El proyecto ideológico detrás de la neutralidad científica (Segunda parte)

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Jorge Alberto Manero Orozco

Mi motivación

Todas y todos hemos sido testigos de que en los espacios informativos se escuchan voces de autoridades gubernamentales que reiteran una y otra vez que, en los últimos años, la ciencia ha sido una víctima más del reptil neoliberal quién, como bien hemos dicho en la primera parte, suele vestirse de científico modesto y desinteresado, pero en el fondo piensa y actúa como un empresario y político profesional. Según estas voces, el neoliberalismo ha fungido como un proyecto de índole político que ha insistido en usar a la ciencia como botín económico en beneficio de una minoría elitista, lo que ha propiciado la implementación de políticas públicas en detrimento del derecho humano al conocimiento científico. Por otro lado, también hemos presenciado una reacción contundente a estos pronunciamientos de parte de algunos académicos quienes, haciéndose pasar por representantes legítimos de la comunidad científica, se han aferrado a la idea de que la ciencia no se debe politizar, y que el activismo no debe confundirse con el quehacer científico. Lo que se necesita, según ellos, es una ciencia libre de “adjetivos” y de “visiones pueblerinas”.[1] A tal grado ha llegado su oposición a la postura gubernamental que, en reiteradas ocasiones, han hecho gala de sus conocimientos generales para plantear la idea de que, en algunos periodos de la historia universal, el intento de politizar a la ciencia ha conducido a un deterioro en el desarrollo libre y emancipador del conocimiento, enmarcado en un contexto de ascenso de regímenes autoritarios y totalitarios.[2] Irónicamente, muchos de los que defienden que la ciencia debe ser apolítica son personajes camaleónicos que influyeron políticamente, no como activistas de base (con los que suelen diferenciarse de forma drástica y estrepitosa), sino como funcionarios que operaron dentro de instituciones políticas y académicas donde, al menos que hayan obedecido de forma automática a sus superiores, tenían por delante una agenda política que defender. A decir verdad, la actitud camaleónica de los individuos que se disfrazan como representantes de una comunidad científica apolítica, pero piensan y actúan en el fondo como políticos profesionales, es lo que me ha motivado a escribir esta segunda parte del presente texto.

En seguida, quisiera compartir con ustedes un testimonio que pretende motivar y darle sentido al corazón del argumento que se plantea en las siguientes páginas. Una tarde del 8 de noviembre de 2006, recuerdo haber asistido a la ceremonia pública de la instauración de la Unión de Científicos Comprometidos con la Sociedad (UCCS), la cual tuvo lugar en la casa de cultura Jesús Reyes Heroles, un hermoso recinto colonial rodeado de árboles imponentes y callejones misteriosos que caracterizan el enigmático barrio de Santa Catarina, Coyoacán. El objetivo principal de la UCCS era, a grandes rasgos, garantizar el derecho humano al conocimiento de los mexicanos, como parte del acceso a la cultura y de la formación académica. En particular, se pretendía constituir, articular y promover un espacio interdisciplinario e ideológicamente plural que, desde una perspectiva académica, pudiera incentivar la ética científica y la responsabilidad social, tanto en el desarrollo del conocimiento como también en lo referente a sus aplicaciones.

Este proyecto colectivo, según el comunicado, empezaría a gestarse en el ámbito académico y luego se propagaría a otros sectores de la sociedad, hasta poder enraizarse en el ámbito de la política institucional, en aras de proponer políticas públicas que permitirían garantizar que los avances científicos pudieran contribuir al beneficio de la humanidad, en lo referente a la equidad, la justicia social y la sustentabilidad. Sin embargo, desde aquel momento, la UCCS estaba integrada por renombrados investigadores en todas las áreas del conocimiento; tan es así que el acto fue presidido por personajes de la talla del sociólogo Pablo González Casanova, la geofísica Amparo Martínez, el físico Luis de la Peña, sin dejar de mencionar a la primera directora general de lo que hoy conocemos como CONAHCYT, Elena Álvarez Buylla. No obstante, la razón por la que estos distinguidos académicos estaban presentes en dicha ocasión era para hacer un llamado a la comunidad científica a que pusiera en marcha la creación de diversos grupos de trabajo, de equipos de formación interdisciplinaria y, particularmente, de proyectos y trabajos de investigación, cuyos resultados se pondrían a disposición de organizaciones no gubernamentales, medios de información, instituciones educativas e instancias gubernamentales. Ahora bien, parte de lo que empezó ese día de noviembre de 2006 como un bosquejo de ideas en un recinto de paredes de piedra y tejados de barro, pudo influir a través de Elena Álvarez en la publicación de la controvertida Ley General en materia de Humanidades, Ciencia, Tecnología e Innovación (LGHCTI) en el Diario Oficial de la Federación, marcada por un torbellino de disputas políticas e ideológicas.

Ahora bien, sin comprender del todo lo que se estaba gestando en ese momento, pude ser testigo de la presencia de dos grupos de académicos claramente identificables que, a lo largo del tiempo, fueron sumando una base de apoyo en el ámbito social, político, y empresarial. Por un lado, se situaba el grupo de los académicos que formaban parte de la UCCS (o que estaban de acuerdo con sus ideas y principios) y, por otro lado, el grupo de los que se oponían a esta organización, algunos de los cuales podemos identificar con los personajes camaleónicos que hemos descrito. Y, en efecto, la razón por la que hoy en día el CONAHCYT está en boca de todas y todos, es que esta ruptura en la comunidad científica no sólo llegó a plantearse en el seno de diferentes espacios académicos, sino también desde diferentes instancias políticas. Así, mientras el primer grupo ocupó los puestos más importantes en las instituciones gubernamentales y universitarias hasta el año de 2018 (en áreas tan diversas como la salud, la tecnología, la energía, el medio ambiente, la economía etc.), el segundo los ocupó a partir de ese año. En esta coyuntura, se propuso desplazar al grupo contrario en aras de implementar otra forma de pensamiento dentro y fuera de la comunidad científica. Sabiendo esto, la pregunta central que quisiera plantear en este texto sería ¿Cuál fue y ha sido el verdadero origen de esta disputa en el seno de la comunidad científica a tal grado de haberse infiltrado en la política institucional?

Una respuesta satisfactoria la podemos encontrar en los fundamentos filosóficos que, explícita o implícitamente, subyacen a las opiniones y los hábitos que dicen y practican cada uno de estos grupos. Lo que defenderé en este texto es que la pugna política que actualmente existe entre estos grupos se debe, en gran medida (aunque no del todo), a un polémico debate entre dos posturas opuestas respecto al rol que los valores desempeñan en la ciencia. Para aclarar lo que acabo de decir, escribiré un breve resumen acerca de este debate, y, posteriormente, argumentaré en qué sentido la LGHCTI recoge algunas inquietudes referentes a lo que, a mi parecer, es la postura más convincente al respecto.[3]

Un poco de teoría

La filosofía de la ciencia se ha encargado, en parte, de analizar críticamente la metodología científica y ha tratado de responder, en particular, cuáles son los elementos más importantes que distinguen a la ciencia de otras disciplinas, como es el caso de la ética, la cual se encarga de analizar aspectos que se centran en el comportamiento, las valoraciones, y las expectativas de los seres humanos de carne y hueso. Ante esta cuestión, algunos filósofos prominentes que existieron hace cientos de años creyeron que debía existir una distinción tajante entre lo que para ellos eran los hechos objetivos que estudiaba la ciencia de su época, y todo lo relacionado con los valores o la moralidad que, por tratarse de elementos supuestamente subjetivos y esencialmente vinculados a los sentimientos humanos, no podían formar parte de una argumentación racional.[4] Ejemplos como “México tiene treinta y dos estados” serían considerados juicios de índole descriptivo por tratarse de enunciados que pueden ser falsos o verdaderos y que hablan acerca de hechos objetivos que son, independientemente de la actitud moral que se adopte. Por el contrario, ejemplos como “El pueblo mexicano es bueno” serían considerados juicios normativos, por tratarse de valoraciones, aprobaciones o expectativas acerca de lo que debería ser, íntimamente relacionadas con la actitud moral que se adopte. Esta distinción entre los juicios que son y los normativos, que deben ser, eventualmente motivaría a los científicos a creer que la ciencia es de verdad un conocimiento estrictamente objetivo y racional que trata de decirnos como son las cosas, independientemente de cualquier presuposición valorativa que se haya adoptado. Este dogma, conocido hoy en día como la neutralidad valorativa de la ciencia, habría de ser una de las creencias más arraigadas de la era moderna, la cual dominaría nuestra concepción acerca de la ciencia durante cientos de años. Sin embargo, su fiabilidad está puesta en entredicho.

Aunque es cierto que la distinción entre lo que hemos llamado juicios descriptivos y juicios normativos es válida para casos muy concretos (como el que se dio aquí arriba), existen un sinnúmero de argumentos sólidos que demuestran lo contrario para casos generales.[5] Uno de los argumentos más llamativos es el que apela a nuestro lenguaje común para demostrar que es difícil establecer si palabras como ‘cruel’ y ‘hermoso’, o bien, juicios como “la manzana está buena” obedecen a palabras o juicios objetivos que describen un estado externo de cosas o son valoraciones que provienen del interior de nuestra subjetividad. Del mismo modo, dado que las personas suelen dar razones para valorar ciertos elementos o adoptar creencias morales, estas últimas resultan ser parte de argumentos racionales e indistinguibles de los juicios que describen un estado de cosas, como cuando se dice “La pena de muerte es injusta porque se aplica de forma desigual”. Por lo tanto, al poner en duda la distinción entre los juicios descriptivos —que son— y los normativos —que deben ser—, no queda otra opción que reconocer la existencia de compromisos valorativos en la ciencia.

Una vez que se ha reconocido este hecho, podríamos preguntarnos por el tipo de valores que subyacen a las prácticas científicas. En principio, los valores representan aquello que es y debería ser digno de ser adoptado y transmitido, lo que podría hacernos pensar que sólo existen presuposiciones valorativas de índole moral y político que subyacen a expresiones como “la ciencia debe estar en función del bienestar del pueblo” o “debe haber ciencia con justicia social.” Sin embargo, también es posible adoptar compromisos que comprenden otros ámbitos de valoración más allá de lo político y lo moral, como es el caso de los valores que tienen como propósito la propia verdad y la adquisición de conocimiento (tales como la simplicidad, la claridad, la generalidad, y la capacidad de explicar y predecir fenómenos). Por ejemplo, es común ver que algunos científicos siguen el consejo Newtoniano de que “la verdad siempre se halla en la simplicidad y no en la multiplicidad y confusión de las cosas.” Así que, estos ejemplos nos permiten diferenciar entre algunos tipos de valores que subyacen a la ciencia.

Ahora, quisiera hacer otra distinción importante, relacionada con el contexto y la forma en que estos valores se adoptan. Para motivar esta distinción, apelaré a un ejemplo concreto relacionado con el tema que estamos tratando. Por un lado, se encuentra la adopción de valores en el seno del modelo económico liberal, como es el caso de la utilidad o el bienestar social, cuya premisa ideal es que el conocimiento científico debería fungir como un elemento indispensable dentro del ciclo del capital para poder maximizar la utilidad económica y así aumentar el bienestar social. Por otro lado, se encuentra la adopción de valores en el contexto de la aplicación de este modelo teórico a la realidad. Como hemos visto en la primera parte, el reptil neoliberal determina la implementación de dicho modelo teórico con base en valores más apegados a la concentración de poder, a lo material y a lo individual que, evidentemente, entran en conflicto con un programa de bienestar social. Es decir, es importante diferenciar entre la adopción de valores en un contexto de diseño teórico y su adopción en un contexto de implementación.

Aunque los valores que se adoptan en el contexto de implementación suelen ser más visibles y transparentes, esto no implica que no existan valores implícitos que se adoptan en el contexto del diseño de muchas teorías científicas. En lo que respecta al contexto del diseño teórico, es importante distinguir entre los diferentes modos en que los valores subyacen a dichas teorías. Por un lado, estos valores pueden influir en la manera en que se deciden las preguntas de investigación, el tipo de objeto a investigar, el área en el que tiene relevancia, y el enfoque con el que se desea investigar. Por ejemplo, como bien se dijo en la primera parte, el modelo económico liberal generalmente se pregunta por lo que pasaría si se invirtiera en el desarrollo de la ciencia, la tecnología y la innovación en un contexto de equilibrio donde existe competencia perfecta y la rebanada del pastel se reparte equitativamente. Sin embargo, el desarrollo desigual que existe en muchas partes del planeta, incluido México, no es un fenómeno dentro de un contexto de (o cercano al) equilibrio, por lo que el enfoque en contextos de equilibrio es una presuposición valorativa que refleja un problema de adecuación relacionado con la elección del objeto de estudio y las preguntas de investigación. No por mera casualidad, estas presuposiciones valorativas inadecuadas son recurrentes en académicos y políticos que se forman en el extranjero y, posteriormente, regresan a México a querer enseñar o implementar lo que aprendieron en contextos diferentes.

Por otro lado, los valores condicionan y acotan el tipo de explicaciones que se suelen dar en las prácticas científicas. Tal es el caso si se quiere explicar el poco crecimiento económico en México, y se decide partir de la premisa de que dicha situación es, en parte, efecto de preferencias y méritos individuales que merman la inversión en ciencia y tecnología (en el caso de que se adopte una visión fetichista del conocimiento en consonancia con el modelo económico liberal); o bien, que el contexto estructural de dependencia no permite que el mercado interno, y, por lo tanto, el derecho a la ciencia y la tecnología se desarrollen (si se adopta una visión del derecho al conocimiento en consonancia con la teoría de la dependencia).

La nueva ley

Es momento de analizar las consecuencias que podemos trazar en el marco de la nueva LGHCTI al reconocer que existen valores detrás del diseño y la implementación de la ciencia. Si, aparte de la implementación del conocimiento científico, el diseño y su contenido pueden y deben presuponer valores, entonces la adopción del dogma de la neutralidad valorativa no sólo es errónea, sino que además representa una desafortunada ignorancia (ya sea deliberada o sesgada) respecto a las presuposiciones valorativas que subyacen a la ciencia y sus aplicaciones. El problema es mayor cuando nos encontramos en debates relacionados con la moralidad y las políticas públicas, como es el caso de la raza, el género, el crecimiento económico, la sustentabilidad, y, por supuesto, las humanidades, la ciencia, la tecnología y la innovación. Esto se debe a que la dimensión valorativa de la ciencia condiciona, en gran medida, cómo se conciben la obligación y el compromiso de los actores científicos y del público en general. Si la ciencia efectivamente presupone compromisos valorativos, entonces, por un lado, los científicos deberían hacerse responsables de dichos compromisos, en el sentido de que deberían hacerlos explícitos (o al menos darse cuenta de que los presuponen), y considerar o evaluar sus consecuencias en el ámbito público y privado. Por otro lado, el público en general y el Estado en particular, no deberían considerar a la ciencia como una actividad neutral y aislada de la sociedad. Por el contrario, una política pública responsable requiere de una ciencia responsable (tanto en su diseño como en su implementación), y una ciencia responsable requiere a su vez de que los científicos reconozcan y hagan explícitos sus compromisos valorativos, cualesquiera que éstos sean. Esta visión responsable de la ciencia, creo yo, es el fundamento filosófico de la nueva LGHCTI.

En efecto, la LGHCTI motiva al científico y al político que recibe, administra o se beneficia de recursos públicos, asumir plena responsabilidad de sus compromisos valorativos. Esto no quiere decir que los obligue a asumir una postura única y dogmática, como algunos críticos tratan de hacernos creer; por el contrario, los incita a que se haga explícita cualquier postura que ellos adopten deliberadamente, tomando en cuenta sus consecuencias de forma responsable. La gran diferencia entre la “ideologización de la ciencia”, según los críticos a la LGHCTI, frente a lo que esta nueva ley propone, es que la supuesta ideologización secuestra a la ciencia bajo los lineamientos de una sola postura dogmática, mientras que la LGHCTI permite la proliferación y discusión de ideas, siempre y cuando estas ideas se pongan en la mesa de forma transparente, y no se disfracen bajo el ropaje camaleónico del neoliberalismo y la hipocresía que la sustenta. Después de todo, el reptil neoliberal no tiene una ideología que defender, porque una ideología siempre es transparente y quiere salir a la luz con la fuerza y la integridad que la hace existir. Por el contrario, es un reptil convenenciero que se disfraza de lo que sea necesario para alcanzar sus propios intereses.

Por lo anterior, no suena tan descabellado que la LGHCTI sostenga implícitamente que existe algo así como una ciencia neoliberal, un aspecto que ha sido ampliamente criticado por haberse mencionado públicamente, pero que ni siquiera está presente de forma explícita en la nueva ley publicada. De este modo, aunque no les guste a quienes sueñan con el ideal de la objetividad y la universalidad científica, yo sí creo que existe una ciencia inmersa en un contexto neoliberal a la que se le puede dotar de un adjetivo en particular: la irresponsabilidad. Esto, en virtud de que, bajo el régimen neoliberal, no existe una política pública responsable ni una ciencia responsable. Es decir, el político y el científico neoliberal evaden su responsabilidad al no reconocer que, al hacer ciencia (o al implementarla), presuponen compromisos valorativos de diferente índole. Ambos defienden el dogma de la neutralidad como un disfraz teórico para legitimar un sistema de control y poder multidimensional del que disponen las elites económicas con el propósito de expandir su influencia y dominio global, particularmente en el ámbito simbólico y comunicativo, como es el caso del diseño e implementación del conocimiento científico.

Tomando en cuenta lo dicho anteriormente, podemos reconocer algunos avances que se plasman en la nueva LGHCTI. Como bien se puede corroborar a lo largo del texto normativo, el hecho de reconocer la dimensión valorativa de las prácticas científicas obliga al científico, al Estado, y a la sociedad en general a cuidar que estas prácticas no generen mecanismos de exclusión por razones raciales, de género, de condición socio-económica, etc. Asimismo, permite establecer un diálogo reconciliador entre la ciencia y las humanidades, y enfatizar el lugar central que tiene la segunda dentro del cuerpo metodológico de la primera. En otras palabras, se impulsa una concepción humanística de la ciencia. No es una sorpresa para muchos el hecho de que en la academia mexicana todavía prevalezca una visión ortodoxa de la ciencia, donde no se acepta por ningún motivo abordar los fundamentos filosóficos y sociales de las ciencias naturales.

Por último, se plantea resolver el problema de la falta de acceso al conocimiento, el cual propicia que la comunidad científica se encuentre aislada de la sociedad, que esta última no exija sus derechos concernientes a este conocimiento y, más importante, que no exista un registro de la producción científica, a partir del cual sea posible evaluar y proponer políticas públicas relacionadas con este sector. Por medio de la creación de un Sistema Nacional de Información y de Publicaciones (el cual se describe a lo largo de la Sección Sexta) se pretende diseñar un ecosistema nacional informático y una red de repositorios con acceso abierto y máxima cobertura que puedan establecer espacios de difusión y divulgación y que, además, concentren, guarden, organicen y cataloguen la producción científica nacional, diferenciada por género, origen étnico, edad, clase y sector social. Esto permitirá que dicha información se ponga a disposición de las entidades gubernamentales, no sólo para la atención inmediata de demandas y necesidades nacionales, sino también para evaluar y medir con precisión el impacto y la incidencia de las políticas y programas en materia de humanidades, ciencia, tecnologías e innovación.

Para concluir

Me atrevo a afirmar que la tensión que hoy en día se vive en el seno de la comunidad científica no se originó por una disputa política entre los científicos y las autoridades gubernamentales, sino que se debe, en parte, a fuertes divergencias ideológicas y filosóficas entre dos grupos de científicos y políticos. Por un lado, los que se oponen a la LGHCTI, la mayoría de los cuales comparten una visión de la ciencia libre de valores (aunque no necesariamente todos lo que se oponen) y, por otro lado, los que defienden este texto normativo en virtud de que adoptan una postura mucho más flexible al respecto, y en algunos casos, radicalmente opuesta. Con base en lo que hemos dicho, podemos concluir que el problema de los que creen en el dogma de la neutralidad es que, bajo los principios del régimen neoliberal, nunca se preocuparon de construir una ciencia responsable ni una base social que les pudiera exigir cierta responsabilidad ante una sociedad cada vez más participativa. Al contrario, tomando ventaja de sus privilegios, se encerraron en su mismo círculo y se encargaron de glorificar la imagen del científico como una persona a la que se le debe reconocer como parte de una elite nacional intocable, similar a la elite que se veía desfilar en Los Pinos y en los rascacielos financieros. Se preocupaban de emancipar su base política y empresarial al grado de tomar control de instancias tan importantes como las secretarías de Salud o Medio Ambiente, y utilizar instituciones de gobierno para consolidar contratos personales con grandes empresas. Es así que cobra sentido el hecho que, en la ceremonia pública de instauración de la UCCS, no recuerdo a ningún crítico de la LGHCTI que haya asistido y que hoy en día pregone una visión de la ciencia libre de valores. La falta de una reacción masiva en contra de esta nueva ley corrobora el hecho de que, si alguien nunca asumió su responsabilidad frente a la sociedad, no puede pedir un respaldo que provenga de ella.


[1]  https://www.reforma.com/aplicacioneslibre/preacceso/articulo/default.aspx?__rval=1&urlredirect=https://www.reforma.com/pugna-antonio-lazcano-por-una-ciencia-sin-adjetivos/ar2535546?referer=--7d616165662f3a3a6262623b727a7a7279703b767a783a--.

[2] Caso Lysenco: https://www.youtube.com/watch?v=gCgQAOOTEHY&ab_channel=elcolegionacionalmx.

[3] Este resumen se basa en Kincaid, H., Dupré, J., y Wylie, A. (Eds.). (2007). Value-free science: ideals and illusions?. Oxford: Oxford University Press. Algunos libros especializados escritos en español son: Echeverría, J. (1998). Ciencia y valores: propuestas para una axionomía de la ciencia. México: Contrastes; Putnam, H. (2001). El colapso de la dicotomía hecho/valor. Barcelona: Paidós.

[4] El defensor más conocido de esta distinción es el filósofo David Hume.

[5] Por supuesto, los argumentos que presentaré a continuación no son los únicos que existen en contra del dogma de la neutralidad, pero me enfocaré sólo en ellos por cuestión de espacio y simplicidad.

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