La fuerza del crisol de dos pueblos que resisten

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Por:  Jorge Manero

Es imprescindible que judíos y no judíos tomemos la palabra y digamos en voz alta que no estamos siendo testigos de una nueva guerra entre dos demonios, sino del genocidio de un pueblo olvidado a su suerte. Un pueblo que está siendo ignorado por quienes contemplan su sufrimiento desde afuera; por quienes veneran sus propios mártires, mientras entierran el resto de la humanidad en las fosas clandestinas del olvido. Se trata de un crimen humanitario que está siendo perpetuado por un gobierno antidemocrático, el cual controla espuriamente un territorio ocupado, saqueado, y desposeído desde hace ya varias décadas.  A este territorio hay que llamarlo por su nombre y se llama Palestina. Una franja de arena rodeado de tres mares, de cuyas aguas muy salinas se cristalizó un mosaico de culturas y religiones de origen abrahámicas, y donde convivieron, en algún tiempo añorado, musulmanes, judíos, cristianos, y laicos. No hay que pasar por alto que, gracias a su legado conjunto, este crisol cultural y religioso llegó a construir y preservar, piedra por piedra y palabra por palabra, uno de los sitios sagrados más hermosos del mundo: la antigua Jerusalén. 

Ante estas vicisitudes, el mundo entero parece estar envenenado por una dosis reaccionaria y deshumanizante, la cual es suministrada diariamente por los medios de comunicación corporativos. Cada vez que se observan ráfagas de pólvora cayendo sobre hospitales y escuelas, los altavoces mediáticos anuncian que Israel se está defendiendo legítimamente por la inminente amenaza de Hamás, un grupo fundamentalista que se esconde en las entrañas carcelarias de Gaza y que mató indiscriminadamente a millares de israelitas hace un par de semanas. Es esta insoportable barbarie lo que me ha motivado escribir este texto, sin que dicha motivación implique que quiera presumir de un activismo académico de perfil egocéntrico y acomodaticio; por el contrario, mi intención es que los compañeros que escuchan mi palabra dentro de las fronteras del sur global puedan reconocer y prever el tipo de maniobras dantescas que las hegemonías del norte global son capaces de articular desde hace décadas, no sólo en el medio oriente, sino también en este lado del mundo. 

Con el afán de atender esta motivación, desearía comparar dos historias que han sido silenciadas deliberadamente por la narrativa ahistórica que se cuenta desde las corporaciones mediáticas, económicas y militares. En efecto, por medio de una visión limitada y no experta del conflicto –refiriéndome a libros como Persas de Lloys Llewellyn-jones; Todos los hombres del Sha de Stephen Kinzer; La limpieza étnica de Palestina de Ilan Pappé; y Secret affairs de Mark Curtis–, este texto se propone entender la historia del pueblo palestino con base en un breve recuento de la historia reciente del pueblo iraní. Aunque ambas historias parecen desarrollarse en diferentes geografías espaciales y temporales, quiero convencerles de que el estado desquebrajado de ambos pueblos tiene su origen en una misma política colonialista diseñada desde el norte global. Es verdad que esta comparación no es del todo novedosa, mucho menos si quisiéramos comparar el conflicto palestino con el que se desarrolla en Afganistán o en Siria. Sin embargo, me atrevo a especular que la pérdida forzada de una memoria colectiva en el seno de la sociedad iraní ha provocado que su propia historia casi no se conozca en el exterior. Creo que volviendo a desentrañar dicha historia es como entenderemos a mayor profundidad lo que está pasando en tierra palestina y la razón por la que deberíamos registrar las huellas del pasado inmediato con el afán de iluminar el destino de nuestros pueblos hermanos.

El resurgimiento frustrado del pueblo persa 

No muy lejos de Jerusalén, se encuentra una legendaria cultura que sobrevive gracias a su esplendoroso pasado, pero que ha sido sacudida por la desdicha de su presente. Me refiero a la antigua Persia, actualmente conocida como Irán. Hace miles de años, este territorio vio surgir la primera civilización pluricultural. Los frisos que todavía son visibles en las paredes de la antigua ciudad de Persépolis son una evidencia fehaciente de que Persia llegó a consolidar un sistema económico y político capaz de gobernar de forma relativamente pacífica y estable. Contrariamente a lo que suele proyectarse en las películas de Hollywood, los persas tenían un nivel muy complejo de organización que les permitía controlar un territorio muy extenso donde convergían diferentes lenguas y costumbres, sobrepasando con ello los conflictos interétnicos que solían producirse como resultado de la homogeneidad y centralidad forzada que se imponía por los imperios de la época. La conquista de este territorio por parte de Alejandro Magno no fue lo suficientemente estridente para liquidar este legado que había penetrado en la subjetividad de cada uno de sus habitantes. Esta característica peculiar, moldeada por una visión de mundo basada en el zoroastrismo, fue la que posteriormente se fusionó con una cultura tribal y nómada sustentada por una cosmovisión centrada en el islam. Esta fusión condujo a fundar lo que conocemos como el pueblo chiita. 

Después de la conquista de los árabes, los persas siguieron sufriendo del yugo provocado por las dinastías monárquicas que gobernaban este territorio, lo que destruyó la capacidad de su pueblo para pensarse a sí mismo. Esto, junto a su posterior sometimiento al imperio británico, condujo a una degradación de su cultura ancestral, propiciando con ello la imposibilidad de imaginar otros mundos posibles. Sin embargo, este panorama cambió justo después de que el mundo había presenciado el horror perpetuado por la disolución de los imperios colonialistas durante las guerras mundiales. Mohammad Mosaddeq, un abogado y político audaz le dejaría a su pueblo un legado inquebrantable, sobre todo la esperanza de tener voz y elegir el rumbo que habría de seguir frente a las vicisitudes que se avecinaban. El periodo de su gobierno no duró más que un par de años, pero es precisamente la semilla rebelde que dejó sembrada en un territorio devastado por el ímpetu colonialista la que condujo al pueblo iraní a una serie de eventos que le harían mirar hacia “la tierra prometida” para verse a sí mismo reflejado en el sufrimiento del pueblo palestino. ¿Quién es Mosaddeq y por qué él es parte de la historia no reconocida de Irán?

Habría que recordar que en la primera mitad del siglo veinte, Gran Bretaña todavía se consolidaba como un polo hegemónico sustentado por el sometimiento de sus colonias a la corte inglesa. Aunque Irán no fungía propiamente como una de sus colonias, sus gobernantes, la mayoría de ellos monarcas que habían saqueado al país a costa de sus fortunas, mantenían una relación de sometimiento e influencia asimétrica frente a este imperio. Un ejemplo de este trato era el indiscutible dominio que Gran Bretaña tenía de las fuentes de petróleo sobre suelo persa por medio de la compañía Anglo-Persian Oil Company –lo que hoy en día es BP. Esta compañía se localizaba en la cuenca de Abadán, y durante varios años fue el complejo petrolífero más grande del mundo. Es importante mencionar que el crudo extraído de ese territorio fue el combustible que pudo mantener el fuego mortal por parte de los aliados durante las guerras mundiales. Ésta, entre otras razones geopolíticas, propició que el bloque hegemónico del norte global mantuviera una cercanía necesaria con el gobierno iraní, forzando a este último a liberar fiscal y financieramente la materia prima del subsuelo a cambio del ahorcamiento de la economía interna y la soberanía del país. Durante este periodo de sometimiento político y económico, Irán sufrió de graves problemas sociales, incluyendo un incremento fuerte de la pobreza, del desempleo y de la desigualdad, mientras que la comunidad internacional, representada por la Corte Internacional y las Naciones Unidas, hicieron caso omiso e incluso decretaron con alarde de indiferencia y soberbia que no tenían competencia para entender el conflicto. 

Fue así como este panorama desolador, sin vías externas que pudieran mejorarlo, propició un descontento generalizado hacia la monarquía, lo cual desencadenó en el surgimiento de un movimiento popular, liderado por Mosaddeq, que logró unir muchos sectores de la sociedad iraní, incluyendo la fuerza obrera, la comunidad intelectual, y algunos líderes religiosos del ala más liberal del país. Bajo su liderazgo, este movimiento de perfil anticolonialista, democrático, y secular, se proponía instaurar una democracia representativa sobre la estructura arcaica y monárquica que prevalecía en el país –liderada por el Sha Mohammad Reza Pahlaví–, del mismo modo en que prometía separar el Estado de la religión islámica con un eje mediador que le daría libertad de culto a cualquier persona que estuviera en territorio iraní. A pesar de éstas y muchas otras profundas transformaciones positivas que se proponía hacer en todos los ámbitos de la vida pública, no deja de sorprendernos como los medios de comunicación occidentales le llamaban “el loco senil”.  Pero el eje principal del movimiento, sin el cual ninguna de sus promesas podía hacerse realidad, radicaba en la expulsión definitiva de los británicos sobre el dominio territorial e influencia política del país. Particularmente, la nacionalización del petróleo y de todos los recursos en manos extranjeras –incluyendo el servicio telefónico concesionado a la Unión Soviética. Fue precisamente esta propuesta, puesta en marcha a raíz de que Mosaddeq llegó al poder democráticamente el 28 de abril de 1951, la que habría de retumbar en los oídos del mal llamado demócrata y libertario Winston Churchill y a partir de la cual la historia iraní daría un giro desafortunado. 

Gran Bretaña, haciendo gala de sus tácticas intervencionistas, empezó a bombardear mediáticamente a la población iraní, no sin antes articular un fuerte aparato político reaccionario que se proponía convencer a diferentes personajes del ámbito político, económico y religioso para que estuvieran al servicio y mando británicos. Entre ellos, es importante destacar la traición del fundamentalista religioso Ruhollah Jomeiní, quién tenía fuertes diferencias con Mosaddeq por querer instaurar un régimen secular y reconocer ciertos derechos civiles, lo cual era impensable para la cúpula religiosa del país. Sin embargo, gracias a la independencia de varias de sus colonias, el imperio británico ya estaba dando signos de decadencia, lo que exacerbó sus deseos de implementar una reacción más radical a las políticas nacionalistas y democráticas de Mosaddeq. Aprovechando el cambio de política internacional estadounidense a un régimen explícitamente intervencionista –como resultado de la toma de posesión de Dwight Einsehower, teniendo como vicepresidente a Richard Nixon y como secretario de Estado a John Foster Dulles–, Gran Bretaña consiguió el apoyo del país más poderoso del mundo para organizar y llevar a cabo un golpe de Estado en contra de Mosaddeq –un año antes de que se perpetraba otro golpe de Estado en Guatemala y que quitaría del poder a la contraparte Guatemalteca de Mosaddeq, Jacobo Arbenz Guzmán, para implementar un régimen de terror autoritario, no sin dejar de mencionar los sucesivos golpes de Estado o intervenciones en Vietnam, Indonesia, Hungría y Líbano. 

El 19 de agosto de 1953, Mosaddeq sería derrocado en una envestida armada, conocida como Operación Ajax, planeada meticulosamente por la recién fundada CIA de Estados Unidos y el aparato de seguridad de Gran Bretaña, y a cambio, se reinstauraría la monarquía iraní al mando del mismo Sha. Como resultado del primer golpe de Estado perpetrado por Estados Unidos –sin contar, por supuesto, las intervenciones sangrientas en suelo centroamericano a principios del siglo veinte para consolidar sus compañías bananeras–, Irán daría paso libre al saqueo de sus recursos y se implantaría un gobierno espurio, autoritario, represivo, y catalizador de los intereses de los centros hegemónicos del norte global. Es una lástima y una vergüenza que, incluso con la revelación pública de documentos de la CIA que constataron el golpe de Estado perpetuado por Estados Unidos, todavía exista la narrativa de que el Sha, aunque con tintes “relativamente autoritarios”, mejoró las condiciones de vida de los iraníes, promoviendo algunas libertades civiles y la educación del país –no por casualidad, Hollywood se encargaría de inventar la narrativa de que el Sha fue “el mejor de los males” que pudo haber sufrido dicho país.  

El Sha gobernó varios años con el apoyo incondicional de los Estados Unidos y Gran Bretaña. Debido a que, al momento de su derrocamiento, Mosaddeq contaba con el apoyo mayoritario del pueblo iraní, su inmediato encarcelamiento y posterior confinamiento y fallecimiento, propició un sentimiento de zozobra generalizado, y en el mejor de los casos, un desencanto de un pueblo milenario que creía que la democracia y su libre autodeterminación eran anhelos inalcanzables. Sin embargo, tras su exilio en suelo parisino –por supuestas divergencias con el Sha y la previsible amenaza que supondría un líder religioso de tal envergadura–, Jomeiní regresaba fortalecido a la vida pública iraní para que, en esta ocasión, conspirara desde el exterior contra el Sha. Por medio de su propia habilidad y perspicacia para difundir desde el exterior sus ideas nacionalistas y antioccidentales a través de medios impresos y radiofónicos, como también el respaldo que en algún momento había tenido por parte de las hegemonías del norte global, Jomeiní logró unir dentro de un frente común a grupos y comunidades de todo el espectro social iraní, desde comunistas laicos hasta ultraconservadores religiosos. Esto le permitió asentar las bases para organizar la llamada revolución iraní en el año de 1979 y, de esta forma, expulsar a toda entidad extranjera que se encontrara en ese momento en el país, incluyendo la famosa embajada estadounidense en Teherán, donde fueron recluidos sesenta y seis rehenes de ese país durante un largo periodo de tiempo –un episodio vergonzoso que Hollywood redujo a una operación de rescate heroica de al menos seis diplomáticos en manos de “los enemigos del mundo libre”. 

Desafortunadamente, nadie se imaginó lo que el líder fundamentalista haría después de haber regresado del exilio y haber expulsado al Sha y a las sátrapas extranjeras. En sentido contrario a la promesa de llevar a cabo un cambio profundo en el país, similar a lo que había hecho Mosaddeq, Jomeiní traicionó a su base social, desmanteló toda imaginación democrática e instauró un régimen totalitario basado en los principios del islam, con el auspicio de las cúpulas religiosas del país. Después de aplastar y reprimir sangrientamente a cualquier oposición política, el nombrado ayatolá Jomeiní fundó un Estado islamista fundamentalista en abierta oposición a cualquier injerencia extranjera y al bloque hegemónico del norte global. Asimismo, gobernó monárquicamente hasta su muerte para ser reemplazado por su sucesor Alí Jamenei, quién todavía gobierna el país hasta nuestros días. Dicho esto, es una tragedia y a la vez una esperanza escuchar abiertamente en la calle, los bazares y las mezquitas que el gobierno iraní no tiene ninguna legitimidad de su pueblo. Sin embargo, es el único ejemplo que puedo encontrar donde un gobierno espurio prevalece sin el apoyo de alguna parte, o al menos una minoría, de su población. Mientras que el gobierno iraní es de las elites más conservadoras y más fundamentalistas que persisten hoy en día, el pueblo iraní es de las sociedades más liberales y escolarizadas que hay, a pesar de que se encuentran borrados bajo el velo de un hiyab ajeno que nos les permite mirarse a sí mismos como lo que son y quisieran ser. 

El surgimiento frustrado del pueblo palestino 

La historia que podemos contar acerca del pueblo palestino es, a mi parecer, todavía más desesperanzadora y, salvo a obvias excepciones relacionadas con su propia historia, cultura y legado, su sufrimiento y desdicha pueden ser explicadas bajo la misma lente. En esta ocasión no hace falta resumir la historia de la nación Palestina –la cual se repite día con día de forma tergiversada a través de los medios corporativos. Lo que me interesa es establecer paralelismos, en lo que se refiere a su destino, entre el movimiento social palestino que en algún momento lideró Yaser Arafat con el movimiento iraní que lideró Mosaddeq, ambos de perfil multicultural, anticolonial, democrático y predominantemente secular. Como es el caso de su contraparte iraní, el movimiento palestino tuvo la valentía de enfrentarse a uno de los países más poderosos del mundo por medio de una base social dispuesta a ceder su propia existencia para salvaguardar a su madre tierra. Me refiero a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). 

En sus inicios, la OLP fue un movimiento armado de perfil antisionista y anticolonial cuyo principal motivo era encausar bajo una premisa común el descontento generalizado que se había generado por el desplazamiento forzado y la segregación racial en el seno de un ‘pueblo mosaico’. Aparte de considerar infundada la pretensión inicial del imperio británico de instaurar un Estado israelí en lo que para ese entonces era un protectorado donde convivían de forma relativamente estable judíos, musulmanes y cristianos, este movimiento se proponía recuperar las tierras de los refugiados palestinos que habían sido desplazados a raíz de la guerra entre Israel y los países árabes en el año de 1948. Esto bajo dos principios fundamentales: el derecho a la autodeterminación del pueblo palestino en igualdad de condiciones con el resto de los pueblos del mundo, y la posibilidad de librarse del régimen monárquico que había sufrido por cientos de años para participar y decidir democráticamente acerca de su pasado, presente y futuro. Ganándose el reconocimiento de las naciones unidas como el representante legítimo del pueblo palestino, la OLP dejó las armas y fue congregándose como un crisol heterogéneo de distintos movimientos sociales que, aunque distintos en su núcleo ideológico, compartirían la misma consigna de formar un frente anticolonial, democrático y predominantemente secular. Sin embargo, del mismo modo en que sucedió en Irán, el bloque hegemónico del norte global decidió que la primera resolución de las naciones unidas y la ola democrática que la sustentaba, vehementemente aplaudida en el imaginario globalista, no aplicaría para la cuestión palestina. A partir de la segunda guerra de 1967, Israel aplastaría el anhelo de los palestinos a incluso imaginar la implementación de ambos principios, ocupando ilegalmente su territorio y comenzando un segundo proceso de segregación racial que prevalecería hasta nuestros días. Pero esto lo haría no sólo mediante su poderío armamentístico, sino también por tácticas de intervención que tendrían un enorme paralelismo con lo sucedido en Irán. 

A pesar de que en 1993 el gobierno de Israel firmó un tratado de paz con la OLP –el tratado de Oslo  donde se reconocía el derecho a existir de ambos pueblos, no duró mucho tiempo para que el grupo fundamentalista Hamás aprovechara la situación para traficar con la supuesta traición que para algunos palestinos había significado firmar semejante tratado. Liderado inicialmente por el clérigo Ahmed Yassin bajo el nombre de los integristas, este grupo le había declarado la guerra a la OLP desde su fundación, y a partir de los años setenta, había empezado a ganar territorios palestinos en lo que hoy es el territorio de Gaza, desquebrajando su crisol multicultural e imponiendo un régimen islámico de corte homogéneo y totalitario. No hace falta tener mucha imaginación para suponer que, ante este panorama, Israel con complacencia de Estados Unidos, no sólo dejaría actuar a Hamás, sino que lo apoyaría directamente con la transferencia de recursos para deshacerse de lo que para Israel era su peor enemigo y verdadera amenaza. De lo que se trataba era que Israel se volviera aliado del enemigo del peor de sus enemigos para impedir la reivindicación de un Estado palestino –en particular, la unidad entre gaza y Cisjordania–, aunque eso significara alimentar una cédula peligrosa y criminal como lo es Hamás. Esto ocurrió con tal desmesura e impunidad que, bajo un fundamentalismo religioso de corte sionista, el gobierno de Benjamín Netanyahu expresó públicamente su apoyo a lo que a mi parecer es su contraparte islámica, al mismo tiempo que dicho grupo cometía atrocidades en las ciudades palestinas e israelitas –como lo constatan los números atentados de hace dos décadas, y los eventos del siete de octubre. 

Es así que dos movimientos anticoloniales, democráticos y seculares que tuvieron su auge en momentos y geografías distintas fueron combatidos sin piedad por medio de la articulación y consolidación de grupos fundamentalistas cuya intención era destruir el crisol cultural y religioso de ambos movimientos. Por medio de la división y posterior disolución de estos movimientos, el bloque hegemónico conformado por Israel, Estados Unidos, y/o Gran Bretaña, aprovecharía dicha situación para tomar el control de estos territorios.

Todas y todos frente al espejo

Hace algún tiempo tuve la oportunidad de ir a Irán. Ingresé al país justo en el momento en que estalló la revolución feminista y obrera, como resultado del asesinato de una mujer a manos de la policía de la moral –que, dicho sea de paso, se encarga de criminalizar a toda persona que infrinja las leyes teocráticas que rigen al país actualmente. Una anécdota que quedó impregnada en mi memora ocurrió en el interior laberíntico de un bazar enigmático, cuyo nombre prefiero mantener en el anonimato. 

Después de recorrer los pasillos antiguos del bazar que se extendían al infinito como lo hacen los patrones islámicos, conocí a un artista iraní. Aparte de tejer y vender tapetes persas, este personaje se dedicaba a pintar y a escribir. Durante un par de horas, tuvimos una conversación muy amena, acompañada de un delicioso té y una barra de chocolate oscuro. Algo que me llamó la atención es que, como respuesta a una pregunta que le hice, empezó a contarme la historia de su país. Para ello, no hizo falta que consultara un libro o que me llevara a un museo de historia; al contrario, nuestro personaje señaló un tapete que se encontraba justo alado de nosotros y empezó a explicarme los patrones que pronto tomarían forma frente a mis ojos llenos de asombro. A grandes rasgos, me explicaba que la imagen del tapete en su conjunto representaba, bajo la fusión sincrética del zoroastrismo y el islam, una abstracción geométrica de la dualidad perfecta entre la maldad, la guerra y la desesperanza, encarnada por dragones zoroastristas que venían de lejos para devorar todo aquello que encontraban a su paso, y la bondad, la paz y la esperanza, encarnadas por las flores de loto que florecían desde las entrañas de la tierra. Esta es la historia olvidada de mi país [me dijo]. Hoy en día [siguió diciéndome], hay fuerzas malignas que provienen de otro lado y que devoran todo lo que ven a su paso y, las pocas flores que sobreviven a su embestida, pronto dejan de brillar y se marchitan, dejando con ello una huella de ceniza que no les permite florecer. 

Inmediatamente después, sacó un cuadro que yacía escondido debajo de su escritorio (el cual me pidió no fotografiar por el riesgo que podía correr ante las autoridades iraníes). En él se representaba, con motivos surrealistas, el palacio real de Inglaterra con un tono oscuro y lúgubre, en contraste con su apariencia pura y brillante que le caracteriza. Encima de una veladora de colores terrosos yacía un retrato de la princesa Diana con un niño en brazos y el rostro de color verde. A su lado, se encontraban las cabezas de Gandhi, de un clérigo, y de letras enclavadas en estacas, simbolizando con ello la represión colonial del imperio británico en todo el mundo. A pesar de que se le notaba una profunda tristeza, nuestro personaje seguía alimentando con su arte la llama encendida de la esperanza, al mismo ritmo con el cual el fuego eterno de la vida se alza en todos los templos zoroastristas. 

No obstante, a pesar del imparable y efervescente movimiento feminista y obrero que en décadas recientes había cimbrado al país, la esperanza que estos acontecimientos traía al pueblo iraní no impediría ver con tristeza la otra cara de la moneda. Poco a poco me di cuenta que el hartazgo hacia la clase política se había convertido, en amplios sectores de la sociedad iraní, en un anhelo de pertenecer al “mundo libre”, un engaño que sus propios verdugos habían creado artificialmente en su mente. Esto era evidente al ver como la mayoría de los jóvenes deseaban fervientemente salir de lo que consideraban un país pobre y atrasado –a pesar de ser uno de los países referentes en cuanto a educación, tecnología e innovación– para tomarse una selfie frente a la torre de Dubai o la Empire State, así como beber una coca-cola original viendo pasar los impecables yates y coches de lujo. En pocas palabras, la destrucción de un anhelo tan deseado había sido aprovechado por los verdugos para que sus víctimas se dejaran seducir por el fantasma de la alienación consumista y el individualismo rapaz. Lo que presencié fue la destrucción de una memoria histórica y la instauración de una nueva subjetividad llena de deseos y anhelos inconclusos, impuestos por una maquinaria y campaña grotesca de manipulación a través de las producciones de Hollywood y las redes sociales.  

Con este cambio tan profundo en la cosmovisión del pueblo inaní, los patrones islámicos que se aprecian en muchos de los tapetes y mezquitas persas podrían dejar de ser una abstracción orgánica del sincretismo chiita, dotados de una dimensión simbólica incapaz de desasociarse del objeto que la hace visible, para convertirse en meros objetos museográficos y decorativos que los reyes árabes y los empresarios neoyorquinos cuelgan en las paredes de sus mansiones o en lo alto de los rascacielos. De forma similar, Mosaddeq, junto con el movimiento que impulsó desde el interior del país, podrían estar condenados al olvido, en parte por maniobras perversas impuestas por el bloque hegemónico del norte global y el líder teocrático que reprimió al pueblo iraní. Una prueba de este desafortunado escenario es que la mayoría de los jóvenes desconocen la figura de Mosaddeq, y salvo algunas excepciones, lo asocian a la clase política iraní y a la represión del Estado. Ante estas vicisitudes, no queda más remedio que aceptar que el destino del pueblo iraní parece estar condenado a una disyuntiva insoportable: dejarse gobernar por un totalitarismo y fundamentalismo islámico o caer ante el poder abrasivo del capital extranjero y la cultura consumista e individualista que lo caracteriza. Ante este panorama, no sólo es claro que el pueblo está eligiendo, por obvias razones, la segunda opción, sino que la salida anticolonial, democrática y secular que había propuesto el movimiento de los cincuenta fue aplastado y arrancado del imaginario colectivo para convertirse en una utopía que pocos todavía anhelan a través de los bordados y las pinturas que yacen escondidos en los rincones de un bazar milenario. 

A manera de conclusión, estoy convencido de que no debemos subestimar la ola de violencia y terror que recorre el mundo, aunque sus consecuencias desgarradoras no sean tan visibles desde el lugar donde nos encontramos. Habría que hacer todo lo posible para que la memoria colectiva y el clamor por justicia no sucumban, como bien lo han demostrado nuestros hermanos palestinos. Asimismo, es responsabilidad de cada uno de nosotras y nosotros mantener el fuego de la esperanza, así como preservar y construir una historia propia con base en los principios de autodeterminación y democracia que el pueblo palestino nos ha heredado con su persistencia y sufrimiento. 

Reporte Especial desde Cisjordania: Jenin, Tulkarem y Ramala (Reporte Tres) -  Ernesto Ledesma
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Las ciencias sociales frente a la violencia y la desaparición forzada
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