Las ciencias sociales frente a la violencia y la desaparición forzada

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Por: Rocío Ruiz Lagier

Hace poco más de un año, comencé —junto con un grupo de estudiantes de antropología de la UAM-Iztapalapa— un periodo de trabajo de campo en la Ciudad de México sobre lugares de memoria y procesos de justicia y reparación1. A partir de esta experiencia quisiera plantear algunas de las reflexiones grupales que hemos tenido, sobre todo, en torno a la participación y el compromiso de la academia en el proceso de investigación.

Las y los estudiantes eligieron lugares de la ciudad relevantes para entender procesos de exigencia de verdad, justicia y memoria que actualmente se presentan no sólo en la Ciudad de México, sino en todo el país. Los lugares de estudio abarcan museos memoriales, espacios públicos apropiados y resignificados como “La Glorieta de las Mujeres que Luchan” y “La Glorieta de las y los Desaparecidos”, ubicadas en avenida Reforma; al igual que procesos de creación artística y de denuncia como son las bordadas colectivas y la creación de murales de personas desaparecidas.

Ciertamente, en el desarrollo de estos proyectos tuvimos muchas preguntas, dudas y retos que todavía tenemos por delante; nuestra intención era reflexionar sobre los distintos procesos de memoria que están construyéndose en la ciudad, pero la realidad nos llevó por otro camino. Nuestra primera sorpresa fue inmediata: todos esos procesos estaban atravesados, de distintas maneras, por la desaparición. La desaparición de mujeres, estudiantes, adolescentes, jóvenes, activistas y militantes de los años 70, trabajadores, así como la desaparición perpetrada por el crimen organizado. Si bien partimos del principio de que estos procesos memoriales y de exigencia de justicia se desarrollan en un contexto de violencia, no estábamos preparados para todo lo que implica mirar, escuchar, sentir de cerca el dolor y la angustia de la desaparición, ¿quién lo está?

Las preguntas que guiaron la mayoría de los proyectos del grupo se relacionaban con las formas espaciales y performativas que adquieren estos actos de memoria. Sin embargo, un cuestionamiento de otra índole que estuvo presente durante mucho tiempo fue la “utilidad” de la investigación. ¿De qué sirve una tesis o un artículo sobre la violencia, los feminicidios o la desaparición? ¿Qué hacemos, de manera concreta, desde la academia para cambiar la realidad? En el contexto actual de violencia, disciplinas como la arqueología, la antropología física y la antropología forense han cobrado una relevancia notable en el trabajo en campo, de manera conjunta con otras ciencias —como el derecho— con aplicaciones concretas. Pero, ¿qué pasa con aquellas disciplinas que “sólo” buscan entender, describir y analizar el mundo en el que vivimos? Dicho de otra manera, ¿hasta dónde llega nuestra injerencia en el mundo social?

Los retos de las ciencias sociales: sus implicaciones en el día a día

Considero de vital importancia que la academia se rija por ciertos principios éticos que demanden, por ejemplo, el posicionamiento frente a violaciones graves de los derechos humanos; en tanto que nos importa —y nos implica políticamente— lo que le pasa a la sociedad. Hace ya muchas décadas, el antropólogo y sociólogo Rodolfo Stavenhagen, (1973) señalaba que el científico social no podía ser un observador aséptico alejado de las luchas sociales y los dramas humanos, por lo que la ciencia social debía ser una ciencia social crítica, radical y comprometida.

En ese sentido, es importante preguntarnos qué lugar ocupa la empatía y si es posible construir una ciencia empática. Sin duda, escuchar a diversas víctimas de violencia —que son madres, hermanas o hijas—, provoca una sensación de identificación que incentiva el compromiso y cuestiona los pasos que se deberían dar para realizar una ciencia social comprometida, colaborativa y, en algunos casos, militante. Una ciencia social crítica, en la que el abordaje de aspectos violentos y dolorosos de la realidad social no se realicen sólo en lo abstracto, sino que también comparta y reflexione junto con sus interlocutores.

En este sentido, no podemos dejar de lado la dimensión afectiva existente en este tipo de investigaciones y realidades. En el caso de nuestro proyecto, muy pronto tuvimos que enfrentar uno de los primeros retos que conlleva estar ahí: un proceso de trabajo emocional. Para varios de los miembros del grupo, había una sensación constante de intromisión, y con frecuencia surgía la pregunta de cómo podemos acercarnos a las víctimas o a sus familiares sin caer en una mera extracción de información para fines académicos. Además, había un cuestionamiento constante sobre las propias emociones (como el miedo o el dolor), pues consideraban que lo que sentían no era relevante en comparación con las situaciones de dolor que pasan las víctimas y sus familiares.

La dimensión afectiva del investigador es un debate recurrente de la ciencia social, y que en la formación de los alumnos de antropología cobra relevancia cuando se enfrentan a situaciones de violencia como la desaparición forzada. Sin duda, abordar qué se hace con emociones como el miedo o la angustia ante el horror —o la vergüenza y la culpa—, es importante si queremos entender y, sobre todo, acompañar a colectivos y familiares de personas desaparecidas. Es importante saber desde dónde estamos mirando e interpretando una realidad, lo que Donna Haraway llama conocimiento situado (1995); esto es, reconocer las implicaciones políticas de una posición o de un conocimiento y que la interpretación que hacemos de esa realidad de ninguna manera es neutra, sino que está llena de inquietudes políticas e ideológicas de los investigadores.

En el tema de las violencias la neutralidad no tiene cabida, pues el dolor y la angustia de la desaparición, del desplazamiento forzado o del feminicidio, se siente, se escucha, se huele y se vive. Quien escuche el testimonio de una madre buscadora, o de un familiar, difícilmente se podrá quedar del lado de la indiferencia. Por ello afirmo que en la ciencia social también es necesario y viable un compromiso social.

Comprensión y transformación de la realidad social

La sociedad en general, y la academia en particular, debe acompañar los procesos de búsqueda de verdad, memoria y justicia presentes en nuestro país. No sólo como un principio ético, sino como un trabajo de análisis de la dimensión social,

económica e histórica de las violencias que necesita del reconocimiento de otros saberes y que puede aportar estrategias y acciones que transformen una realidad social como la nuestra. Diferentes autores que han abordado el tema del duelo y el dolor colectivo (Veena Das o Myriam Jimeno, por ejemplo) apuntan que pensar y nombrar el horror de lo inenarrable es necesario para sanar de forma colectiva.

A mediados de septiembre, la periodista Marcela Turati, en una presentación de su reciente libro San Fernando: última parada. Viaje al crimen autorizado en Tamaulipas, dijo que estaba despalabrada. Efectivamente, necesitamos encontrar palabras no sólo para describir el horror, sino para frenarlo, denunciarlo y cambiarlo; pero creo que lo tenemos que hacer de manera colectiva porque, además, es vital transformar la soledad en la que los perpetradores intentan dejar a las víctimas. En ese sentido, las ciencias sociales pueden contribuir de diferentes maneras; una de ellas es transformar el imaginario de la desaparición que ha llevado a la criminalización de las víctimas con argumentos como: “por algo será” o “en algo andaría”; además, puede participar todavía más en la implementación de metodologías de búsqueda o en peritajes, como ya lo ha hecho. Me parece necesario compartir, no sólo la sensación de dolor y agravio, también la indignación y la búsqueda de justicia; lo anterior puede contribuir a fortalecer el tejido social.

El proceso de investigación de cada una de las estudiantes (y el propio) me ha permitido aprender y replantear muchos aspectos metodológicos y éticos del trabajo de campo urbano, sobre todo, referentes a la participación, la colaboración y el compromiso en la investigación. Son muchas las acciones de acompañamiento que se realizan y que podría enumerar para explicar las formas de etnografiar, describir e investigar la violencia y la desaparición en el país como: la asistencia a mítines, marchas y actos de memoria en lugares emblemáticos para los familiares o colectivos; la intervención en acciones como las bordadas colectivas o, incluso, la participación en búsquedas de personas desaparecidas. Pero, el aprendizaje imprescindible es que no se trata sólo de “brindar apoyo”, sino de realizar un análisis crítico e interdisciplinario del contexto de violencia, que es parte del trabajo necesario para la reconstrucción del tejido social. En ese sentido, me parece que las ciencias sociales, no sólo interpretan la realidad, también la acompañan y la transforman.

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1 Este trabajo de campo forma parte de un proyecto más amplio titulado “Políticas y prácticas de espacialización de la memoria como una forma de reconocimiento y reparación de procesos sociales violentos: memoriales, monumentos, antimonumentos y museos en la ZMCM”, que desarrollo en la UAM, como miembro del Programa “Investigadoras e Investigadores por México” del CONAHCyT.

 

 

Fuentes:

  1. Haraway, D. 1995. Ciencia, cyborgs y mujeres. La reinvención de la naturaleza.Madrid: Cátedra.
  2. Jimeno, Myriam (2007). “Cuerpo personal y cuerpo político. Violencia, cultura yciudadanía neoliberal”, en Alejandro Grimson (comp.), Cultura y neoliberalismo.Buenos Aires: Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, pp. 195-211.
  3. Stavenhagen, Rodolfo, Discurso pronunciado al recibir el Premio Souraski enCiencias Sociales (Los Pinos, DF, 30 de agosto de 1973).
  4. Das, Veena (2008). “Trauma y testimonio”, en Veena Das: sujetos del dolor,agentes de dignidad / ed. Francisco A. Ortega. – Bogotá: Universidad Nacional de Colombia. Facultad de Ciencias Humanas: Pontificia Universidad Javeriana. Instituto Pensar.
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