile que ocurrió en Yucatán: “un día, no hallando qué cazar, pareciole que tenían hambre los perros, y toma un muchacho chiquito a su madre, y con un puñal córtale a pedazos los brazos y las piernas, dando a cada perro su parte y, después de comidos aquellos pedazos, échales todo el corpecito en el suelo a todos juntos” (De las Casas, 2001 [1552]).

 

Así, mediante este proceso, legalizado a través de las leyes para el cercamiento de la tierra comunal, miles de hombres y mujeres fueron despojados violentamente, y no tuvieron otra opción para sobrevivir más que venderse como mercancía (fuerza de trabajo). Pero esto último no fue una opción. Las leyes de vagabundaje obligaron a los despojados de sus tierras a venderse, de lo contrario, eran mutilados, desmembrados, o esclavizados. Al respecto, dice Marx, “la población rural, expropiada por la violencia, expulsada de sus tierras y reducida al vagabundaje, fue obligada a someterse, mediante una legislación terrorista y grotesca y a fuerza de latigazos, hierros candentes y tormentos, a la disciplina que requería el sistema del trabajo asalariado”.  En estas leyes se estableció que si alguien se niega a trabajar, “se los debe atar a la parte trasera de un carro y azotar hasta que la sangre mane del cuerpo… En caso de un segundo arresto por vagancia, ha de repetirse la flagelación y cortarse media oreja al infractor, y si se produce una tercera detención, se debe ejecutar al reo como criminal inveterado y enemigo del bien común”. Asimismo, otra ley dispuso que “si alguien rehúsa trabajar se lo debe condenar a ser esclavo de la persona que lo denunció como vago” (Marx, 1975 [1867]). Es decir, el capital siempre ha sido necropolítico, en el sentido de que tiene “el poder y la capacidad de decidir quién puede vivir y quién debe morir. Hacer morir o dejar vivir”, como lo indica Achille Mbembe (2011).

 

Pero, esto no ha terminado. El capital, durante toda su historia, no ha dejado de apropiarse de los territorios que necesita y de eliminar y someter a las poblaciones cuando lo necesita, y al igual que durante el proceso originario, lo ha hecho principalmente de manera “legal” y en forma violenta. Es decir, si tiene que usar la violencia, lo hace, y si tiene que matar para seguir su proceso de acumulación, lo hace, porque su lógica y su finalidad es la ganancia. De allí, como indica Mbembe, se confiere “el derecho de matar”, y con esto logra expandir su dominio, al ir incluyendo y subordinando a la mayor cantidad de territorios a su lógica, a fin de que su tasa de ganancia no caiga.

 

Esto se recrudece en espacios con recursos naturales. Al respecto, dice Achille Mbembe, “la concentración de actividades relacionadas con la extracción de recursos valiosos… los convierte en espacios privilegiados de guerra y de muerte” (Mbembe, 2011). En este sentido, no le importa matar a los seres humanos, como lo intentaron en tres ocasiones en Guerrero, con Evelia Bahena, defensora del territorio, su territorio, frente a la minera Media Luna, subsidiaria de la canadiense Torex Gold Resources (Pedregal, 2018). Suerte distinta ocurrió en el año 2009, con el asesinato de Mariano Abarca, en el estado de Chiapas, quien había emprendido una lucha contra la empresa canadiense Blackfire Exploration, denunciando los impactos de la minería, entre ellos la contaminación.

 

Pero la muerte puede ir en otro sentido, como sucedió en la mina de Pasta de Conchos en el año 2006, donde quedaron sepultados 63 mineros, después de que la mina explotó, pese a que se le advirtió a la empresa, operada por Grupo México, de las malas condiciones de la mina y de la inminente explosión. Tampoco le importa matar a los no humanos, como lo constatamos en 2014, con el derrame de 40 millones de litros de desechos químicos a los ríos de Sonora y Bacanuchi, por parte de la minera Buenavista del Cobre, de Grupo México, que fue considerado el “peor desastre ambiental de la industria minera”. Al respecto, “las concentraciones de cobre, arsénico, aluminio, cadmio, cromo, hierro, manganeso y plomo encontrados a lo largo de los ríos rebasaron los límites establecidos en la Norma Oficial Mexicana…” (CENAPRED, 2019). ¡Esto también es muerte!

 

En este sentido, pareciera que el capital minero tiene que ir eliminando los “obstáculos” o ir matando, insisto, vidas humanas y no humanas, cuando le es necesario, a fin de mantener su rentabilidad. Su actuar es necropolítico. Esto se corrobora con los datos proporcionados por Global Witness, a partir de los cuales se observa que los mayores asesinatos de personas defensoras de la tierra y el medio ambiente, a nivel mundial, ocurren por la minería (véanse los cuadros 1-5). Así, del año 2015 al 2019, el mayor número de asesinatos correspondió al sector de la minería e industrias extractivas, a excepción del 2017, año en que ocupó el segundo sitio. Durante los últimos cinco años, fueron asesinadas 208 personas que defendían su territorio frente a las mineras. No obstante, los asesinatos de las y los defensores de sus territorios, derivados de otras industrias, también son alarmantes, abarcando a cerca de 750 personas.

En este sentido, el avance sobre los recursos naturales (que no olvidemos que para los pueblos son parte de su cuerpo, de su vida) a nivel mundial, ha generado una gran cantidad de asesinatos (véanse las Gráficas 1-3). Durante los últimos años, al menos 20 naciones han estado involucradas, sobresaliendo América Latina y África. Pero esto pareciera no tener fin. Los conflictos socioambientales se expanden por todo el mundo, al igual que lo hace el capital. Esto se registra en el Atlas de Justicia Ambiental, que a nivel mundial presenta 3 375 casos (véase Mapa 1). Se dice fácil, pero es una cifra brutal, que corresponde, cada uno de estos casos, a una conflictividad socioambiental, que puede terminar en la muerte de humanos y no humanos. De gran importancia es indicar que una parte importante de los mismos, casi la mitad, se deriva de la industria minera (véase Gráfica 4), principalmente del oro, carbón, cobre y plata, aunque están implicados 18 minerales.

En este contexto mundial, los datos de Global Witness indican que México ocupó el cuarto lugar en asesinatos de personas defensoras de la tierra y el medioambiente, durante 2017; y el sexto y cuarto lugar, en 2018 y 2019, respectivamente. Para 2020, la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) registraba 10 asesinatos de defensores ambientales y territoriales (de enero a mayo). A ellos se suman 27 personas y una organización, que durante este lapso fueron amenazadas de muerte. Entre estos asesinatos, detalla la Semarnat (2020), uno fue por la defensa de los territorios sagrados wirrárikas, en San Luis Potosí, frente a la minería tóxica; otro por la oposición a la imposición del proyecto minero a cielo abierto Caballo Blanco, en el municipio de Actopan, Veracruz; y el último, ante la minera canadiense Media Luna, en Cocula, Guerrero.

 

Así, como constatamos, el capital no deja de chorrear sangre. Esto no es cosa del pasado. Sigue decidiendo quién vive y quién muere, en una práctica permanente de necropolítica.

 

 

 

[1] Profesora-Investigadora de la UAM-X.

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