La confianza ética del Bien

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Federico Anaya Gallardo

 

 

En varias ocasiones, en el espacio de Momentum, Alberto Nájar Nájar ha criticado al presidente López Obrador porque éste sólo reconoce como buen periodismo aquél que es militante. Esto es cierto. Y explica en parte por qué el Gobierno de la República escogió a Ricardo Flores Magón para simbolizar el año 2022. López Obrador desearía que hubiese más periodistas como Ricardo –ó que todos los que le apoyan fuesen como los redactores de Regeneración. (¿No se llama así el órgano de difusión de MORENA?)

 

Para Alberto esta concepción del periodismo es reduccionista y potencialmente peligrosa. Tiene un punto de razón y vale la pena explicarlo. En la sociedad contemporánea, las y los periodistas deben cumplir una función tan compleja que obligarles a todos a ser militantes podría resultar contraproducente. La prensa sirve como órgano de información para la ciudadanía. Hacerla militante implicaría que sus reportes estén contaminados por uno u otro mensaje político. (Pero, preguntaría a Alberto: ¿acaso no todas y todos los periodistas asumen posiciones políticas –necesariamente interesadas– respecto de la realidad que reportan?)

 

Una de las virtudes del periodismo moderno es la objetividad y una de las herramientas para asegurarla es el uso transparente de las fuentes. La persona periodista debe decirle a su audiencia de dónde ha sacado los datos que reporta de modo que la persona que lea su reporte pueda evaluar por sí misma la validez de lo reportado. Esto no significa revelar la identidad de las personas que le han informado detalles delicados de la realidad. En los Estados liberales, la actividad periodística ha ganado esta inmunidad para sus fuentes a cambio de servir como “luz que atraviese las tinieblas de los poderes establecidos”. (Pero, preguntaría a Alberto: ¿acaso no es verdad que uno de los poderes establecidos en el mundo moderno es la misma prensa?)

 

Cuando todas las mujeres y hombres que forman la sociedad están bien informadas están en posibilidad de crear eso que llamamos Opinión Pública. De ella se ha dicho que es “veleidosa”, pero ello se debe simple y llanamente a que está constantemente bombardeada por reportes, más ó menos exactos, de lo que ocurre en el espacio público –y porque la ciudadanía acumula conocimiento, aprende, olvida, recupera memorias y, por lo mismo… cambia de opinión. Pese a todos mis peros y preguntas pendientes al ciudadano Nájar, un periodismo forjado dentro de las reglas de libertad, objetividad y responsabilidad que él defiende nos ayuda a formar una Opinión Pública cada vez mejor.

 

Esa escuela de periodismo, que nació en los Estados Unidos de América en los siglos XIX y XX es la que debemos fomentar y proteger. ¿De qué hay que protegerla?

 

Primero, de la prensa de facción. La hay tanto a Derechas como a Izquierdas. De la primera basta revisar los medios tradicionales mexicanos (Reforma, El Universal, Latinus, Siempre! y un largo etcétera). En sus antípodas, gracias a Claudio Lomnitz sabemos lo injusto y cerrado que podía ser el gran Ricardo contra aquéllas y aquéllos que no le seguían como él deseaba (El regreso del camarada Ricardo Flores Magón, Era, 2016). Hoy en día, el entusiasmo obradorista repite muchas injusticias de aquéllos faccionalismos. (Olvidamos fácilmente aquélla advertencia de los ilustrados: el entusiasmo ciega la Razón.)

 

Segundo, del falso cientificismo. La búsqueda de objetividad acercó (¡qué bueno!) periodismo y ciencias sociales; pero las enfermedades de la Torre de Marfil son peligrosas. La danza de las cifras puede servir a los poderes fácticos, al faccionalismo y –peor aún– convencer a las y los lectores de que “no hay remedio”, que “es imposible conocer la verdad” y que “todos son iguales”. Por eso Disraeli (ese británico sabio y razonable) decía que había tres tipos de falsedades: una peor que la otra: las mentiras, las pinches mentiras y las estadísticas.

 

Tercero, hay que proteger el periodismo de la más peligrosa de las perversiones: la convicción entre las y los justos de que es inevitable el triunfo de nuestra Verdad (así, con mayúscula). Este no es un entusiasmo que nubla nuestra razón. Es un fin inevitable. Los justos sabemos que la sociedad progresista, libertaria y redistributiva que deseamos beneficiará a todas las personas, incluso a quienes se nos oponen. Por eso escribimos nuestra Verdad con mayúscula. Y esto produce una perversión monstruosa.

 

En clave liberal y libertaria, esta convicción nuestra se manifestó por vez primera en los escritos políticos de John Milton (1608-1674). En 1644 –un año antes del triunfo republicano de Cromwell– un Milton de 36 años exigía abolir toda censura (Areopagítica ó Discurso por la Libertad de una prensa sin licencias). Su lógica es impecable: la Verdad no necesita ayuda del poder para vencer a la mentira. Si la ciudadanía tiene oportunidad de contrastar diversas opiniones, las verdaderas necesariamente vencerán a las falsas. Toda persona debe publicar sus opiniones, todas las opiniones deben ser contrastadas y al final las buenas opiniones prevalecerán. Milton es el mejor representante de la confianza ética del Bien.

 

Pongamos atención, lectora: Para Milton, el nuevo gobierno de Cromwell no necesitaba protegerse de las ideas opuestas porque los republicanos independientes y puritanos tenían razón. Nada que publicasen los monárquicos, reaccionarios y conservadores cambiaría esa realidad. Al contrario, era bueno que expusiesen en público sus errores para que –frente a todo mundo– quedase demostrada su falsedad.

 

Milton no fue el último en creer eso. Pero su revolución republicana fue finalmente derrotada. Había decapitado un rey (Carlos I) pero el hijo de ese rey regresó al trono (Carlos II) y los sueños de libertad fueron desterrados a los bosques salvajes de América. Hoy Inglaterra acaba de proclamar a un Carlos III.

 

Un siglo después de Milton, Maximilien Robespierre, otro radical, declaró que la Constitución de la República protege a todos los ciudadanos, incluso a sus enemigos. Pero, frente a la invasión extranjera y la conspiración aristocrática, el republicanismo francés inventó la suspensión de garantías. Como los enemigos de la Constitución no respetan las garantías de quienes la defienden, es lícito suprimirlos. Así nació el Terror: ¡para defender las garantías!

 

Ricardo Flores Magón es un ícono de anarquistas y socialistas utópicos mexicanos porque nunca estuvo en necesidad de gobernar. Su intolerancia personal nos permite imaginar que de haber alcanzado el poder, habría estado más cerca de Robespierre que de Milton. Pero los tres ejemplos que te he recordado hoy, lectora, partieron de una verdad que los justos conocemos en lo íntimo de nuestro corazón: tenemos la razón y la Verdad que defendemos triunfará.

 

Hay una solución liberal a esta perversión. La Verdad que las y los justos no requiere de censura ni del Terror para triunfar. Que se debata todo, que todo se discuta. Pero nuestra Verdad sí requiere defensoras y defensores recios, seguros de sí mismos, paladines decididos a batirse en mil argumentaciones contra quienes sostienen la mentira y la injusticia. Por eso es que López Obrador añora a los Hermanos Flores Magón.

 

El presidente omite decirnos que aquéllos tres hermanos (Jesús, Ricardo y Enrique) terminaron separados, peleados y en bandos bien diferenciados. Los menores no perdonaron a Jesús su maderismo. Ricardo y Enrique no se hablaban en la prisión de Kansas. Tan triste destino era inevitable. No había de otra –decimos los liberales radicales– porque el debate necesariamente nos separa. El fuego que purifica la Verdad para que se informe y forme Opinión Pública siempre deja cicatrices.

 

Es decir, en este asunto llevan razón tanto Nájar como el presidente.

 

 

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